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sábado, 14 de junio de 2025

Juan 16, 12-15


 

“Todavía tengo muchas cosas que decirles, pero ustedes no las pueden comprender ahora”: en esta fiesta de la Santísima Trinidad, el texto evangélico se abre con esta provocación que Juan pone en los labios de Jesús.

 

La comprensión espiritual es un camino y un proceso: tener todo esto asumido y claro, nos ahorrará sufrimiento inútil y nos instalará en una serenidad de fondo.

 

Vamos creciendo y, mientras crecemos, integramos más realidad y más verdad. El evangelio nos recuerda que Jesús mismo iba creciendo: “Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia, delante de Dios y de los hombres” (Lc 2, 52).

 

Nuestra fe también está llamada a evolucionar y a crecer. Nuestra comunión con Dios está llamada a evolucionar y a crecer.

Es paradójico y preocupante como, en muchas personas, se da un estancamiento de la fe: la persona crece físicamente, puede crecer intelectualmente, pero su fe y su experiencia de Dios quedan ancladas y estancadas en el catecismo que recibió en la niñez. Es una clara evidencia de cierta disociación entre fe y vida.

 

El Misterio de Dios, eterno, infinito e inmutable en su esencia, se nos revela en el tiempo, en la materia, en la historia: somos nosotros que tenemos que integrar cada vez más eternidad en el tiempo, cada vez más lo infinito en lo finito y lo inmutable en lo pasajero.

 

Esta obra la hace el Espíritu, dependiendo también de nuestra apertura y disponibilidad. Recordamos la contundente invitación de Maestro Eckhart: “Si estuviera tan disponible y encontrara Dios tanto espacio en mí como en nuestro Señor Jesucristo, también a mí me inundaría con su plenitud. Porque el Espíritu Santo no puede contenerse de fluir y darse en todo espacio que se le abre y en la medida en que encuentra ese espacio.

 

El Espíritu nos va guiando en la comprensión, según un ritmo propio, individual y personal: nadie crece al ritmo de otro. La originalidad y unicidad de cada ser humano se manifiesta también en el crecimiento espiritual. El Espíritu no fuerza los procesos y no presiona la libertad: “Yo estoy junto a la puerta y llamo: si alguien oye mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos” (Ap 3, 20).

 

La clave entonces está en abrir, en abrirnos: abrir la mente y abrir el corazón. Decir que “si” a la vida e ir integrando todo lo que la vida nos presenta, desde todas las dimensiones.

 

Parece fácil, pero no lo es tanto. Tantas cosas nos empujan a cerrarnos: los miedos, los prejuicios, las necesidades básicas de seguridad y de contención emocional, la tendencia al egoísmo, la idealización del amor.

 

Somos vasijas de barro, nos recuerda San Pablo: Nosotros llevamos ese tesoro en recipientes de barro, para que se vea bien que este poder extraordinario no procede de nosotros, sino de Dios” (2 Cor 4, 7).

Somos vasijas de un barro fresco, siempre moldeable y ampliable. Sin duda Pablo, escribiendo a los corintios, tenía grabada en el corazón, la hermosa metáfora del profeta Jeremías: “como la arcilla en la mano del alfarero, así están ustedes en mi mano” (Jer 18, 6).

 

El Espíritu, desde nuestra apertura y disponibilidad, quiere ampliarnos, agrandar nuestra capacidad de recepción.

¿Para qué? Para que entre más luz. Es la función esencial del mecanismo psicoespiritual del deseo y la insatisfacción. Somos seres de deseos: la función del deseo que nos habita es, justamente, la de ampliar nuestra vasija para recibir más luz… pero esta luz es infinita y por eso, nuestro deseo esencial nunca se apagará. Por suerte. Si se apaga estamos en problemas y nos visitarán varios síntomas: depresión, frustración, angustia, vacío.

 

Siempre nos movemos entre el deseo de infinito, una parcial y momentánea satisfacción y otra vez la insatisfacción… para que sigamos deseando y abriéndonos a la luz. Es el eje del crecimiento espiritual y es el motor del universo entero. Es la ley esencial de la revelación de Dios y del trabajo evolutivo del Espíritu en la consciencia humana y cósmica.

 

Simone Weil, desde su increíble honestidad y valentía, lo expresa así: “La gracia llena los espacios vacíos, pero sólo puede entrar donde hay un vacío para recibirla, y es la gracia misma la que crea este vacío.

Me parece una intuición maravillosa.

 

Nuestras experiencias de vacío – elsin sentido”, el sufrimiento psíquico o moral, la soledad, los conflictos – son herramientas del Espíritu para movilizarnos y abrirnos.

 

Lo esencial entonces es ver la vida desde esta perspectiva: un proceso de apertura y crecimiento, de aprendizaje del amor y de entrega a la luz. La vida deja de ser una competencia y una lucha estéril o angustiosa. Se convierte en don, regalo, aventura, belleza.

 

Ver nuestro camino existencial así, nos instala en la paz de Dios, esa maravillosa paz que Pablo define así: “la paz de Dios, que supera todo lo que podemos pensar, tomará bajo su cuidado los corazones y los pensamientos de ustedes en Cristo Jesús” (Fil 4, 7).

 

 

 


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