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sábado, 25 de octubre de 2025

Lucas 18, 9-14

 



Jesús, hombre despierto, se dio cuenta mucho antes que Jung del fenómeno inconsciente de la proyección.

 

El despertar de consciencia y la capacidad de vivir en conexión con nuestra raíz divina, nos permite vivir sabia y armónicamente también desde nuestra mente y nuestro cuerpo.

Es lo que le pasó a Jesús, a los místicos y a todas las personas que se comprometen en el camino espiritual o, dicho de otra forma, van en profundidad, porque, como decía el teólogo Paul Tillich: “Quien conoce las profundidades conoce a Dios”.

 

Jesús, sin ser técnicamente psicólogo y sin usar los términos de la psicología moderna, descubrió este fenómeno humano de la proyección y nos lo reveló, desde una perspectiva espiritual, a través de la parábola reflejada en nuestro texto.

 

Dos hombres subieron al Templo para orar; uno era fariseo y el otro, publicano” (18, 10): a Lucas le encanta sorprendernos y mostrarnos el revés de lo que aparece a primera vista. Nos esperaríamos aplausos para el justo fariseo y condena para el publicano pecador: y ocurre al revés. Lucas, lo sabemos, tiene sensibilidad y preferencia para los pobres, los pecadores, los marginados, los samaritanos y los “herejes”: ¡me encanta este Lucas!

 

La clave de la parábola nos la da el mismo Lucas al comienzo del texto: ¿Para qué Jesús cuenta esta parábola?

 

Para “algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás” (18, 9).

 

El fariseo de la parábola “se cree justo” y por eso desprecia al publicano. El fariseo proyecta su sombra en el publicano. La creencia de ser justo y el anhelo hacia el “yo ideal”, le impide ver que todo lo que condena y desprecia en el publicano, también habita en su interior. El fariseo no logra ver su sombra y por eso la proyecta afuera.

 

¿Por qué no la puede ver?

 

Porque, entre otras cosas, es muy cumplidor. Cumple con todas las reglas y preceptos. Es la gran trampa de las religiones. Necesitamos mucha lucidez para evadir la trampa.

 

Los cristianos caímos y podemos caer en esta trampa, por ejemplo, con el precepto de la Misa dominical, la fidelidad a las normas morales de la iglesia, cumplir con las oraciones de la mañana y de la tarde…. Cuando cumplimos, podemos creer que somos justos, que merecemos una recompensa, que hemos alcanzado el “yo ideal”. Y, lo peor, juzgamos a aquellos que no cumplen como nosotros.

La historia está repleta de ejemplos y no me detendré en ellos.

 

Si nos cuestionamos sinceramente a través de algunas preguntas, podemos despertar y crecer en lucidez:

 

¿Quién es “justo”?

¿Qué significa ser “justo”?

¿De dónde viene el desprecio hacia el otro?

¿Por qué no puedo/no quiero, ver mi propia sombra?

 

En estos días, leí un comentario de un sacerdote en las redes sociales, despreciando al islam. Aluciné. Y me dio mucha tristeza.

 

Creer que “ser cristiano” se reduce sola o simplemente al cumplimiento de ritos y normas y al asentimiento mental a doctrinas, nos lleva lejos del evangelio. Muy lejos. Lejos del mensaje de Jesús, lejos de su corazón… un corazón, por otra parte, siempre abierto a recibirnos.

 

Jesús vino a darnos vida, no a juzgar.

Jesús vino a dar dignidad, no a despreciar.

Jesús vino a revelarnos el amor universal de Dios, no a crear una secta.

Jesús vino a unir, no a separar.

 

El criterio clave es el amor y el amor concreto para todos.

 

¿Por qué olvidamos con tanta facilidad la parábola del “juicio final” de Mateo (25, 31-46)?

Los justos le responderán: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de paso, y te alojamos; desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte?. Y el Rey les responderá: Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo” (Mt 25, 37-40).

 

La olvidamos – perdón lo tajante – porque es mucho más fácil cumplir con los ritos y “rezar el Credo”, que amar al hermano.

La olvidamos, porque es mucho más fácil juzgar al otro, que reconocer nuestra sombra.

 

La parábola del fariseo y del publicano es dura: nos hace la verdad. Duele. Pero es necesaria y Jesús lo sabe.

Jesús es profundamente honesto y quiere llevarnos a esta honestidad de fondo.

Sin duda Jesús amaba también a los fariseos que se creían justos y por los cuales contó la parábola. Se la contó para despertarlos. Es el rol de los verdaderos maestros: decirnos lo que no queremos oír.

Podemos también resumir el mensaje de esta parábola en la famosa sentencia de Jesús: “¿Por qué miras la paja que hay en el ojo de tu hermano y no ves la viga que está en el tuyo?” (Lc 6, 41).

 

Esta parábola a mí también me duele, porque me advierte de las veces que fui o soy hipócrita. Me advierte de estar atento a no despreciar a nadie y a conectar con mi propia sombra, antes de verla en los demás.

 

Gracias Jesús. Gracias Lucas.

Quiero ser honesto, integro, lucido. Quiero amar a todos, sin despreciar a nadie. No quiero creerme justo, porque solo Tú, Infinito Dios, eres justo y tu justicia es misericordia. Amén.

 


sábado, 18 de octubre de 2025

Lucas 18, 1-8


 


El texto de este domingo empieza diciéndonos que es “necesario orar siempre sin desanimarse.

 

Pablo reitera el mismo concepto en su primera carta a los Tesalonicenses: “Oren sin cesar” (5, 17).

 

Esta invitación de Pablo y de Lucas, está a la base de la búsqueda del peregrino ruso, búsqueda que quedó plasmada en el famoso y bellísimo librito: “Relato de un peregrino ruso”.

 

¿Cómo se puede orar siempre?

¿Cómo vivir en actitud constante de oración?

 

Son las preguntas que arden en el corazón del peregrino ruso y que arden también en mi corazón y en el corazón de todos aquellos que desean vivir en la Presencia de Dios las 24 horas del día.

 

El peregrino encuentra su camino y su vocación en la repetición de la famosa frase, “Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mi pecador”: el peregrino “se hace uno” con esta oración, a través de la respiración y de los latidos del corazón.

 

Es un camino hermoso: cada cual puede encontrar una frase, una jaculatoria, una palabra y repetirla en cuanto pueda y se acuerde: cocinando, limpiando, caminando… y también, obviamente, en los momentos dedicados al silencio y a la oración. Podemos buscar un mantra que nos inspire y repetirlo mentalmente en actitud orante a lo largo del día. Sin duda esta práctica transformará tu vida: probar para creer.

 

Intentemos captar el mensaje central de todo esto, más allá de la forma.  

 

¿Qué significa vivir en un estado de oración constante?

 

En mi camino encontré dos claves: aprender a vivir en la Presencia y aprender a decir que “si” a la vida, en el momento presente.

En realidad, son las dos caras de lo mismo.

Vivir en la Presencia de Dios es reconocer que detrás de todo lo que ocurre y nos ocurre, está el Espíritu: sosteniendo, animando, purificando, iluminando, guiando. Es un aprendizaje que va de la mano de la confianza. Y es esta confianza básica y esencial en la Presencia, la que nos abre los ojos, nos abre el ojo espiritual a través del cual empezamos a reconocer el Espíritu y su obra.

 

Por eso el “si” a la vida. El “si” al momento presente es el “si” al Espíritu. El “si” a la vida, obviamente, no significa que todo esté bien y que no podamos actuar para ir cambiando o creciendo. Es justo lo contrario: el “si” a la vida, nos habilita a conectar con el Espíritu, para que nuestro vivir y nuestro actuar no surjan del ego, sino del mismo Espíritu. Nos convertimos en canales, en cauces del Espíritu. Nos convertimos en el agujero de la flauta por donde sopla el Espíritu.

 

Jesús, con su parábola, nos invita a insistir.

 

Es la insistencia de la viuda que pide justicia al juez injusto y corrupto.

Debemos entender correctamente esta referencia a la insistencia. La insistencia a la cual Jesús se refiere, no es terquedad ni obstinación.

 

La terquedad y obstinación nacen del ego, el cual no quiere aceptar lo que ocurre y lo que es. Es el ego que, en sus caprichos y deseos compulsivos, quiere controlar y manipular la realidad… ese ego que cree saber mejor que el Espíritu lo que conviene y nos conviene.

 

La insistencia, de la viuda de la parábola y de Jesús, es la insistencia de la fidelidad y de la confianza. Son muy reveladoras las palabras de Jesús con las cuales se cierra el texto: “cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?” (18, 8).

 

Es nuestra confianza que necesita insistencia. Necesitamos insistir en la confianza y en la fidelidad a la vida, a lo que es y a lo que somos. Esta insistencia corresponde a la firmeza del ser. Es el “amén” que tiene correlación con la “emuná”, la confianza bíblica. “Emuná” tiene este matiz de soporte, firmeza, expresado en el “amén”: así es.

Es iluminadora la misma etimología de “insistencia”: la palabra insistencia proviene del latín insistentia, que deriva del verbo insistere (“ponerse sobre algo, pararse, presionar o persistir”). Este verbo se compone del prefijo “in” - (“en” o “sobre”) más “sistere” (“ponerse de pie o mantenerse firme”), a su vez de la raíz stare (“estar de pie” o “permanecer”).

 

Insistir significa entonces, ser fiel a uno mismo, confiar radicalmente en la Presencia, entregarse al dinamismo de la Vida.

La insistencia es la firmeza del amor y en el amor. Es la firmeza del ser frente al caos, la firmeza de la quietud frente a la agitación, la firmeza de lo eterno frente al tiempo.

Es la insistencia y per-sistencia de nuestra raíz divina y de querer vivir a partir de esa raíz.

 

 

 

 

 

 

 

sábado, 11 de octubre de 2025

Lucas 17, 11-19


 

El texto de hoy concentra, en pocos versos, dos ejes centrales de todo el evangelio y el mensaje de Jesús: la compasión y la gratitud.

Compasión y gratitud que encontramos también como partes esenciales, en todas las religiones y tradiciones espirituales de la humanidad.

Porque la compasión y la gratitud son, antes que nada, actitudes y dimensiones profundamente humanas, antes de ser “religiosas”.

Hay que dudar de una supuesta revelación divina – en cualquier época, cultura y religión – que no tenga como puntos centrales, la compasión y la gratitud.

 

El grito desesperado de los leprosos: “¡Jesús, maestro, ¡ten compasión de nosotros!” (17, 13), es también nuestro grito.

 

La lepra, al tiempo de Jesús, no era solo una terrible enfermedad física, sino también social y religiosa. Los leprosos eran excluidos y marginados. Podemos suponer que su dolor emocional era más profundo y amargo, que el físico.

Siempre el dolor emocional supera al dolor físico y siempre las enfermedades tienen que ver con dolores emocionales.

 

La compasión, hoy la ciencia lo tiene más que demostrado, puede activar un proceso de sanación: ¡la compasión, sana!

Escribe el dramaturgo y medico ruso Antón Chéjov: “Es la compasión lo que nos saca del entumecimiento y nos empuja hacia la sanación”.

 

Y el médico y psiquiatra contemporáneo Gabor Maté nos dice: “la compasión de la verdad reconoce que el dolor no es el enemigo. De hecho, el dolor es inherentemente compasivo, ya que intenta avisarnos de lo que marcha mal. Sanar, en cierto sentido, consiste en desaprender la noción de que necesitamos protegernos de nuestro propio dolor. En este sentido, la compasión es una puerta abierta a otra cualidad esencial: la valentía

 

La compasión, entonces, no es “amor barato”. La compasión va de la mano de la verdad: reconocer lo que es, reconocer nuestro propio dolor y el dolor del otro. Y va de la mano también, de la valentía. La compasión no es debilidad, es fortaleza.

 

La compasión de Jesús es extraordinaria, fecunda y sanadora, porque es una compasión que no huye de lo que es – se alinea con la realidad – y es valiente.

 

Jesús tocaba a los leprosos. Nuestro texto de hoy no lo dice, pero nos lo dice Marcos: “¡Jesús, conmovido, extendió la mano y lo tocó” (Mc 1, 41).

 

La valentía de Jesús es integral, porque no solo supera el miedo al contagio sino supera también el miedo al juicio de los demás y a la exclusión. Jesús supera las categorías de pureza e impureza. Para Jesús no hay “intocables”: como fue por la Madre Teresa y San Francisco de Asís.

La compasión es sumamente sanadora y transformadora y, como siempre, empieza por uno mismo:

 

¿Soy compasivo conmigo mismo?

¿Reconozco con valentía mi dolor y mis heridas?

Desde ahí, la compasión hacia el mundo, brota espontanea.

 

Este mundo maravilloso y herido, necesita compasión. Necesitamos sanarnos, para ser instrumentos de sanación.

 

Necesitamos sanarnos para ver el dolor del otro y dejarnos atravesar.

Jesús “ve” a los diez leprosos, nos dice el texto: “al verlos” (17, 14).

 

Cuando nuestra visión se hace más límpida, más pura, empezamos a ver y nace la compasión.

 

La compasión de Jesús sana a los leprosos mientras van de camino para que los sacerdotes confirmen su curación, según la prescripción de Levítico 14, 1-32.  

 

Jesús no cumple ningún ritual taumatúrgico: ningún gesto, ninguna oración.

 

¿Por qué los sana? O, mejor: ¿Por qué se sanan?

Simple y extraordinariamente, porque los vio. Fueron vistos. Fueron vistos: fueron considerados, fueron reconocidos en su derecho a existir. Se sintieron amados, comprendidos, aceptados. Esto es lo que los sanó.

El amor incondicional, sana. Dejarse amar, dejarse ver, sana.

 

¿Cómo no ser agradecidos?

 

Pero, la sorpresa: solo uno vuelve a agradecer. Un samaritano, un hereje. A Lucas les encantan los samaritanos. El hereje regresa a agradecer. Para Jesús, no hay herejes, hay personas: personas que sufren y que necesitan ser vistas… ¿y para la iglesia?

 

Otra vez el evangelio nos invita a superar las barreras y las etiquetas que nos ponemos y les ponemos a los demás.

La compasión y la gratitud no tienen etiquetas, no son propiedad de nadie. Son humanas y patrimonio de la humanidad, como dijimos.

 

Solo el samaritano agradece. Y su agradecimiento es lo que lo sana por completo: “Levántate y vete, tu fe te ha salvado” (17, 19).

El samaritano ha comprendido la clave de la vida: ¡Todo es un don! La curación del cuerpo es simplemente un signo, por cuanto importante, de lo interior.

 

El samaritano ha comprendido que la gratitud es el eje de la existencia y es la actitud que nos lleva a la plenitud, a la paz interior.

¿Y tú?

 

 

 

 

 

sábado, 4 de octubre de 2025

Lucas 17, 5-10


 

El texto de hoy termina así: “Somos simples servidores, no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber” (17, 10).

 

En otras traducciones en lugar de “servidores” aparece “inútiles” que, en realidad, es una traducción más fiel al termino original griego… esto se confirma con el cierre de la parábola de los talentos en Mateo. El patrón que regresa del viaje dice del servidor que enterró el único talento: “Echen afuera, a las tinieblas, a este servidor inútil” (Mt 25, 30).

 

El texto de Mateo y la parábola de Lucas, se iluminan recíprocamente: el “inútil” de Mateo – es la misma palabra de Lucas – es “inútil”, porque no da fruto.

 

Es comprensible – pero no quita la manipulación del texto – que los traductores hayan querido matizar el término “inútiles”, y traducirlo con “simples” … “inútiles” ¡suena demasiado fuerte en los labios de Jesús!

 

Como siempre debemos ser honestos y fieles con el texto y desentrañar el sentido de la parábola, sin quedarnos con lo literal. Abrir la mente y el corazón es fundamental y el Espíritu nos guiará.

 

¿Adónde apunta la sorprendente frase de Jesús?

 

Apunta a confirmar el eje central de todo su mensaje: la gratuidad.

 

Una gratuidad desconcertante, extraordinaria, fecunda.

 

Es importante detenernos brevemente sobre el concepto de útil/inútil:

 

¿Qué es lo útil?

¿Qué es lo inútil?

 

Nuestra sociedad consumista, pragmática y centrada en la productividad, tiene un concepto de lo útil muy superficial, por no decir banal: lo útil sería simplemente lo que trae un beneficio material, palpable, medible.

Con su acostumbrada lucidez la filósofa española, Mónica Cavallé, distingue entre utilidad intrínseca y extrínseca/instrumental.

 

Algo es útil de manera instrumental cuando es solo un medio para lograr un fin, cuando no posee valor en sí, sino en razón de los resultados prácticos que posibilita y a los que se subordina. [...] Lo que es instrumentalmente útil es prescindible, canjeable por algo que cumpla la misma función. Pero hay otro tipo de utilidad, que denominaremos 'no instrumental' o 'intrínseca'. Esta última es propia de aquellas cosas, actividades o estados que son en sí mismos útiles, es decir, que no obtienen su sentido, valor y utilidad del hecho de subordinarse a un fin distinto de dichas cosas, actividades o estados.

 

El jugar de los niños es instrumentalmente inútil, es decir que no persigue ningún objetivo: juegan por jugar. Pero es intrínsecamente útil: es un valor en sí mismo y, hoy sabemos, esencial para el aprendizaje, la regulación emocional y la interacción.

Tomar mate juntos es “inútil” … pero encierra la máxima utilidad… ¿se entiende?

Caminar descalzo por la playa, es “inútil”.

Sentarse a escuchar la sexta sinfonía de Beethoven, es “inútil”.

Leer poesía, es “inútil”.

Paul Auster lo explica así: “El arte no va a transformar de inmediato la sociedad. Ni va a evitar que los niños sufran hambre, en ese sentido es inútil. El arte sirve otra función, de tipo espiritual. Abre las mentes y corazones de las personas a las vastas posibilidades de la vida humana. Si no tenemos arte, moriremos espiritualmente.

 

Podemos así hacer la ecuación: lo gratuidad es lo más útil, aunque no consiga nada. La gratuidad es un valor intrínseco, es expresión de lo que somos, de nuestra profunda identidad… ¡y expresión de lo que Dios es!

 

Dicho de forma tajante y provocadora: el amor, siendo lo más “inútil”, es lo más útil e imprescindible.

Angelo Silesio, por ejemplo, lo expresa así: “la rosa no tiene porqué, florece porque florece.

 

Comprendemos entonces la sentencia de Jesús: “Somos servidores inútiles, no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber”.

No es en absoluto un desprecio a nuestra humanidad y dignidad: ¡todo el ministerio de Jesús va justamente por el lado contrario!

 

Jesús y el evangelio nos están invitando a la acción desapegada y desapropiada: en el fondo a salir del “yo”, de la identificación con el “yo”. Es la invitación de toda la mística de todos los tiempos; es la invitación de cada espiritualidad bien entendida.

El sufrimiento que nos generamos y les generamos a los demás, siempre tiene su origen en la apropiación del “yo”: “yo hice esto”, “esto es mío”.

Jesús nos dice: la raíz de la vida es la gratuidad. Eres un cauce de la Vida, no su dueño o su controlador. La Vida no se controla y adueñarse de la vida y de lo que hacemos, solo procura angustia y malestar. Deja que la Vida te viva. Recibe todo como un don y deja que la luz pase por ti. Déjate atravesar por la Vida.

 

Déjate atravesar por la Vida”: acá se encierra, según mi parecer, mi experiencia y mi visión, el gran mensaje de hoy.

 

¿Cuándo somos verdaderamente “felices” y nos sentimos plenos y realizados?


 

sábado, 27 de septiembre de 2025

Lucas 16, 19-31


 

Esta parábola la encontramos solo en Lucas que, como sabemos, es el evangelista más sensible al tema de los pobres y la pobreza.

 

Es una parábola y por eso, como dijimos el domingo pasado comentando la del “administrador deshonesto” (16, 1-13), debemos dejarnos cuestionar e ir más allá del lenguaje metafórico.

 

El hombre rico no tiene nombre, lo cual indica, en la mentalidad bíblica, que “no existe”. El nombre da identidad y el rico anónimo, aislado en su mundo, en realidad no está viviendo: está muerto en vida.

 

¿Está actuando mal? ¿Está haciendo el mal?

 

El evangelio y Jesús, nos sorprenden: no. El hombre rico no está actuando en contra del pobre Lázaro: simple y terriblemente, no lo está viendo.

Acá se esconde el gran y fundamental mensaje de esta parábola y también de la parábola del “buen samaritano” (Lc 10, 25-37) y del “juicio universal” (Mt 25, 31-46): el pecado consiste en un no-ver que desemboca en la indiferencia. 

 

Por eso que la mística subraya constantemente la dimensión del ver y de la visión. Sin visión caemos en el solipsismo, el individualismo y el egoísmo. Sin visión, no hay tampoco comprensión. La comprensión brota del ver.

 

Surgen las inevitables preguntas:

 

¿Por qué el rico no ve a Lázaro?

¿Por qué no vemos al otro?

 

Las respuestas son múltiples y complejas, por eso el camino de autoconocimiento es fundamental.

 

Comparto algunas pistas.

 

Detrás de la negativa a ver, se ocultan mecanismos inconscientes de defensa: son nuestras heridas y nuestros miedos los que nos impiden ver. Abrirnos a “ver al otro y a su dolor” nos llevaría a reconocer nuestro propio dolor y a enfrentar nuestros miedos. Por eso, preferimos no ver.

También se puede esconder la comodidad individualista: ver la necesidad del otro me cuestiona y me invita a salir de mi zona de confort.

 

Esta falta de visión y esta indiferencia generan un abismo: es muy fuerte la referencia al abismo en nuestra parábola. Entre el rico y Lázaro hay un abismo, un abismo generado por la misma indiferencia y este abismo es proyectado en el “más allá”.

¡Cuántos abismos hay en nuestro mundo!

 

Es interesante notar como el rico, después de muerto, ve a Abraham y a Lázaro… regresa la visión, pero demasiado tarde. El rico desperdició su vida.

 

Sanar, por ende, es fundamental. Sanamos para ver, sanamos para crecer en el amor compasivo. Sanamos para ver que “el otro soy yo”. El camino de sanación es el camino de la visión, de una visión purificada, amplia, integradora y compasiva: la visión que capta lo Uno y la unidad.

 

Jesús insiste mucho en el tema de la visión y podemos leer así los seis milagros de curación de los ciegos evangélicos… Jesús nos quiere devolver la visión espiritual, su visión, la visión desde el Espíritu.

 

Seguimos descubriendo otro eje central de la parábola y de su mensaje.

 

El rico, en el lugar de los muertos, regresa a la visión, como vimos. Pero no solo: también se abre a la compasión y se preocupa por sus hermanos. Es paradójico: en el “lugar de los muertos” – el sheol bíblico, un estado de consciencia –, el rico empieza a vivir en serio. El lugar de los muertos es una metáfora del valor terapéutico y sanador de la muerte. En la vida experimentamos distintas muertes y cada muerte puede traernos un importante aprendizaje… en cada muerte podemos aprender a vivir mejor, a ver mejor – a crecer en consciencia – y podemos crecer en el amor. La muerte simbólica siempre nos muestra la verdad. Tengo la intuición que es lo que ocurrirá también con nuestra muerte física: veremos sin velos nuestra verdad, la verdad de lo que hicimos y nuestras cegueras… será la purificación instantánea que nos hará comprender que solo el amor es: “Ahora vemos como en un espejo, confusamente; después veremos cara a cara” (1 Cor 13, 12).

 

El texto nos regala una última y fundamental enseñanza: “Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos, tampoco se convencerán” (16, 31).

 

Los “milagros” y los acontecimientos extraordinarios nunca serán una prueba de la existencia de Dios o de las verdades espirituales. Buscar respuestas y pruebas en lo exterior, es un atajo inútil.

El evangelio lo muestra fehacientemente: más allá de los signos que Jesús hacía, de su fascinación, su fuerza y su carisma, pocos lo siguieron, pocos lo entendieron.

Tampoco los milagros son una prueba que una religión es más “verdadera” que otra: “milagros” hay por todas partes. Usar supuestos milagros como una herramienta apologética es caer en la superficialidad y manipular al Misterio.

 

Debemos volver a la experiencia y a la visión. La única “certeza” es la experiencia personal, abierta y humilde. El único camino es el camino del ver, de un crecimiento en consciencia, paciente y compasivo.

Como decía Albert Einstein: “Hay dos formas de ver la vida; una es como que si nada es un milagro, y la otra, como si todo lo es.”

 

Aparece el ver: “dos formas de ver la vida”. Aprender a ver es lo único que transforma.

sábado, 20 de septiembre de 2025

Lucas 16, 1-13


 



La parábola de hoy puede resultarnos sorprendente. Por eso es necesario reafirmar que una parábola no hay que interpretarla literalmente: es un género literario que se sirve esencialmente del recurso metafórico y simbólico. La parábola es un relato que intenta “despertar” al oyente y cuestionar su forma de ver la vida y sus actitudes.

Jesús es un maestro en el uso de las parábolas y sus enseñanzas pasan, con mucha frecuencia, por este recurso.

 

La parábola de hoy es especialmente cuestionadora, ya que parece que Jesús defienda la deshonestidad del administrador.

 

Tenemos dos claves de interpretación.

 

La primera nos viene de la sentencia de Jesús: “los hijos de este mundo son más astutos en su trato con lo demás que los hijos de la luz” (16, 8).

 

La podemos leer desde dos perspectivas que se complementan. Por un lado “los hijos de este mundo” representan a los que viven atrapados por el ego, la ambición, el poder y el dinero y los “hijos de la luz” representan a los que siguen las enseñanzas de Jesús y que viven desde la solidaridad y la entrega de la vida.

Por el otro podemos considerar que las dos tendencias nos habitan, como el trigo y la cizaña: a veces somos “hijos de este mundo” y otras, “hijos de la luz”.

En los dos casos Jesús nos advierte que “los hijos de este mundo” son más astutos.

 

¿Qué quiere decirnos?

 

Jesús nos invita a ser inteligentes. Podemos considerar la astucia evangélica como “inteligencia a servicio del amor y del bien.”

El amor o es inteligente o no es amor. Debemos salir urgentemente de una comprensión banal y superficial del amor. Amar y “ser bueno”, no van de la mano con ser sumisos o estúpidos. Este gran malentendido ha generado y genera mucho sufrimiento evitable.

Por eso el amor, en la tradición bíblica y en la espiritualidad, tiene siempre la otra cara: la sabiduría. Dicho con otra palabra: la verdad.

Por todo eso, amar no es fácil, porque requiere discernimiento, reflexión, búsqueda, estudio. Para amar y hacer el bien, no alcanza con decir siempre que “si” y no significa ceder constantemente o dejarse maltratar.

 

La astucia que usan “los hijos de este mundo” para obtener más dinero y más poder o la astucia que utiliza nuestro ego para sus fines, la deberíamos poner al servicio de la luz.

Estamos viendo en estas absurdas guerras un despliegue brutal de una tecnología impresionante: aviones, drones, inteligencia artificial… Si la humanidad pusiera estas capacidades y su inteligencia al servicio de la luz, en muy breve tiempo, resolveríamos gran parte de nuestros problemas sociales y de la pobreza.

Pero el ego…es muy inteligente…y muy estúpido. Esta simultaneidad es sorprendente y terrible a la vez.

Aprovecho para recordarles a los señores de la guerra, a los narcotraficantes y a los políticos corruptos… que les queda poco tiempo…también se van a morir… ¿y? No sean estúpidos…

Queda claro, entonces, que Jesús no alaba la deshonestidad del administrador, sino su inteligencia.

 

 

Seguimos con la segunda clave de interpretación.

La recogemos de esta otra sentencia: “No puede servir a Dios y al Dinero” (16, 13).

El texto griego dice literalmente: “No puede servir a Dios y a mamona.

“Mamona” es una transliteración del término arameo Mammoná en referencia a la diosa siria de la avaricia y de la codicia: por lo tanto, el dinero era personificado en un dios, el dios Mammón.

 

Seguimos así y en nuestro lenguaje a menudo decimos, despectivamente: “el dios dinero”.

El sentido de la sentencia de Jesús entonces, no es una condena del dinero en sí, de los bienes o de lo material. Es la condena de la idolatría: hacer del dinero el centro de la vida.

Jesús reivindica un único centro: su Dios, el Dios de la vida, el Dios de la luz, el Dios del amor.

 

Perder el Centro, es convertirnos en idolatras y, lo sabemos, es muy fácil de-scentrarse.

 

Jesús, como siempre, nos llama a la unificación. No podemos tener dos o varios dioses…tendríamos un corazón dividido y, un corazón dividido, no puede ser feliz.

 

En cambio, un corazón unificado, un corazón centrado, puede vivir y amar con total libertad y espontaneidad. Desde el Centro, desde lo Uno que somos, todo asume sentido, belleza, valor.

 

Viviremos en la luz, como hijos de la luz: en el amor y en la verdad. Sabiamente.