Se nos presenta hoy un texto duro y que insiste en la
paradoja evangélica.
Podemos suponer con suficiente certeza que las fuertes
palabras que Jesús dirige a Pedro, salieron de la misma boca del Maestro: “¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Tú eres
para mí un obstáculo, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de
los hombres” (16, 23).
Mateo no se hubiera atrevido a transmitirnos palabras tan
duras si no hubieran sido realmente pronunciadas por Jesús.
Son palabras tajantes que nos pueden sorprender, porque
rompen la imagen evangélica de Jesús a la cual estamos más acostumbrados: un
Jesús sereno, pacifico, atento, paciente.
¿Por qué Jesús
reacciona tan duramente, casi violentamente?
Jesús, con toda probabilidad, percibe las palabras de
Pedro como una amenaza a su fidelidad al Padre y a su misión.
Jesús se ha descubierto a sí mismo, a descubierto su
misión y quiere ser fiel. Jesús percibe la voluntad del Padre no como algo
externo o impuesto, sino como la voz de la conciencia, lo mejor de sí mismo, su
don único y original. Sabe que la plenitud de la vida y la fecundidad de su
misión dependen de ser fiel a esta voz y a su propia esencia.
Por eso su respuesta a Pedro fue tajante: ¡no me apartes
de mi verdad! ¡No me distraigas!
Cuando está en juego la fidelidad a la propia verdad hay
situaciones que exigen firmeza.
Tal vez en este sentido, hay que leer estas misteriosas
palabras de Jesús: “el reino de los cielos sufre violencia, y los violentos lo
arrebatan” (Mt 11, 12).
Quiero recordar y subrayar que la voz de la conciencia
tiene absoluta prioridad sobre otras voces.
El Santo Cardenal John Henry Newmann (1801 – 1890)
hablaba de la conciencia como “el primero
de todos los vicarios de Cristo” y esa misma cita la encontramos también en
el catecismo de la iglesia católica al numero 1778.
Nos acostumbraron y nos hemos acostumbrado a no escuchar
esta voz esencial, a obedecer con superficialidad y exterioridad y a seguir
ciegamente los rebaños.
Sin duda esta es una opción más cómoda: esta “obediencia
exterior” nos facilita la vida, las decisiones y nos da la oportunidad de
descargar la responsabilidad sobre los demás, en general sobre la autoridad.
La primera y verdadera obediencia es la obediencia a
nuestra propia verdad, a nuestra esencia, a ese lugar donde nos experimentamos
uno con Dios.
La experiencia mística cristiana sugiere desde siempre
que no existen “dos voluntades”: la de Dios y la nuestra. Desde la profunda
unidad – la experiencia no dual – podemos percibir también una sola voluntad,
divino-humana.
La metáfora y la comparación con la luz puede ayudarnos a
comprender.
“Tu luz, Señor, nos hace ver la luz”, afirma el Salmo 35.
No vemos la pura luz, vemos las cosas iluminadas. Una
sola y única luz, múltiples objetos iluminados.
Cuanto más nos acercamos a nuestra verdadera identidad y
a nuestra esencia, más viviremos de acuerdo con esta voluntad y más se
manifestará en nuestra estructura psicofísica.
En este sentido, “hacer la Voluntad de Dios” corresponde,
ni más ni menos, en ser fiel a uno mismo.
Ser fiel a uno mismo no es – conviene aclararlo – ser
fiel a los propios caprichos, a las propias ideas u opiniones.
No existe este tipo de fidelidad, justamente porque el
objeto de esta fidelidad es algo ilusorio: el “yo”.
La fidelidad es a nuestra propia esencia, a nuestro ser,
más allá y más acá del yo…
Eso vivió Jesús.
Esa fidelidad lo llevó a la entrega constante de la vida,
hecha con serenidad y alegría.
La paradoja central evangélica es justamente esa.
“El que quiera
salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida a causa de mí, la
encontrará” (16, 25).
En la expresión de Jesús, “querer salvar la vida” es
intentar vivir desde el ego, las ideas, las opiniones. Querer vivir aferrados
al sentido ilusorio de identidad que nos proporciona el ego y que se mueve en
la doble dirección del “apego” y la “aversión”.
“Perder la vida” en cambio es vivir desde la entrega
amorosa que justamente arranca desde el descubrimiento del Amor que nos
constituye y nos hace ser y de la fidelidad a ese mismo Amor.
“Perder la vida” se convierte entonces en un fluir
amoroso con la Vida y desde la Vida.
Ya no hay “apego” ni “aversión”, sino solo entrega
apasionada, serena y libre.
Somos fieles al Amor que somos y, siendo fieles al Amor,
somos fieles a la expresión única y original del Amor que se revela en nuestra
estructura psicofísica.
Somos “la Voluntad de Dios”: somos un inconfundible rayo
de la misma y única Luz.
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