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sábado, 28 de septiembre de 2024

Marcos 9, 38-48


 

¡No es de los nuestros!”: el discípulo Juan que, unos pocos versículos antes, se nos relata que había asistido a la transfiguración de Jesús en el monte, sale con esta sorprendente expresión.

 

Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu Nombre, y tratamos de impedírselo porque no es de los nuestros” (9, 38).

 

Otra vez el evangelista nos quiere mostrar la falta de comprensión de los discípulos: la misma experiencia mística de la transfiguración no logra transformar la mentalidad y las creencias de sus seguidores. Esta acotación de Marcos es, obviamente, una advertencia para nosotros.

 

Las experiencias espirituales, los momentos fuertes de oración y de comunión con Dios, “tienen que aterrizar”, como bien Jesús recordó después de la transfiguración: hay que bajar del monte. (9, 9).

 

“Nuestras transfiguraciones” tienen que empapar nuestra mente y nuestro corazón, nuestras actitudes y estilo de vida. Son procesos lentos y de mucha paciencia. Procesos que necesitan apertura, compromiso, discernimiento, sinceridad y autenticidad.

 

Podemos sin duda suponer que fue el entusiasmo de Juan, lo que lo llevó a ser crítico con este hombre anónimo que expulsaba a los demonios, pero no era parte del grupo de los discípulos. El entusiasmo, por cuanto bueno y necesario, también nos puede llevar por mal camino.

 

El ser humano tiende al sectarismo y a la intolerancia… y el tiempo actual nos lo muestra y demuestra, fehacientemente.

 

¿Por qué? Cuestionémonos con sinceridad.

 

Sectarismo e intolerancia son, esencialmente, un mecanismo de defensa que tenemos incorporado y arraigado; lo distinto nos asusta, nos cuestiona y nos hace retroceder. Lo que no entra en nuestras creencias lo descartamos como invalido. El ser humano necesita seguridad y por sentirse seguro está dispuesto a todo o casi todo.

Afirma con increíble acierto y lucidez, el físico nuclear ruso Andréi Sájarov, premio nobel por la paz en 1975: “la intolerancia es la angustia de no tener razón.

 

El camino espiritual es el camino de la apertura, de ir integrando lo distinto. Es el camino de la unidad que incorpora la dualidad y el camino para enfrentar la angustia y volvernos tolerantes.

 

Jesús es contundente: “No se lo impidan, porque nadie puede hacer un milagro en mi Nombre y luego hablar mal de mí. Y el que no está contra nosotros, está con nosotros” (9, 39-40).

 

Jesús hace hincapié en la vida, no en creencias y doctrinas. Jesús capta el mensaje esencial que se oculta en las creencias y las doctrinas y se centra en él. ¡Cuánto tenemos que aprender!

 

El hombre que expulsa demonios no tiene nombre: extraordinario símbolo del amor anónimo, del amor que va más allá de cualquier tipo de pertenencia, de culturas, de épocas, de religiones. El hombre anónimo es humano y esto, es más que suficiente.

 

Jesús y Marcos nos están diciendo: cualquiera que hace el bien, cualquiera que trabaja para la dignidad del ser humano… ¡es de los nuestros!

 

En el mundo bíblico “expulsar demonios” significa justamente esto: devolver la persona a su plena dignidad, liberar a la persona de cada esclavitud, liberarla para el amor.

 

Jesús hace esto y cada persona que haga esto, aunque no se defina como cristiano, aunque no se sienta parte de la iglesia y de ninguna religión, está actuando como Jesús, desde Jesús y vive de su mismo Espíritu.

 

¿Qué problema hay entonces?

 

Salir de la dicotomía y del enfrentamiento, es fundamental.

Salir del “nosotros” y “ellos”.

Salir de los que están “adentro” de la iglesia y los que están “afuera”.

Salir de “mi partido” y “tu partido”, “mi grupo” y “tu grupo”.

 

Este proceso no anula las diferencias – como alguien podría pensar tal vez – sino que la enmarca en un contexto más amplio y vital: la esencia, el Espíritu, el Misterio.

 

El ser humano es constitutivamente lo mismo y busca lo mismo: una vida plena, ser feliz, amar y ser amado y que el amor sea eterno y esto va más allá de los tiempos, las culturas, las religiones.

 

¿Por qué no respetar cada búsqueda?

¿Por qué no unirnos a toda búsqueda sincera de bien?

¿Por qué no avalar y aplaudir todo intento de humanizar el mundo?

 

A veces es también urgente y necesaria una crítica y una denuncia de los caminos que van en contra de la dignidad del ser humano; son los caminos, justamente, que nos deshumanizan: violencia, guerras, injusticia, opresión, pobreza. Pero esta misma crítica y denuncia las podemos hacer de dos maneras: o creyéndonos los justos y sin mancha – “ellos” los malos y “nosotros” los buenos – o desde la percepción de la unidad y de lo Uno. Estamos en el mismo barco, somos la misma humanidad.

 

Desde la percepción de la unidad, la denuncia y la crítica se hacen sin odio, sin crispación y siempre son constructivas. Pasaremos por momentos duros y de incomprensión, tal vez. Pero es el único camino, es el camino del amor y de la paz. Fue el camino de Jesús y de muchos. Es el camino del Espíritu.

lunes, 23 de septiembre de 2024

Ser puente



 

Cada día más, me siento puente. Cada hora, cada minuto más.

Siento con suficiente claridad que el Espíritu me llama a ser puente.

Ser puente: mi vocación y mi misión.

Un puente es, por qué no-es.

Para ser, hay que no-ser,

porque el Amor es el Misterio del darse de Dios:

Vacío que se llena, dándose.

La función del puente es unir y desaparecer.

Quiero ser puente entre los mundos.

Puente entre el espacio y el tiempo.

Puente en el espacio y puente en el tiempo.

Quiero ser puente entre las culturas.

Puente en la iglesia, en su extraordinaria y compleja diversidad.

Puente entre carismas, dolores y alegría.

Quiero ser puente entre las religiones y siempre buscar lo Uno.

Puente que busca lo Uno, porque ya lo encontró,

puente que busca lo Uno, desde lo Uno y hacia lo Uno.

Ser puente entre los que afirman la existencia de Dios y los que la niegan.

Puente entres creencias y puente entre las ilusiones y la verdad.

Puente entre fe y razón,

entre cabeza y corazón.

Ser puente entre el lenguaje de los místicos.

Puente entre silencio y palabra.

Puente entre silencio y música.

Puente entre silencio y silencio.

El puente es el vacío y la kenosis.

El puente es la Nada que lleva al Todo,

o es un Todo que no es nada.

El puente es Abismo y terror

y también la plenitud del Amor.

Quiero ser puente en este bello planeta y en nuestro mundo.

Un puente es pisoteado, pocas veces admirado.

Todos cruzan puentes casi sin darse cuenta:

se cruza y se sigue.

Un puente solo puede ser humilde,

porque su función es no-ser para que el mundo cruce y sea.

Quiero ser puente entre el ser humano y las cosas,

el ser humano y la creación.

Puente entre ricos y pobres,

sabios e ignorantes,

apáticos y buscadores.

Puente entre la luz y la oscuridad,

puente entre la muerte y la vida.

Siempre puente, solo puente.

Puente cósmico y puente feliz.

Quiero ser puente entre la fealdad y la belleza,

el ruido y el silencio,

la esclavitud y la libertad.

Quiero ser puente, como Jesús, como el Espíritu.

Puente feliz, de barro y piedras.

Puente que canta la belleza de los peregrinos y sus búsquedas,

alegres o angustiosas.

Puente, solo puente, siempre puente.

Puente para decir lo Uno y lo Único.

Puente para decir: Tú y tú.

Puente que solo diga el Misterio.

 

 

 

 

 Stefano puente Cartabia

La Casa del Silencio – setiembre de 2024

 

sábado, 21 de septiembre de 2024

Marcos 9, 30-37


 


Según el evangelista Marcos, Jesús anunció su pasión tres veces. El texto de hoy recoge el segundo anuncio. En estos anuncios, Marcos quiere mostrarnos el contraste entre la actitud de Jesús y las de los discípulos. Jesús habla de entrega y de servicio y los discípulos, o no entienden, o están preocupados por el dominio y la ambición.

 

Jesús habla de dar la vida y los discípulos “sobre quien era el más grande”.

 

La historia se repite: en la iglesia, en las religiones, en las instituciones, en la sociedad civil, en la política. La historia se repite, porque es la historia del ego y hasta que no desarmemos el ego, la seguiremos repitiendo… y seguiremos no entendiendo el mensaje central de Jesús.

 

La clave está en desarmar el ego.

 

Es la extraordinaria experiencia del Patriarca ortodoxo Atenagoras (1886-1972), famoso por su encuentro con el Papa Pablo VI en Jerusalén el 5 de enero de 1964.

 

Es necesario afrontar la guerra más dura:

la guerra contra sí mismo.

Es necesario llegar a desarmarse.

Yo he luchado en esta guerra durante muchos años.

Es una guerra difícil.

Pero ahora estoy desarmado.

Ya no tengo miedo a nada,

porque el amor arroja fuera al temor.

Estoy desarmado de querer siempre tener la razón y justificarme,

descalificando a los demás.

Ya no soy un guardián nerviosamente crispado

que vive cuidando sus riquezas.

Ahora acojo y participo.

Ya no estoy demasiado aferrado a mis ideas y proyectos.

Si me presentan proyectos mejores,

o aunque no sean mejores,

si son buenos, los acepto sin dificultad.

He renunciado a las comparaciones y ahora ya no tengo miedo.

Cuando no se tiene nada no hay miedo.

Cuando se está desarmado y desposeído de si mismo;

cuando se está abierto a Jesucristo, Dios y hombre,

que hace todas las cosas nuevas,

sucede que Él borra el pasado de pecado y maldad

y nos da un tiempo nuevo donde todo es posible.

 

Desarmar el ego es, entonces, fundamental.

Cuando Jesús nos invita a “renunciar a nosotros mismos”, nos está pidiendo justamente eso. Jesús no nos pide renunciar a lo que somos, a nuestra esencia: ¡sería totalmente absurdo e inhumano! Jesús nos pide renunciar a lo que no-somos: justamente al ego y al ego en su pretensión de identidad.

 

Con distintos énfasis y matices, todas las tradiciones espirituales de la humanidad y todas las religiones consideran que el ego tiene su rol en nuestra experiencia humana, pero necesita ser “desarmado” y trascendido. El gran problema se genera cuando el ego se sale de su rol - ¡muy a menudo lamentablemente! – y entra en “modo usurpador”. El ego es el gran usurpador: nos confunde y nos hace creer que nuestra identidad se reduce a él.

El ego vive de la carencia, del conflicto y de la razón: siempre se siente insatisfecho, le encanta entrar en conflicto y tener la razón; todos mecanismos de defensa que refuerzan su ilusorio sentido de identidad.

Por eso también, el ego vive desde el miedo: miedo a perder lo que tiene o cree tener y miedo a la nada y al vacío.

 

Jesús, con su extraordinaria finura psicológica y espiritual, conoce todos estos mecanismos. Y, sobre todo, Jesús tiene experiencia personal propia y directa, de que nuestra verdadera identidad no tiene nada que ver con el ego.

Jesús vio, Jesús sabe, que nuestra esencia es divina, que somos amor, que somos luz, que somos reflejo bellísimo del “darse de Dios.” Tu eres el “darse de Dios”.

Jesús sabe que una vida plena y realizada surge de la vivencia de la entrega, del amor, de darse… porque es vivir desde lo que somos.

Para llegar a eso, el camino es “desarmarse”, como nos recordaba Atenagoras.

El camino de crecimiento humano y de desarrollo espiritual es un camino a dos puntas: por un lado, el desarme y por el otro la entrega. En otros términos: purificación e iluminación, ascesis y mística.

Jesús nos sigue preguntando: “¿De qué hablaban en el camino?” (9, 33).

 

¿De que hablamos? ¿Cuáles son nuestros intereses? ¿Cuáles nuestras búsquedas? ¿En qué invertimos nuestro tiempo?

 

Son preguntas que, si respondemos con sinceridad y lucidez, nos pueden dar pistas para ver a que punto estamos en nuestro “desarme” del ego.

 

Tenemos criterios claves para discernir:

 

Cuando estamos inquietos, en conflicto, ambiciosos, consumistas, con miedo… es el ego que está en acción.

 

Cuando estamos en paz, cuando vivimos desde la confianza, cuando entregamos la vida desde lo humilde y lo cotidiano, cuando evadimos honores y aplausos… es el espíritu que está en acción…y estamos viviendo desde nuestra verdadera identidad.

 

Desármanos, Señor.

Desarma, por fin, nuestra estupidez.

Desarma nuestro afán compulsivo de gloria, de placer, de éxito.

Desármanos, una y otra vez.

Desármanos, para que vivamos desde tu Espíritu, desde la confianza, desde la Luz que somos y que nos habita.

Desármanos, para que seamos revelación de la paz de Dios.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


sábado, 14 de septiembre de 2024

Marcos 8, 27-35


 

Estamos en el corazón mismo del relato de Marcos: su evangelio tiene dieciséis capítulos y hoy nos encontramos en el medio, en el capítulo ocho. En el centro Marcos nos pone la clave de interpretación.

El texto de hoy gira alrededor de la pregunta de Jesús: “¿Quién dicen que soy yo?” (8, 29).

 

La clave es la identidad. ¿Quién es Jesús?

 

Todo el texto de Marcos gira alrededor de esta pregunta. Su evangelio empieza así: “Comienzo de la Buena Noticia de Jesús, Mesías, Hijo de Dios” (1, 1). Marcos nos dice de entrada, tajantemente, lo que quiere transmitirnos, el resumen de su mensaje; después, en los primeros siete capítulos, nos mostrará de a poco como esta identidad del maestro se va revelando, hasta llegar al culmen, nuestro texto, donde Pedro exclama: “¡Tú eres el Mesías!”. Los siguientes ocho capítulos serán la manifestación plena de su identidad divina, hasta llegar a la proclamación de fe del centurión romano viendo morir a Jesús: “¡Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios!” (15, 39). Se cierra el círculo.

 

¿Quién dicen que soy yo?”: es la pregunta que se repite a lo largo de la historia y de los siglos. Es la pregunta que muchos evaden, la pregunta nunca muerta. Es una pregunta que, a menudo, nos atormenta.

Es, en el fondo, la única pregunta importante.

¿Por qué?

Porque la pregunta de Jesús y de Marcos tiene, obviamente, su revés: ¿Quién eres tú?

 

La pregunta sobre la identidad es inclusiva. Preguntarnos sobre la identidad de Jesús, significa preguntarnos también sobre la nuestra. La mía y la tuya: ¿Quién soy? ¿Quién eres?

 

¿Quién dicen que soy yo?”, nos pregunta el maestro.

La gran trampa y dificultad radica en que tenemos respuestas hechas y prefabricadas, que nos vienen de doctrinas y catecismos. Hemos encerrado al Misterio de Jesús en fórmulas y en títulos cristológicos: “Hijo de Dios”, “Mesías”, “Hijo de David”, “Ungido”, etcétera.

Las fórmulas y las doctrinas – por cuanto puedan indicarnos una dirección y darnos pistas validas – tienen varios inconvenientes: 

 

1)  No nos comprometen en una respuesta vital y personal. Damos una respuesta preestablecida y dada por otros. Falta tu respuesta vital y existencial, más allá de las fórmulas.

2)  Reduce el Misterio de Jesús a conceptos y perdemos toda la mística de su persona, la frescura de su Palabra, la belleza de su rostro, la novedad del Espíritu.

3)  Reduce la comprensión misma de nuestra propia identidad y de la divinidad. Perdemos el sentido del Misterio.

 

Dejemos vivir la pregunta, por favor.

Dejemos resonar, una y otra vez, la pregunta: “¿Quién dicen que soy yo?”.

 

Nos dice el monje benedictino Laurence Freeman: “No alcanzamos a descubrir la identidad de Jesús a través de cuestionamientos intelectuales o históricos. Este descubrimiento ocurre durante el proceso de apertura de nuestras profundidades intuitivas a formas más profundas y sutiles de las que estamos acostumbrados. Esto es oración, y la experiencia rápidamente deja claro que la oración es más que pensamiento. Es una penetración a un espacio interior de silencio en donde estamos conformes de estar sin respuestas, juicios o imágenes.

 

Adentrarnos en el Misterio de Jesús requiere, entonces, silencio y escucha. Requiere oración, contemplación. Requiere trascender lo puramente mental, intelectual e histórico.

 

Por eso, en toda esta aventura maravillosa de descubrimiento de la identidad de Jesús y de la nuestra, el Espíritu es central.

 

Sin el Espíritu, Jesús queda atrapado en la historia.

Sin el Espíritu, el evangelio queda letra muerta.

Sin el Espíritu, la palabra de Jesús se estanca.

Sin el Espíritu, el Misterio queda exterior y no transforma nuestra vida.

 

Fue la experiencia abrumadora de San Pablo: “de manera que nosotros de aquí en adelante a nadie conocemos según la carne; y aún si a Cristo conocimos según la carne, ya no lo conocemos así” (2 Cor 5, 16).

 

Conocer a Cristo “según la carne” es conocerle con criterios puramente humanos, quedarnos atrapados en la historia, en la racionalidad, en lo psicológico.

Conocer a Cristo “según el Espíritu”, es tener un conocimiento experiencial, místico, actual, vivo, apasionante, transformador.

El Espíritu nos trae la Presencia de Jesús, hoy. El Espíritu de la Resurrección, te trae la palabra del maestro que necesitas hoy para tu vida. El Espíritu hace que Jesús el Cristo, te revele tu propia identidad.

El Espíritu nos sitúa en la única y verdadera identidad, donde comprendemos intuitivamente que lo que Jesús es, lo somos todos, que Jesús vino a revelarnos nuestra más profunda identidad: Uno con Dios, hijos de Dios.

 

Javier Melloni lo expresó así: “Jesús es plenamente Dios y hombre, y eso es lo que somos todos. El pecado del cristianismo es el miedo; no nos atrevemos a reconocernos en lo que Jesús nos dijo que éramos.”

 

Somos tuyos, Espíritu. Revélanos el rostro vivo del Cristo y revélanos nuestro auténtico rostro. Abrumados por tu luz, seremos también pura revelación de la belleza, aliento libre y sereno canto al único Amor.

 

 

 

 

 

 

sábado, 7 de septiembre de 2024

Marcos 7, 31-37


 


“Efatá” (o “effetá”) es la palabra hebrea que condensa el texto de hoy y que centrará nuestra reflexión. Decía el Papa Benedicto XVI que esta sencilla palabra “resume todo el mensaje y toda la obra de Cristo.

 

Marcos nos relata la curación de un sordomudo. Jesús está atravesando la Decápolis: un grupo de diez ciudades de influencia griega, situadas al este y sureste del Mar de Galilea; Jesús está atravesando, por tanto, una región extranjera: no es casualidad. Marcos nos está sugiriendo que “hacer oídos sordos” a la Palabra de Dios, es como vivir lejos de Casa.

 

Como siempre, detrás de un milagro de curación, está todo un mundo simbólico que el evangelista nos invita a descubrir.

La sordera, como la ceguera, es toda una metáfora. Más allá del hecho puntual del cual no podemos saber con certeza la veracidad y los detalles, lo que importa es el valor simbólico y metafórico para nosotros hoy.

Notamos el evidente valor metafórico de la sordera en el reproche que Jesús mismo le hace a sus discípulos después de la multiplicación de los panes: “Ustedes tienen ojos y no ven, oídos y no oyen” (Mc 8, 18).

 

La sordera de la cual Marcos nos habla es, justamente, la cerrazón del corazón y empalma perfectamente con el primer y más importante mandamiento: “Shemá Israel”, escucha Israel (Dt 6, 4).

No cabe duda que Jesús – como buen judío y rabino – se sabía de memoria el “Shemá Israel”: “Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Dt 6, 4-5).

 

¿Cómo escuchar siendo sordo?

 

Toda la historia de Israel – y la nuestra también – se puede resumir en la constante tensión entre sordera y escucha. Dice el salmo:

 

Pero mi pueblo no escuchó mi voz,

Israel no me quiso obedecer;

por eso los entregué a su obstinación,

para que se dejaran llevar por sus caprichos.

¡Ojalá mi pueblo me escuchara,

e Israel siguiera mis caminos!” (81, 12-14).

 

Escucha y obediencia, también a nivel etimológico, van de la mano.

 

La sordera de Israel se repite para nosotros hoy, para mí y para ti: nos cuesta escuchar, nos cuesta abrirnos, nos asusta salir de lo aprendido o lo que creemos saber.  

La escucha es una de las claves, tal vez la principal, de una vida humana plena y con sentido.

Aprender a escuchar es aprender a vivir. Sin escucha, no puede haber comprensión y, sin comprensión, no hay verdadero amor ni decisiones correctas.  

Por eso Jesús lloró sobre la ciudad de Jerusalén, que no supo escuchar: “Cuando estuvo cerca y vio la ciudad, se puso a llorar por ella, diciendo: «¡Si tú también hubieras comprendido en ese día el mensaje de paz! Pero ahora está oculto a tus ojos” (Lc 19, 41-42).

 

En nuestro relato aparece entonces la maravillosa palabra hebrea: Efatá, ábrete.

Jesús intenta sanar al sordo con unos gestos rituales y simbólicos, pero no tiene éxito en un primer momento. El sordo está cerrado, el sordo no quiere escuchar, no quiere sanar… no fue él a buscar al maestro, sino que “se lo presentaron”.  El sordo está cerrado en su incomunicación, en su mundo. La sordera – especialmente la espiritual – nos impide una verdadera y profunda comunicación e interrelación con los demás, con Dios y con el mundo. La sordera aísla. Es un círculo vicioso que lleva a una muerte lenta.

 

¿Cuántas personas sufren hoy por la soledad y la falta de comunicación?

¿Cuántos caen en el perverso circulo de la sordera espiritual y humana?

 

Es la terrible paradoja de la hiperconexión y comunicación. Tenemos toda la tecnología para poder comunicar y relacionarnos en tiempo real desde todos los lugares del mundo… pero no sabemos comunicar, no sabemos hablar con el vecino y la familia. Lo virtual nos esclaviza y el corazón sigue sordo. No sabemos escuchar en profundidad.

 

Jesús levanta los ojos al cielo y suspira: su aliento es el Espíritu que abre. Le dice al sordo: “efatá”. Le dice al sordo: yo no puedo hacer nada, si tú no te abres. ¡Qué extraordinario!

Se nos regala la clave de toda sanación y de todo crecimiento espiritual.

 

Un síntoma es un llamado: la escucha es el primer paso para sanar. Los síntomas del cuerpo son un llamado a la apertura y a la escucha. Los síntomas mentales y espirituales igual: los malestares, las emociones, los anhelos. Todos son mensajes de nuestra alma y del Espíritu, para que nos abramos.

 

Efatá, efatá, efatá. Tendríamos que escribir esta “palabrita mágica” y tenerla a la vista todos los días.

Abrirse es la clave. Abrir las distintas puertas de la existencia y de la comprensión. Abrirnos a nuestras capacidades ocultas, abrirnos a la sanación, abrirnos al otro, al mundo, a la realidad.

Siempre quedan puertas por abrir, puertas más profundas y bellas.

 

Por eso Jesús nos regaló otra hermosa metáfora: “Yo soy la puerta. El que entra por mí se salvará; podrá entrar y salir, y encontrará su alimento” (Jn 10, 9).

Jesús es la puerta siempre abierta. Jesús nos abrió a la relación directa con Dios, con nosotros mismos y con los demás.

Jesús nos dijo, con su vida, que el Misterio de Dios es un Misterio de total apertura, de brazos siempre abiertos, como los suyos en la cruz.

Ahora nos toca a nosotros: efatá.