En el texto de hoy Marcos entrelaza
sabiamente dos relatos de “milagros” de Jesús: la curación de la mujer con
hemorragias y la resurrección de la hija de Jairo.
Los dos relatos tienen en común
dimensiones importantes, sin duda anotadas intencionadamente por el
evangelista: hay dos mujeres y se
repite el numero doce.
La primera mujer sufre hemorragias desde
hacía doce años y la adolescente enferma tiene doce años. Doce es un número importante en la Escritura y simboliza justamente
el pueblo de Dios. Marcos sutilmente nos quiere decir que el pueblo de Dios se
está desangrando – está lejos de la verdadera vida –, se está perdiendo en estériles rituales que olvidan lo principal:
“yo he venido para que tengan vida”
(Jn 10, 10). Haríamos bien en aplicar esta página evangélica también a la
iglesia – que se considera nuevo pueblo de Dios – y que incurre a menudo y
tercamente en las mismas desviaciones que criticó a Israel: hipocresía,
legalismo y ritualismo. Olvidando lo esencial: la misericordia, la relación, la
dignidad.
En una sociedad y una cultura fuertemente
machista el trato de Jesús con las mujeres es revolucionario y sorprendente. El
Maestro de Nazaret da plena dignidad y protagonismo a la mujer.
Después de dos mil años la iglesia tiene
todavía que dar pasos para integrar plenamente a la mujer: “En una iglesia dirigida por varones no hemos
sido capaces de descubrir todo el pecado que se encierra en el dominio que los
hombres ejercemos, de muchas maneras, sobre las mujeres. Y lo cierto es que no
se escuchan desde la jerarquía voces que, en nombre de Cristo, urjan a los
varones a una profunda conversión.” (J.A. Pagola)
Una mujer con pérdidas de sangre era
sumamente marginada, social y religiosamente. Una mujer sola y desamparada. Una
mujer a la cual se le escapa literalmente
la vida – la sangre justamente simbolizaba la vida misma –. Esta mujer se
atreve a acercarse a Jesús y a tocar el manto (Mateo y Lucas dicen “los flecos del manto”… toca menos aún).
Afirma bellamente el mismo Pagola: “La mujer busca su propio camino para
encontrarse con Jesús. No se siente con fuerzas para mirarle a los ojos: se
acercará por detrás. Le da vergüenza hablarle de su enfermedad: actuará
calladamente. No puede tocarlo físicamente: le tocará el manto. No importa. No
importa nada. Para sentirse limpia basta esa confianza grande en Jesús.”
La confianza de la mujer fue la clave.
Logra liberarse de la ley para acercarse al Maestro desde la confianza:
¡maravilloso!
La confianza es la clave para una vida
plena. Es el secreto de la existencia. La invitación a no tener miedo y a
confiar es el estribillo repetido del evangelio y de todas las tradiciones de
sabiduría de la humanidad: ¿por qué no
hacerle caso?
La misma “fe” bíblica significa
confianza. Hemos hecho corresponder sin más “fe” con doctrina, como si creer
sería solo asentir mentalmente a un contenido. Esa no fue la fe de Jesús
tampoco. Jesús confió y nos invita a hacer de la confianza el eje de nuestra
existencia. Confiar como Jesús
significa estar abierto a la novedad y belleza de la vida y de cada día.
Significa vivir con espontaneidad y alegría. Significa haber visto y
experimentado que el fondo último de la realidad es el amor, cualquier aspecto
pueda asumir.
La confianza cura y dignifica. La
confianza nos conecta con nuestra interioridad y belleza. Eso vio la mujer y
esto le despertó Jesús, por eso confió y por eso tocó su manto. Y Jesús
confirmó su confianza y su amor. Muchísima gente – lo dice Marcos claramente – tocaba
a Jesús, pero solo la mujer toca el manto
– ¡simple y solamente el manto! con confianza… y Jesús percibe esto. Jesús
percibe el mínimo gesto de confianza. La confianza nos conecta íntimamente y
directamente con el Misterio de amor que nos engendra y sostiene.
La otra mujer es una adolescente que se
está por morir y, en definitiva, muere. Pero Jesús sorprende otra vez. Su
visión es más profunda y confiada: “La niña no está muerta, sino que duerme.” (Mc 5, 39). Lo mismo que con su amigo: “Nuestro amigo Lázaro duerme, pero yo voy a despertarlo”. (Jn 11,
11).
Jesús y el evangelio – como
toda sabiduría espiritual – nos quieren revelar y conectar con nuestro ser más
profundo, con nuestro “verdadero yo”.
Y nuestro verdadero yo está
más allá del nacimiento y muerte que experimentamos en esta forma historica. Es
nuestra mente y nuestro ego que caen en la falsa identificación: creemos ser
este individuo separado. En realidad tal separación no existe. Somos expresión
única y orginal de la única y misma Vida.
Como afirma la doctora de la
iglesia Hildegarda de Bingen: “Los
humanos creadores son chispas divinas.” O como sugiere en forma de pregunta
poetica – es Dios mismo que nos pregunta – el teologo Hans Urs Von Balthasar: “¿Por cuánto tiempo más separas tu soledad de la Mía en
lugar de hacerla caer en la unidad de un único amor?”
Jesús se reconoció en esta
Vida Una y por eso nos transmite su confianza absoluta.
Por eso, como afirma Enrique
Mártinez, “la pregunta crucial no es:
¿qué ocurre después de la muerte?, sino: ¿quiénes somos?”
El primer y decisivo paso es
atreverse a confiar y a entrar en esta experiencia clave.
Para quien no se atreve
queda – tajante y lúcido – el consejo de un genio de nuestro tiempo y – tal vez
– del máximo experto mundial en el tema de la conciencia y psicologia
transpersonal, Ken Wilber:
“Así pues nos encontramos ante dos opciones
en cuanto al enjuiciamiento de la cordura, o de la realidad, o del nivel
deseable de la mente, o del conscienciamiento místico: podemos creer en quienes
lo han experimentado, o proponernos experimentarlo por nosotros mismos, pero si
no somos capaces de hacer lo uno ni lo otro, lo más sensato es no formular
ningún juicio prematuro.”
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