Los sacramentos son centrales en la vida de la iglesia y del
cristiano. Expresan la presencia de Dios, su amor que actúa y transforma. Pero están
en crisis los sacramentos, por lo menos en occidente y en cuanto a
participación: pocos los viven, menos los piden, menos todavía los disfrutan.
Hemos perdido su significado más profundo: el real contacto con la vida o,
dicho de otra manera, los sacramentos como “experiencia de Dios”.
Los sacramentos nacen de la vida, comunican vida y vuelven a la
vida. Los sacramentos en sentido estricto expresan lo único que hay: la Vida.
Hay que volver al único verdadero sacramento: la Vida. Vivimos,
todos viven: eso es lo innegable y común. Los siete sacramentos de la iglesia –
el numero siete es obviamente simbólico e indica la totalidad en la cual
podemos ver justamente la vida – solo tienen sentido si están arraigados a la
vida y comunican vida.
Todo esto tiene su razón de ser, existencial y teológicamente
también. Desde la manera de ver la vida y desde nuestra experiencia de lo que
llamamos “Dios” nacerá también una cierta visión de los sacramentos y desde ahí
la vivencia misma de lo sacramental.
Los sacramentos nacieron y se entendieron desde un paradigma y una
cosmovisión que ya no tiene cabida. La conciencia de la humanidad avanza hacia
la comprensión de la plenitud siempre presente y este crecimiento en conciencia
va cambiando los paradigmas mismos de comprensión y las relativas cosmovisiones.
Especialmente quedan afectadas las cosmovisiones religiosas: la divinidad y lo
divino siempre fueron centrales en la vivencia y las búsquedas de la humanidad.
Nos centramos en los sacramentos para intentar dar pistas nuevas
de compresión y de vivencia.
Desde una cosmovisión donde Dios era Alguien o Algo separado – un “Superente”
que no se sabía bien donde estaba – los sacramentos se veían como
intervenciones especiales de Dios desde afuera (¿de dónde?) para comunicarnos
su vida y su amor.
Esta cosmovisión ya pasó o está pasando, caducó o está caducando. Las nuevas generaciones no pueden entender y
vivir un Dios así y los que quedan atrapados en esta visión exterior y
mecanicista vivirán una religión esencialmente ritual, moralista, voluntarista
y deprimente en muchos casos (¡cuantas caras de cristianos tristes y
preocupadas!). Y serán anacrónicos, como las vestimentas de los cardenales
entrando al conclave…. y no solo… (¡perdón! Opinión personal).
La cosmovisión que está emergiendo y con ella una nueva visión de
Dios y de la fe se centra en lo siguiente: Dios no es Alguien separado, sino la
raíz misma de todo lo viviente y existente. No hay separación. En palabras de
San Agustín: “Señor Dios mío, tú eres interior a mi más honda
interioridad”. O sea: Dios es mí “mí
mismo”. Dios es la
“mismidad” de todo lo existente. En sentido estricto solo existe Dios que se
manifiesta y experimenta en todo lo que es y como es. Es el paradigma no dual o
místico en sus varios matices.
¿Cómo interpretar los sacramentos desde esta cosmovisión?
Los sacramentos no añaden nada, solo revelan lo que ya hay: Vida, Dios. El lenguaje se queda corto
frente al Misterio y a tanta Belleza. Si la plenitud de la vida ya está aquí y
ahora, ¿que podrían añadir los sacramentos? Si añaden algo lo añaden en cuanto
a nuestra comprensión, no ontológicamente. Revelan la vida que siempre estuvo
ahí, abren o pueden abrir los ojos a una Presencia que nunca estuvo ni puede
estar ausente. Funcionan como despertadores de conciencia. Como luz. Estoy
convencido que la clave está en comprender los sacramentos en clave de
revelación, no de añadido. Si añadieran algo significaría que algo faltaría. Si
algo falta, Dios falló y el mundo es un fracaso. Y se vuelve al viejo e
insoluble problema que enfrentan Dios y el mal/dolor: si Dios quiere y no puede es un Dios impotente (en definitiva no es Dios) y si Dios puede y no quiere es un Dios malo. En realidad el Misterio del mal y del dolor
se desarrollan adentro mismo de la divinidad, como todos los místicos siempre
afirmaron.
Entonces no falta nada. No falta nada porque solo la Vida es, solo Dios es. La experiencia muy humana y a veces trágica del limite, del mal
y del dolor es una experiencia psicológica, no ontológica. Silencio y quietud:
detente a mirar la perfección de una flor, así como es. Esto debería revelar lo sacramental. Desde el silencio mental
comprendemos que la vida es perfecta así como es.
La iglesia tiene en sus manos estas grandes herramientas de los
sacramentos para despertar a la humanidad. Hay que aprenderlas a usar en esta
nueva cosmovisión y comprensión.
¿Qué pistas podemos dar más concretamente?
Si nos detenemos con atención podemos ver que desde siempre los
sacramentos tuvieron una relación con la vida real de la humanidad: el bautismo
con el tema del nacer y el renacer, la Comunión Eucarística con el tema de la
comida y la amistad (alianza dicho
bíblicamente), la confirmación con el tema del compromiso y del trabajo, la
reconciliación con el tema de los sentimientos de culpas y los límites, el
matrimonio con el tema del amor y del proyecto de vida, el orden sagrado con el
tema de la mediación y la necesidad de lo divino, la unción de los enfermos con
el tema de la enfermedad y de la muerte.
Todos temas humanos, muy humanos. Temas vitales. Desde la vida y
para la vida.
A partir de la cosmovisión mítica y racional los sacramentos
fueron degenerando – con distintos matices – hacia lo mágico y lo puramente
ritual.
Desde ahí la famosa crisis entre fe y vida. La vida concreta iba
por su cauce y se vivían los sacramentos como algo puntal y añadido. En ámbito
cristiano bastaba con recibir los sacramentos para tranquilizar la conciencia y
seguir viviendo a propio antojo, a menudo una vida chata y sin sentido. O por
lo menos, sin la alegría desbordante que una real experiencia de lo divino
supone y permite.
Dios quedaba un Superente que poco tenía que ver con la vida
diaria. En caso de necesidad o en momentos especiales se recurría a los
sacramentos como a algo mágico que podía transformar la vida o, por lo menos,
recordarnos por un momento la presencia invisible de Dios. Paralelamente entró también
la mentalidad comercial que deformó completamente el mensaje evangélico: en la
práctica se vivían los sacramentos (y en muchos casos se siguen viviendo) como
medios para comprar la salvación o la benevolencia de Dios. O como analgésico
de la conciencia: más que despertarnos nos sumían a un sueño profundo.
Obviamente que una visión tan extrínseca y superficial de los
sacramentos tenía que entrar en crisis. Y entró: gracias a Dios.
En realidad no hay más sacramento que la vida y esta misma vida
expresándose en el aquí y ahora. Si comprendiéramos esto tendríamos las
herramientas para poner también los siete signos sacramentales a servicio de la
vida y para la vida, a servicio de la alegría y para la alegría. El único
sacramento – la vida – manifestándose de distintas formas en los siete
sacramentos. Como la luz blanca – solo existe ella – manifestándose en los
siete colores.
La palabra misma “sacramento” significa “signo concreto y eficaz
de la gracia”. ¿Qué signo más eficaz que la vida? ¿Dónde podemos encontrar a
Dios si no en nuestra vida concreta, aquí y ahora?
Dios pasa por la vida simple y solamente por el hecho – asombroso
cuanto maravilloso – que Dios es La Vida.
Todo cuanto vivimos, sentimos, experimentamos… es Dios. No hay y
no existe un Dios en otro lado. Mi propia experiencia es experiencia de Dios y
la experiencia de Dios es mi propia experiencia; Maestro Echkart lo decía de
esta manera: “El fondo de Dios y mi
propio fondo es el mismo fondo”. Todo esto, entre otras cosas, nos dice el
Misterio central de la fe cristiana: la encarnación de Jesucristo.
Esta fue y es la visión de los místicos de todos los tiempos y
todas las tradiciones, con matices distintos.
Es a partir de esta visión que los siete signos sacramentales
pueden ser reinterpretados para que realmente aporten luz y revelen una
Presencia que ya está.
La vida ocurre más allá del pensamiento, más allá de nuestros deseos
o necesidades. La vita es pura gratuidad que se escapa a nuestro afán
compulsivo de control.
Los sacramentos tienen que insertarse dentro del dinamismo y la
gratuidad de la vida. Ellos expresan y manifiestan la Presencia invisible.
Cuando la mente calla y con ella nuestro ego y nuestras opiniones, la vida
emerge, la Presencia emerge.
Vivir los sacramentos desde el silencio puede ser una clave. El
silencio abre la puerta de una comprensión más profunda, vivencial, auténtica.
Si todo ya está, si la salvación ya está: ¿Qué tenemos que pedir o lograr? Los
sacramentos tendrían que expresar que todo es un regalo. Regalo continuamente
presente y ofrecido.
Desde ahí sería aconsejable quitar todas las leyes y reglas que,
de cierta manera, imponen o obligan a los sacramentos, en primis, el precepto dominical. Tendríamos que estar más atentos
a los signos de los tiempos: ¿quién hace caso al precepto? Y los pocos que
participan a la Misa dominical por cumplir meramente con el precepto sería muy
aconsejable que dejaran de asistir. Sería como hacer el amor con la propia
pareja por cumplir con el estado matrimonial o amar a los hijos simplemente por
cumplir con el rol de madre o padre: bastante horrible.
Otra importante tarea es la desestructuración de los sacramentos:
parecería que para ganarse la gracia de Dios hay que cumplir con todas una
serie de palabras y gestos. Si nos salimos del ritual y las fórmulas… adiós
gracia de Dios. Parecería que la gracia de Dios dependiera de nuestros
rituales: ¿y los demás? ¿Los que no participan de nuestros ritos? ¿Los de otras
religiones?
En esta nueva comprensión hay que abrir, no cerrar. Hay que dar
respiro. Hay que buscar la raíz de las cosas, el lugar donde la humanidad se
encuentra: lo común, lo universal, lo eterno.
¿Cuáles los elementos comunes de la humano y la humanidad?
Los podemos resumir en 4 elementos: vida, muerte, dolor, amor. Más
allá que son explicados de diferentes maneras según las culturas y las
cosmovisiones, son los elementos que nos unen como humanidad. Todos vivimos,
todos morimos (aunque sea sólo una experiencia psicológica), todos sufrimos y
todos amamos y buscamos al amor.
Es a partir de estos 4 elementos comunes que hay que reinterpretar
los sacramentos de la iglesia.
Todo esto no significa que no debamos buscar criterios comunes y
conservar nuestra identidad cristiana. Los sacramentos revelan la gracia y la
vida del Cristo ciertamente. Pero un Cristo total, cósmico, donde el Universo
reside y se expresa.
En realidad, lo reiteramos, la gracia de Dios en Cristo es lo
único que hay y no tenemos que hacer nada para ganarla. Simplemente la podemos
descubrir. Podemos aprender a ver mejor y estamos llamados a eso.
Me parece necesario y urgente abrir los rituales a la sensibilidad
de quien administra los sacramentos y adaptar más y más el lenguaje y los
gestos a las culturas y los tiempos.
Acercarnos a la gente ahí donde vive, muere, sufre y ama. Ofrecer
la revelación que los sacramentos brindan, la luz que aportan para la
comprensión de su vida concreta, real, cotidiana.
Acercarnos con más espontaneidad, empatía, escucha. No ofrecer
rituales preestablecidos y muchas veces pensados en cómodos despachos.
La fe de la iglesia hunde sus raíces en la vida. Antes que nada es
Buena Noticia, no rito. Amor, no ley. Todavía no lo hemos comprendido.
La fe de la iglesia es una luz continuamente ofrecida para que nos
podamos dar cuenta de que en el fondo no nos falta nada. La luz para ver una
plenitud siempre presente y desbordante aún en medio de las fatigas y el dolor.
Una luz que quiere manifestarse justamente a través de los límites de la
condición humana.
La Vida: único sacramento que por exceso de significado se expresa
y revela en los siete sacramentos de la iglesia.
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