En este segundo domingo de Pascua se nos presenta un texto muy conocido y muy enriquecedor.
Es un texto catequético, donde el evangelista intenta compartir la experiencia del Resucitado.
En los relatos de las apariciones de los cuatro evangelios encontramos discordancias irreconciliables, porque justamente no quieren ser – y no son –relatos históricos-biográficos, sino catequesis y anuncio.
Si los leemos desde esta perspectiva y soltamos la necesidad compulsiva de una seguridad histórica o literal, se nos abrirá una estupenda e insospechada profundidad.
La gran pregunta que está en el fondo de nuestro texto, y que sin duda Juan se hizo, podría ser la siguiente:
¿Cómo transmitir, como comunicar, la experiencia de la resurrección?
Es lo mismo que nos ocurre cuando vivimos o somos testigos de experiencias espirituales intimas o muy fuertes… no hay palabras, nos resulta difícil compartir lo vivido.
La experiencia intima y profunda del Misterio divino es casi incomunicable.
Juan – muy inteligentemente – intenta compartir su experiencia a través de las emociones.
¿Cuáles son las emociones que reflejan el encuentro con el Resucitado?
Alegría y paz. El texto es diáfano en este sentido.
Tenemos así dos pistas claras para identificar la autenticidad de nuestra fe y de nuestro encuentro con la resurrección: alegría y paz.
Alegría y paz son el tema musical de fondo de la existencia de quien vive desde la resurrección… obvio que aparecerán otras emociones y sentimientos – según los tiempos y los momentos – pero se insertarán en el océano estable de nuestra paz y alegría.
Dios es alegría. Dios es paz. La resurrección revela y expresa la explosión de la Vida de Dios, como una primavera de luces, sonidos, colores.
La resurrección nos inserta en esta Vida y nos revela que desde siempre vivimos en esta Vida. No puede ser de otra manera.
La experiencia de Tomás nos sugiere algo más. Algo fundamental.
Tomás no cree por oídas. Duda. Quiere tener una experiencia directa.
“Dudas” y “experiencia directa”: elementos esenciales.
Sobre las dudas afirma bellamente José Antonio Pagola:
“No hemos de asustarnos al sentir que brotan en nosotros dudas e interrogantes. Las dudas, vividas de manera sana, nos rescatan de una fe superficial que se contenta con repetir formulas, sin crecer en confianza y amor. Las dudas nos estimulan a ir hasta el final en nuestra confianza en el Misterio de Dios encarnado en Jesús.”
El zen trabaja mucho el tema de las dudas y nos invita a atravesar la “Gran duda”. Asumir y atravesar pequeñas dudas nos llevan a pequeñas iluminaciones; asumir y atravesar la “Gran duda” nos lleva a una Gran iluminación.
Por otro lado el buen Tomás nos revela algo esencial: la experiencia directa.
Llega un punto donde – en el camino espiritual – la experiencia directa e inmediata (sin mediaciones) del Misterio es fundamental, sino nuestra fe seguirá siendo infantil, devocional, exterior y, a menudo, hipócrita.
Estamos acostumbrados - ¡nos educaron así! – a vivir de mediaciones. Nadie nos enseñó a conectarnos directamente con el Misterio. Por eso nuestra fe es, en muchos casos, superficial y tradicional. “Creemos” porque nos dijeron que había que creer. “Creemos” lo que nos dijeron que había que creer.
Esta “fe” – en realidad creencias – se está agotando y no hay vuelta atrás.
Estamos llamados a experimentar a Dios directamente. Por eso la experiencia de Tomás es central. Tomás, el que dudada, Tomás el incrédulo, al final se convirtió en un ejemplo de confianza y su testimonio de fe es uno de los más hermosos de todo el evangelio: “Señor mío y Dios mío” (20, 28).
Somos únicos y cada cual está llamado a entrar en una relación directa con el Misterio divino. Ninguna autoridad y ninguna institución pueden arrogarse la exclusividad del acceso al Misterio e impedir que el ser humano se relacione directamente con Dios.
Jesús nos abrió la puerta, nos indicó el camino.
Como excelente maestro, Jesús desaparece. Porque el maestro simplemente acompaña hasta el umbral… el discípulo tiene que entrar.
Por eso Jesús regala el Espíritu o, mejor dicho, nos revela su Presencia intima y constante.
El Espíritu nos sostiene desde dentro. El Espíritu es la Vida de nuestra vida, es nuestra esencia y nuestra indestructible conexión con Dios.
Vivirnos desde el Espíritu es vivir desde la resurrección y en la resurrección.
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