Esta hermosa y profunda parábola es
exclusiva de Lucas.
Al comenzar nuestra reflexión me parece
necesario subrayar la dimensión de critica a la religión que se desprende
diáfana de nuestro texto.
Es una de las facetas recurrentes de
Jesús. Faceta que nos empeñamos en ocultar u olvidar: es más cómodo,
tranquiliza nuestras conciencias y nos deja instalados en el poder.
Jesús fue un critico de la religión
establecida y de las instituciones religiosas, sin por eso, dejando de ser
parte de las mismas e intentando transformarlas desde dentro.
El cristianismo y la iglesia
institucional – a menudo
inconscientemente – tienden a olvidar esta dimensión y pueden caer (¡y caen)
en las mismas falacias que Jesús criticaba a los fariseos.
Es el gran peligro de las religiones
institucionalizadas: aferrarse al poder (con la escusa de que viene de Dios), caer
en la hipocresía, juzgar a los demás.
La advertencia de Jesús en esta tremenda
parábola es tajante: el cristianismo puede desviarse y pervertirse en las mismas
actitudes del fariseo de la parábola.
La razón es bastante simple.
Demos entonces el segundo paso en
nuestra reflexión.
El fariseo y el publicano de la parábola
conviven en cada uno de nosotros. Son dos dimensiones del corazón humano.
Desconocerlas y no aceptarlas nos llevan por un camino ancho y derecho a la
hipocresía y al juicio.
La actitud soberbia e hipócrita del
fariseo nos introduce a una de las claves del crecimiento espiritual: la sombra.
¿Qué
es la sombra?
Este fenómeno psíquico – ampliamente
aceptado por la comunidad científica y las tradiciones espirituales – afirma que
en el ser humano hay zonas de sombras que viven en el inconsciente. Cuando
estas zonas oscuras no son reconocidas ni aceptadas ocurre el fenómeno de la
proyección. Proyectamos afuera –
sobre personas o situaciones – lo que no reconocemos como nuestro.
Ahí empieza el camino de la hipocresía y
del juicio.
El fariseo que se justifica a sí mismo
por no ser “ladrón, injusto e adultero”
en realidad esta proyectando afuera su oscuridad no reconocida. En realidad su
inconsciente le está susurrando que le gustaría ser también “ladrón, injusto e adultero”.
Acontece entonces la hipocresía,
ocultando estos deseos no reconocidos bajo unas practicas religiosas: “Ayuno dos veces por semana y pago la décima
parte de todas mis entradas” (18, 12).
Hay que estar sumamente atentos y
lucidos. En general, todo lo que nos molesta fuertemente en los demás o en las
situaciones dice algo de nuestra sombra no vista, no reconocida, no aceptada.
Por eso el silencio es fundamental: nos
permite crecer en lucidez y autoconocimiento. Los momentos de silencio interior
permiten a la sombra asomar y revelarse y nos regalan la serenidad para
aceptarla, asumirla, transformarla.
La actitud del publicano también vive en
cada uno. Es la actitud sana de la humildad. La humildad como reconocimiento de
la propia verdad. Y la verdad nos hará libres (Jn 8, 32). Solo la verdad nos
libera y nos hace completos.
“Humildad” viene de “humus”, tierra.
Humildad es pisar la tierra, reconocer donde pisamos, reconocer lo que somos en
su integralidad.
No sirve de nada negar nuestra sombra,
nuestros deseos ocultos, nuestras heridas. Lo que nos libera y nos conduce a la
paz es el reconocimiento agradecido de todo nuestro ser.
Descubriremos que no hay nada malo en
nosotros en el fondo. Descubriremos que hasta las sombras más terroríficas son
nuestras aliadas en el crecimiento. La sombra nos muestra el camino de
integración. No hay sombra sin luz.
Es, tal vez, el Misterio más asombroso
de la Vida. El Misterio que cantan los poetas y los místicos de todos los
tiempos: lo que juzgamos como oscuridad y negatividad puede ser fuente de una
gran luz. El dolor y el mal pueden ser la mayor bendición. Para los cristianos
la cruz de Cristo queda como el icono supremo de este Misterio.
Maestro Eckhart se atrevió a expresarlo
así: “Asimismo, en toda obra, incluso
mala – y digo mala sea en orden al castigo, sea en orden a la culpa – la gloria
de Dios se hace manifiesta y resplandece por igual.”
El cantante italiano Fabrizio de André
lo plasmó en una de sus más famosas canciones, “Via del campo”: “de los diamantes no nace nada, del estiércol
nacen las flores”.
Este Misterio no puede ser captado por
la mente racional, sino solo por el silencio contemplativo y la apertura del
corazón.
El reconocimiento sincero y autentico de
todo nuestro ser nos llevará entonces a las actitudes evangélicas más genuinas:
la compasión, el perdón, la paz, la solidaridad.
Nos llevará a salir de una “religión”
del merito y de la recompensa, actitudes típicas del ego religioso.
La lucidez y la aceptación amorosa y
paciente de todo nuestro ser nos conducirá a una profunda autenticidad y a una
denuncia humilde del peligro hipócrita de lo religioso.
Seremos como Jesús, Uno con él y desde
él: profundamente y radicalmente humildes y, a la vez, firmes y valientes.
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