La iglesia celebra hoy el nacimiento de
Juan el Bautista. Más allá de Jesús es el único nacimiento de un santo que la
iglesia celebra en una fiesta litúrgica. Una figura especial el Bautista:
precursor y profeta, coherente y entero.
En la antigüedad era costumbre
condimentar los relatos de la concepción y el nacimiento de personajes
excepcionales y carismáticos con signos o sucesos extraordinarios que tenían la
función de confirmar el estatus especial de la persona. Es lo que pasó también
con los relatos sobre la concepción y el nacimiento de Jesús y Juan: muy poco de
histórico, mucho de mítico.
Muchas veces cuando escuchamos la
palabra “mito” – especialmente
referida a nuestra tradición cristiana – nos asustamos e instintivamente lo
rechazamos.
Como si “mito” significara simplemente
“falso” o “trucho”. En realidad el mito – lo afirman numerosos estudiosos – es
más real que lo puramente histórico, en el sentido que el mito intenta decir
realidades invisibles y eternas que acompañan a las búsquedas del ser humano
desde siempre. Lo “puramente histórico” cambia continuamente y el relato mítico
intenta extraer y decir los valores eternos a partir de las épocas y las culturas.
Recordamos los extraordinarios mitos de la Grecia antigua: a pesar de no ser
históricos, explican dimensiones reales del existir y por eso siguen siendo
actuales. Haríamos bien en beber de esta fuente de sabiduría.
Decir entonces que los relatos sobre el
nacimiento de Jesús y Juan son míticos nos invita a apuntar a lo esencial, más
allá de una historia que ya no nos es alcanzable y de la cual sabemos con
certeza muy pocas cosas.
Es interesante notar la incoherencia que
muchas veces se da en la interpretación de la Escritura: por un lado nadie o
casi nadie interpreta hoy el relato de Adán y Eva en sentido histórico. Se
interpreta como un mito, justamente. En cambio con el evangelio seguimos muchas
veces anclados a un historicismo estéril perdiendo toda la fuerza y la belleza
del mito.
Estos relatos – justamente por su
carácter mítico – nos cuestionan hoy: ¿qué
significan para mi vida? ¿Qué pueden aportar en mi búsqueda de la verdad aquí y
ahora?
El relato mítico no va en contra del
fundamento histórico, sino que le da más espesor y significado.
Más allá de esto hay otra cuestión
importante. Si mi encuentro con Cristo hoy y si mi experiencia de Dios es real,
¿qué problema tengo en reconocer el
carácter mítico de varios textos del evangelio? Es posible que cuando nos
aferramos – o intentamos aferrarnos – a lo meramente histórico es por falta de
experiencia y búsqueda de seguridad psicológica.
Razonamos por absurdo: si te encontraste
con Cristo y si vivencias a Dios en tu cotidianidad, ¿qué problema habría – por ejemplo – si te dijeran que se encontró el cuerpo de Jesús?
Ningún problema, por supuesto.
Aclaradas un poco estas cuestiones y sin
olvidar este trasfondo mítico, decimos unas palabras sobre el texto de hoy.
Zacarías, a causa de su incredulidad, se
había quedado mudo frente al anuncio del nacimiento de Juan. Con el nacimiento
y la confirmación del nombre puesto por Isabel, Zacarías recupera el habla.
Cuando nos cerramos a la novedad y la
sorpresa de la vida se corta la comunicación: no sabemos más quienes somos y no
sabemos relacionarnos.
Zacarías fue incapaz de dejarse
sorprender por la novedad de Dios que irrumpía en su vida y, nada menos, que
con un hijo.
Es lo que nos sucede a menudo:
embretamos la vida en esquemas, estructuras y paquetes y no nos dejamos
sorprender. Queremos saber y decidir de antemano por donde tendría que pasar
Dios, por donde tendría que soplar el Espíritu.
Cuando embretamos así la Vida no sabemos
comunicar: nos quedamos en un pensamiento demasiado
humano y cortito. Esclavos del ego logramos ver un poco más que nuestra nariz. Todo
lo medimos y juzgamos a partir de esa visión cortita.
En práctica quedamos mudos: no mudos por
un silencio fecundo, sino por un terrible vacío de nuestras palabras. La
palabra ya no dicen nada: es lo que sucede hoy, especialmente en el mundo de la
apariencia. Palabras sin contenidos, palabras vacías, palabras violentas: como
no decir nada. Mudos.
Pero el Espíritu – gracias a Dios – no se deja y no se puede embretar ni sujetar.
Siempre nos supera, nos precede, nos desborda.
Es la maravillosa fuerza de la Vida que
todo abarca y en todo se manifiesta.
Zacarías recupera el habla cuando acepta
la realidad y se deja sorprender. Con humildad – en un mundo machista – acepta
y confirma el nombre que su esposa le había puesto al niño: “debe llamarse Juan”, había dicho Isabel.
Y Zacarías escribió: “Su nombre es Juan”.
Zacarías vuelve a nombrar: es el acto
creativo que relata el libro del Génesis.
“Entonces el Señor Dios modeló con arcilla del suelo a
todos los animales del campo y a todos los pájaros del cielo, y los presentó al
hombre para ver qué nombre les pondría. Porque cada ser viviente debía tener el
nombre que le pusiera el hombre.” (Gen 2, 19).
Aceptar y asumir la realidad como
revelación de Dios es el acto creativo por excelencia: nos convierte en
co-creadores. Como decía el filosofo francés Henry Bergson (1859-1941): “Dios nos creó creadores”.
Entonces Zacarías vuelve a hablar.
La palabra y el lenguaje retoman su
función originaria: susurrar el Misterio desde el Silencio creador.
La palabra recobra dignidad, valor y
profundidad: expresa lo real, indica lo real, sugiere lo real. Es palabra verdadera
y auténtica.
Palabra fiel y creadora.
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