“Jesús
se retiró a una montaña para orar, y pasó toda la noche en oración con Dios”
(6, 12): arranca así el texto evangélico de este domingo.
Sin duda Lucas nos comparte una actitud
normal de Jesús. No estamos acostumbrados a ver a Jesús de esta manera: un
maestro de contemplación. Toda la noche en soledad y silencio.
Tendríamos que rever y reconsiderar la
imagen de Jesús que nos han enseñado y nos hemos construido.
Jesús vive de la contemplación y se
nutre del silencio: ahí se encuentra
y ahí encuentra a Dios. Ahí descubre
el Amor y la fuerza de su anuncio, su palabra, su misión. Ahí el secreto de su
vida, la fuente de su existencia.
¿Cuánto
espacio damos a la contemplación y al silencio en nuestra cotidianidad?
De la calidad de este tiempo depende la
calidad de nuestro existir, nuestra entrega, nuestro amor.
Lucas también relaciona el llamado de
los apóstoles a este momento de oración y de calma. Qué importante es calmarnos
y conectarnos con Dios especialmente antes de decisiones importantes.
Sin duda es un criterio que puede
transformar nuestras vidas.
Entramos en las bienaventuranzas (6,
20-26).
Encontramos el texto paralelo – más
conocido y más usado – en Mateo 5, 1-2.
Hay unas diferencias que muestran el
sentir y la originalidad de cada evangelista.
En Mateo las bienaventuranzas son
actitudes, en Lucas situaciones concretas. En Mateo, Jesús se dirige a la
multitud, en Lucas a los discípulos. Por último en Mateo hay solo
“bienaventuranzas”, mientras Lucas termina con “malaventuranzas”: los “ay de ustedes” (6, 24-26).
Las bienaventuranzas nos recuerdan y nos
conectan con el anhelo esencial del corazón humano: la felicidad. Deseamos ser
felices, cada ser humano desea ser feliz. Es el anhelo de plenitud de vida
escrito a fuego en cada latido de cada corazón.
Los cristianos olvidamos a menudo que el
Evangelio es un llamado a ser felices. El evangelio es, antes que nada y por
sobre todas las cosas, “buena noticia”.
Lo que ocurre en general y lo que nos
ocurre a los cristianos también es que confundimos este anhelo de plenitud y lo
disfrazamos, acomodándonos a las modas y las tendencias generales. Confundimos
“felicidad” con “bienestar”.
Esto ocurre especialmente en los países
ricos: se corre atrás de la gran mentira que confunde la felicidad con el
tener, el dinero, el éxito, la aprobación social.
Por eso hay poca gente verdaderamente
feliz.
Como afirma José Antonio Pagola: “Hay poca gente feliz. Hemos aprendido muchas
cosas, pero no sabemos ser felices. Necesitamos de tantas cosas que somos unos
pobres necesitados. Para lograr nuestro bienestar somos capaces de mentir,
defraudar, traicionarnos a nosotros mismos y destruirnos unos a otros. Y así no
se puede ser feliz.”
Jesús con sus bienaventuranzas y sus
malaventuranzas nos dice y nos hace la verdad. Lo puede hacer porque vio la
verdad, tuvo experiencia del Amor, fue a lo profundo de su ser. Lo que
necesitamos hacer nosotros también.
Con las bienaventuranzas nos recuerda
algo que sabemos bien cuando somos honestos con nosotros mismos y reconocemos
el anhelo del corazón: la felicidad pasa por el amor concreto, por el dar y
recibir, por el compartir fraterno, por la amistad y la solidaridad, por la
preocupación por el hermano que sufre.
En los momentos de intimidad y lucidez
lo sabemos: solo el amor es real, solo en el amor somos felices.
Porque el amor es lo que somos y la
esencia de todo lo que es.
Por eso es tan importante – diría que es
lo único verdaderamente esencial – darse el tiempo y las herramientas para
conectar con nuestro ser auténtico.
Nos es fácil y lo sabemos. Lo
superficial y el bienestar nos atrapan. Por eso Jesús nos advierte con fuerza
con los cuatro “ay” de nuestro texto.
Los cuatro “ay de ustedes” no son una condena de los bienes y las posesiones en
cuanto tales. Los bienes no son malos: malo es el uso que hacemos con ellos.
Jesús advierte que las posesiones son
negativas en cuanto nos impiden conectar con el amor que somos y con las
necesidades de los demás. Las posesiones son negativas cuando se convierten en
un fin en si mismas y nos dan una sensación falsa de satisfacción.
Los bienes, el éxito, el dinero se
convierten en malditos cuando
destruyen el anhelo infinito de nuestro corazón.
Son benditos
cuando nos ayudan a descubrir nuestra esencia y, por obvia consecuencias, los
compartimos.
No necesitamos mucho para ser felices.
Recordamos las palabras de Francisco de Asís: “Yo necesito pocas cosas, y las pocas que necesito, la necesito poco.”
Entonces todo se vuelve brillante y la
felicidad se asoma solita. Como la mariposa que, perseguida, se nos escapa y en
la quietud se posa serena.
Disfrutaremos así de esa misma plenitud
en lo cotidiano y pequeño: una charla compartida, una cena entre amigos, una
mano tendida, una escucha atenta, el jugar con los niños, le belleza de una
flor, el canto de los pájaros, una sonrisa recibida, una ambiente armonioso y
ordenado, el dolor acompañado, la fraternidad vivida, una caricia regalada, la
entrega cotidiana y sencilla.
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