Páginas

sábado, 22 de febrero de 2025

Lucas 6, 27-38


 

Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian”: así empieza el texto evangélico de este domingo.

 

Estamos frente a unas de las palabras más fuertes y exigentes. Es un texto que nos interpela, nos hiere en lo profundo, nos revela nuestra verdad.

 

¿Amamos a los enemigos?

¿Bendecimos a los que nos maldicen?

¿Oramos por los que nos hacen daño?

 

 

¿Cómo interpretar y comprender un mensaje tan fuerte?

 

Es un texto que necesita horas de silencio y de reflexión. Leerlo superficialmente nos llevará por caminos peligrosos. Es interesante, antes que nada, ver como Jesús lo vivió.

Sin duda Jesús amó a “sus enemigos”, pero… ¿qué significa amar a los enemigos? ¿Cómo los amó Jesús?

El amor de Jesús por el enemigo, no es un simple “buenismo” y no está exento ni de la verdad, ni de la firmeza… a su amigo Pedro, le dice: “¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás!” (Mt 16, 23).

Por eso Teresa de Ávila pudo decir: “Señor, no me extraña que tengas tan pocos amigos si así tratas a los que tienes.

 

Jesús ama a los amigos y “a los enemigos” dando la vida y, paralelamente denunciando la hipocresía, diciendo la verdad, cuestionando, invitando a la conversión.

 

Es el gran aprendizaje del amor.

 

¿Por dónde empezar?

 

Por asumir la paradoja, como siempre: amar a los enemigos pasa por la comprensión de que no hay enemigos.

 

Como nos dice el cuento zen:

 

-      Maestro, ¿Cómo deberíamos tratar a los otros?

-      No existen los otros.

El primer paso para poder amar a los enemigos – ofrecer la otra mejilla, rezar por los que nos persiguen, bendecir a los que nos maldicen – pasa por la profunda comprensión de la Unidad que somos y que nos habita.

 

En su sentido más profundo y más real, somos unidad y somos uno: entonces no hay otros y, menos, enemigos.

 

La experiencia de “los otros” y de la enemistad, se da en un nivel más superficial del ser y de la existencia.

Por eso es fundamental tener presente las distintas dimensiones de lo real y de la existencia.

 

Experimentamos “los enemigos” a nivel psíquico y emocional. En la dimensión del Espíritu no hay enemigos.

 

Es sumamente interesante y sugerente que la entrega de Jesús en la cruz y el perdón a sus verdugos, vaya de la mano con la entrega del Espíritu: “E inclinando la cabeza, entregó su espíritu (Jn 19, 30).

 

Cuando nos centramos en el Espíritu y vivimos desde ahí, lograremos vivir con paz y sabiduría “la enemistad” psíquica y emocional.

En esta experiencia humana – concreta, condicionada, limitada – nos tenemos que enfrentar con situaciones complejas y desafiantes. A menudo hacemos la experiencia de problemas de relación, de las injusticias, de la opresión, de que nos dañen.

Todo esto es parte del ser humano y de la humanidad: no nos tenemos que asustar. Todo esto nos ocurre para llevarnos, de a poco, al nivel del Espíritu.

 

Entonces aprendemos – con paciencia y tropiezos – la sabiduría del amor.

 

Aprendemos a poner los límites, a protegernos, a cuidarnos. Aprendemos que no podemos amar a los demás, sin amarnos a nosotros mismos. Aprendemos a cuestionar y a ser honestos y verdaderos. Como Jesús.

Aprendemos que, a veces, es necesaria también la firmeza y la denuncia y que, cortar con una relación toxica o dañina, puede significar ser fieles a la Unidad que somos y que le estamos haciendo un servicio al agresor.

 

Pero haremos todo esto, desde la Consciencia de Unidad. Viviremos la posible “enemistad”, desde la consciencia profunda que no existe.

A nivel de la esencia, solo hay luz.

 

Por eso el texto de Lucas termina con el extraordinario versículo: “Den, y se les dará. Les volcarán sobre el regazo una buena medida, apretada, sacudida y desbordante” (6, 38).

 

Cuando nuestra percepción se ha purificado, cuando vemos en todo lo Uno y la Presencia, todo será vida desbordante. Veremos Vida y Presencia por doquier. Veremos Vida, también en “los enemigos”.

 

 

sábado, 15 de febrero de 2025

Lucas 6, 20-27


 

Hoy se nos regala el texto de las bienaventuranzas en la versión de Lucas, menos conocida que la de Mateo (5, 1-2). En realidad, el texto de Lucas no contiene solo bienaventuranzas, sino también “malaventuranzas”, los famosos “ay de ustedes”.

 

Entonces Jesús, fijando la mirada en sus discípulos” (6, 20): mientras el Jesús de Mateo se dirige a la multitud, el Jesús de Lucas se dirige a los discípulos. Estos pequeños detalles, nos revelan el perfil y el interés de cada evangelista.

 

Sintamos entonces esta mirada de Jesús sobre nosotros, sintamos la misteriosa mirada del Espíritu, que nos hace la verdad, nos estimula, nos cuestiona.

 

Nosotros somos pobres, hambrientos, lloramos.

Nosotros somos odiados, perseguidos, excluidos, insultados.

 

¿No es acaso nuestra experiencia?

 

¿No nos pasó o no nos pasa a lo largo de la vida de sentirnos así, por situaciones que ocurren afuera o adentro de nosotros?

 

¿Qué hacer cuando estamos atrapados en estas dolorosas vivencias?

 

¡Alégrense y llénense de gozo!” (6, 23), nos dice el Jesús de Lucas.

 

¡Qué misterio!

 

Es el misterio extraordinario de la vida, esta vida hermosa que se manifiesta a través de sus opuestos. La vida es esta mezcla de luces y sombras, alegría y dolor, nacimiento y muerte, inviernos y primaveras.

 

El secreto es encontrar lo Uno que abraza y sostiene la dualidad.

 

Las bienaventuranzas nos dicen que siempre el gozo es posible: “Les he dicho esto para que mi gozo sea el de ustedes, y ese gozo sea perfecto” (Juan 15, 11).

 

Existen distintos niveles de gozo y estamos acá para descubrir el nivel eterno, más profundo, invencible.

 

Hay un gozo invencible y esta es la experiencia de un hombre – el escritor francés Albert Camus (1913-1969) – que experimentó el dolor, la angustia y la tristeza y por eso su testimonio es aún más impactante:

 

En el medio del odio me pareció que había dentro de mí un amor invencible. En medio de las lágrimas me pareció que había dentro de mí una sonrisa invencible. En medio del caos me pareció que había dentro de mí una calma invencible. Me di cuenta, a pesar de todo, que en medio del invierno había dentro de mí un verano invencible. Y eso me hace feliz. Porque no importa lo duro que el mundo empuje en mi contra, dentro de mí hay algo mejor empujando de vuelta.

 

¿Descubriste ese “algo mejor” que te empuja desde dentro?

 

El evangelio nos invita a encontrar la eternidad en el tiempo, la vida en la muerte, la luz en la sombra.

El evangelio no es un analgésico superficial para nuestro dolor y la oscuridad del mundo; no nos propone soluciones paliativas o consolaciones efímeras.

El evangelio va a la raíz. Como todas las tradiciones religiosas y espirituales, cuando son bien entendidas y bien vividas.

 

Por eso Lucas introduce sus “ay de ustedes”: el Espíritu quiere despertarnos de nuestro letargo, de nuestra comodidad, de nuestra superficialidad.

 

Letargo, comodidad y superficialidad que son el reflejo de la sociedad occidental del bienestar. Es el gran peligro: buscar el bienestar por el bienestar. Es la tentación del sofá, de las redes, del netflix y de los spa.

 

La vida se nos regala para algo más grande que simplemente para buscar una relativa comodidad, hoy en día más escandalosa aun, cuando sigue imponente la brecha entre ricos y pobres, cuando hay millones de refugiados, cuando se gastan millones en armamentos, cuando la industria farmacéutica es a menudo corrupta, como la política, cuando la tecnología nos atrofia el cerebro y el cuerpo, intentando evitarnos todo esfuerzo, por más mínimo que sea.

 

Ay de ustedes”: ¡es hora de despertar! Hace dos mil años el apóstol Pablo ya lo anunció con fuerza: “Ustedes saben en qué tiempo vivimos y que ya es hora de despertarse, porque la salvación está ahora más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe” (Rom 13, 11).

 

El gozo que nos habita es invencible.

La paz que nos habita es invencible.

La luz que nos habita es invencible.

 

El camino para encontrar lo invencible pasa por la oscuridad.

El camino para poseer el tesoro, pasa por la venta del campo (Mt 13, 44).

El camino hacia lo invencible pasa por la fragilidad y la derrota.

 

 

 


 

sábado, 8 de febrero de 2025

Lucas 5, 1-11


 

Los pescadores habían bajado y estaban limpiando las redes”: Jesús se asoma a lo cotidiano, llama desde lo cotidiano, transforma lo cotidiano. Jesús hace pleno y completo lo cotidiano. Lo cotidiano es la Casa del Espíritu.

 

¿No es maravilloso?

 

Lo que con frecuencia se subraya como un refrán – desde distintas visiones – es profundamente real y verdadero: convertir lo ordinario en extraordinario.

Dicho de otra forma: descubrir la plenitud en lo cotidiano.

 

El lugar del encuentro con Dios es lo cotidiano. Desde siempre la mística lo repite y nos cuestiona con la pregunta: ¿Si no encuentras a Dios aquí y ahora, adonde quieres encontrarlo?

 

O Dios está aquí y ahora o no es Dios.

Presencia es, tal vez, uno de los nombres más acertados para hablar del Misterio. Dios es Misterio de Presencia, también en la Ausencia, suya o nuestra: la Ausencia es una forma de Presencia.

Es la Presencia que define la Ausencia, como es la luz que define la oscuridad.

 

Volvamos:

Los pescadores habían bajado y estaban limpiando las redes”:

 

¿Bajaste a lo cotidiano?

¿Cuáles son tus redes?

 

Ahí el Espíritu te está esperando, como el amado espera a la amada en el Cantar de los Cantares:

 

Eres toda hermosa, amada mía, y no tienes ningún defecto. ¡Ven conmigo del Líbano, novia mía, ven desde el Líbano! Desciende desde la cumbre del Amaná, desde las cimas del Sanir y del Hermón, desde la guarida de los leones, desde los montes de los leopardos.

¡Me has robado el corazón hermana mía, novia mía! ¡Me has robado el corazón con una sola de tus miradas, con una sola vuelta de tus collares!” (4, 7-9).

 

En lo cotidiano el Espíritu te espera, como sugiere la extraordinaria metáfora del Apocalipsis: “Yo estoy junto a la puerta y llamo: si alguien oye mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos” (3, 20).

 

Cuando nos hacemos conscientes de la Presencia, lo cotidiano desborda abundancia y todo nos habla del Misterio, hasta el detalle más insignificante.

 

Nos dice nuestro texto:

 

Sacaron tal cantidad de peces, que las redes estaban a punto de romperse” (5, 6): descubrimos que la esencia de Dios es la entrega, el darse. Dios es dador.

 

¿Por qué la creación?

Porque Dios no puede no dar, no puede no darse, no puede no revelarse.

¡Conmovedor!

 

Jesús, con su vida, sus gestos, sus palabras, vino a decirnos esta verdad asombrosa y transformadora.

 

El evangelio está repleto de estas metáforas de abundancia y tal vez es justamente el evangelista Lucas el que más insiste en el tema de la abundancia: “Les volcarán sobre el regazo una buena medida, apretada, sacudida y desbordante” (6, 38) y “la cosecha es abundante” (10, 2).

 

Esta abundancia de la vida se manifiesta y se revela en todo: solo debemos poner atención y abrirnos.

Es la fuerza de la vida de la flor que rompe el cemento para poder vivir, revelarse y regalarnos su perfume y su color.

Es la fuerza de la vida que se revela en la capacidad de resiliencia de tanta gente, en la capacidad de recomenzar, a pesar y a través del dolor y de la muerte.

La vida es más fuerte.

Lo vemos en estos tiempos de guerras: la fuerza de la vida no para, no se detiene. Entre tanto dolor – a menudo desesperación –, la gente vuelve a su hogar, se reconstruye lo destruido por la estupidez humana, los niños no dejan de jugar, se logra perdonar, se apuesta por la vida otra vez.

 

La vida ya venció, la abundancia ya venció.

Porque Dios es este Misterio de Vida abundante. El Espíritu nos invita a entrar en esta dinámica y a dejarnos ser instrumentos de vida y de abundancia. Fue el camino del maestro de Nazaret y es el nuestro.

Resuenan poderosas sus palabras: “yo he venido para que las ovejas tengan Vida, y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10).