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viernes, 25 de octubre de 2019

Lucas 18, 9-14



Esta hermosa y profunda parábola es exclusiva de Lucas.
Al comenzar nuestra reflexión me parece necesario subrayar la dimensión de critica a la religión que se desprende diáfana de nuestro texto.
Es una de las facetas recurrentes de Jesús. Faceta que nos empeñamos en ocultar u olvidar: es más cómodo, tranquiliza nuestras conciencias y nos deja instalados en el poder.
Jesús fue un critico de la religión establecida y de las instituciones religiosas, sin por eso, dejando de ser parte de las mismas e intentando transformarlas desde dentro.
El cristianismo y la iglesia institucional – a menudo inconscientemente – tienden a olvidar esta dimensión y pueden caer (¡y caen) en las mismas falacias que Jesús criticaba a los fariseos.
Es el gran peligro de las religiones institucionalizadas: aferrarse al poder (con la escusa de que viene de Dios), caer en la hipocresía, juzgar a los demás.
La advertencia de Jesús en esta tremenda parábola es tajante: el cristianismo puede desviarse y pervertirse en las mismas actitudes del fariseo de la parábola.
La razón es bastante simple.
Demos entonces el segundo paso en nuestra reflexión.
El fariseo y el publicano de la parábola conviven en cada uno de nosotros. Son dos dimensiones del corazón humano. Desconocerlas y no aceptarlas nos llevan por un camino ancho y derecho a la hipocresía y al juicio.
La actitud soberbia e hipócrita del fariseo nos introduce a una de las claves del crecimiento espiritual: la sombra.
¿Qué es la sombra?
Este fenómeno psíquico – ampliamente aceptado por la comunidad científica y las tradiciones espirituales – afirma que en el ser humano hay zonas de sombras que viven en el inconsciente. Cuando estas zonas oscuras no son reconocidas ni aceptadas ocurre el fenómeno de la proyección. Proyectamos afuera – sobre personas o situaciones – lo que no reconocemos como nuestro.
Ahí empieza el camino de la hipocresía y del juicio.
El fariseo que se justifica a sí mismo por no ser “ladrón, injusto e adultero” en realidad esta proyectando afuera su oscuridad no reconocida. En realidad su inconsciente le está susurrando que le gustaría ser también “ladrón, injusto e adultero”.
Acontece entonces la hipocresía, ocultando estos deseos no reconocidos bajo unas practicas religiosas: “Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas” (18, 12).
Hay que estar sumamente atentos y lucidos. En general, todo lo que nos molesta fuertemente en los demás o en las situaciones dice algo de nuestra sombra no vista, no reconocida, no aceptada.
Por eso el silencio es fundamental: nos permite crecer en lucidez y autoconocimiento. Los momentos de silencio interior permiten a la sombra asomar y revelarse y nos regalan la serenidad para aceptarla, asumirla, transformarla.

La actitud del publicano también vive en cada uno. Es la actitud sana de la humildad. La humildad como reconocimiento de la propia verdad. Y la verdad nos hará libres (Jn 8, 32). Solo la verdad nos libera y nos hace completos.
“Humildad” viene de “humus”, tierra. Humildad es pisar la tierra, reconocer donde pisamos, reconocer lo que somos en su integralidad.
No sirve de nada negar nuestra sombra, nuestros deseos ocultos, nuestras heridas. Lo que nos libera y nos conduce a la paz es el reconocimiento agradecido de todo nuestro ser.
Descubriremos que no hay nada malo en nosotros en el fondo. Descubriremos que hasta las sombras más terroríficas son nuestras aliadas en el crecimiento. La sombra nos muestra el camino de integración. No hay sombra sin luz.
Es, tal vez, el Misterio más asombroso de la Vida. El Misterio que cantan los poetas y los místicos de todos los tiempos: lo que juzgamos como oscuridad y negatividad puede ser fuente de una gran luz. El dolor y el mal pueden ser la mayor bendición. Para los cristianos la cruz de Cristo queda como el icono supremo de este Misterio.
Maestro Eckhart se atrevió a expresarlo así: “Asimismo, en toda obra, incluso mala – y digo mala sea en orden al castigo, sea en orden a la culpa – la gloria de Dios se hace manifiesta y resplandece por igual.
El cantante italiano Fabrizio de André lo plasmó en una de sus más famosas canciones, “Via del campo”: “de los diamantes no nace nada, del estiércol nacen las flores”.
Este Misterio no puede ser captado por la mente racional, sino solo por el silencio contemplativo y la apertura del corazón.

El reconocimiento sincero y autentico de todo nuestro ser nos llevará entonces a las actitudes evangélicas más genuinas: la compasión, el perdón, la paz, la solidaridad.
Nos llevará a salir de una “religión” del merito y de la recompensa, actitudes típicas del ego religioso.
La lucidez y la aceptación amorosa y paciente de todo nuestro ser nos conducirá a una profunda autenticidad y a una denuncia humilde del peligro hipócrita de lo religioso.
Seremos como Jesús, Uno con él y desde él: profundamente y radicalmente humildes y, a la vez, firmes y valientes.


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