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domingo, 19 de agosto de 2018

Juan 6, 51-58



Estamos por terminar la lectura del capitulo 6 de Juan y el lenguaje cambia de repente y de modo radical: el evangelista pasa de “pan” a “carne”. Es signo casi seguro de otro redactor de nuestro texto y sin duda no reflejan palabras de Jesús.
El autor de este texto quiso dar un “giro sacramental” al discurso del pan. Como vimos anteriormente, cuando Juan hablaba del “pan” no se refería en primer lugar al sacramento de la Eucaristía, sino a la enseñanza y la persona de Jesús.
En nuestro texto, al cambiar el “pan” por “la carne y la sangre” el autor del evangelio quiso poner el eje en la celebración de la eucaristía y en la comunión.
Obviamente – hasta el sentido común lo exige – no podemos tomar al pie de la letra dicho lenguaje. Muchos no creyentes – tuve experiencia personal – se asustan (¡y con razón!) de un lenguaje que roza el canibalismo. También hay padres que rechazan instintivamente que a sus hijos – en preparación para la Primera Comunión – se le pueda dar de comer la carne de otra persona, por divina que sea.

¿Cómo entender entonces este texto?
Me parece que lo más honesto y sensato es ubicarlo en su contexto y comprenderlo conjuntamente al discurso sobre el pan. Recuperamos así una extraordinaria y fructífera fuerza simbólica.
Muchos cristianos (en realidad más que nada la vertiente conservadora y dogmática de la iglesia) se asustan al oír la palabra “símbolo” en referencia a la Eucaristía porque le parece que se diluye la presencia real.
En realidad “símbolo” y “presencia real” pueden ir perfectamente de la mano. La relación entre “símbolo” y “presencia” tendría que ser profundizada y actualizada en la vida de la iglesia y del cristiano.

El texto de hoy, interpretado literalmente, da pie a una serie de dificultades y malentendidos difíciles de resolver, más allá que, lo repetimos una vez más, las palabras no son aplicables al Jesús histórico.
Leer el evangelio sin conciencia critica, sin actualizarlo y sin un mínimo de lucidez nos lleva por mal camino. Creo que no sea necesario hacer referencias históricas concretas.

Para salvaguardar la presencia real de Jesús en el pan consagrado la doctrina católica cayó a menudo en una incomprensible “materialidad”.
Como afirma Martínez Lozano: “la insistencia del glosador en la simbología del “pan/carne” se encuentra en la base de gran parte de la teología posterior, así como de la propia piedad eucarística cuando, descuidando su simbolismo, se vivió con frecuencia de una forma burdamente materialista”.

También las palabras de José María Castillo pueden iluminar: “En la Eucaristía no recibimos el cuerpo «histórico» de Jesús, porque ese cuerpo ya no existe. Recibimos el cuerpo «resucitado». En la eucaristía no tomamos carne y sangre. Recibimos a una persona, a Jesús mismo. Pero dos personas (el creyente y Jesús) no pueden unirse nada más que mediante expresiones simbólicas, que así es como se expresa la entrega, la donación y la unión de un ser personal con otro. El pan y el vino de la eucaristía, si los analiza un químico, siguen siendo pan y vino. Pero ese pan y ese vino, para el creyente, simbolizan y contienen la presencia de Jesús en nuestras vidas. Comulgar, por tanto, no es recibir una «cosa sagrada», sino unirse a Jesús, de forma que la vida de Jesús sea vida en nuestra vida y forma de vivir.

Todo esta riqueza simbólica no quita nada a la presencia real: le da espesor y significado. Si algo quita es una interpretación mágica, devocional y supersticiosa de la Eucaristía: dimensiones que siguen presentes en muchos casos, alimentadas también por algunos pastores.
Los ejes desde los cuales abarcar la riqueza simbólica de nuestro texto – y en consecuencia también de la Eucaristía – son esencialmente dos: unidad y vida.
Dos dimensiones que se funden en una, dos aspectos de la misma realidad.

¿Desde una visión contemplativa que podemos decir?

El pan en nuestras culturas es símbolo de toda la realidad y la representa. Jesús, entonces, toma la realidad en sus manos cuando dice “este soy yo”: el pan es sus manos representa la realidad. Todo es reflejo e imagen de lo divino.

Y todo el evangelio de Juan se centra en el tema Vida. “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10).

Jesús nos revela y nos regala un Dios que es Vida. Más aún: un Dios que es el aliento de vida de todo lo que vive. El Dios de la Vida y que es Vida se manifiesta, se revela, se regala en todo.
Es esta la experiencia central del Maestro y en esta experiencia nos quiere hacer entrar y participar: “Que todos sean uno” (17, 21). Esta Vida es también Amor y en el Amor encuentra su más pleno sentido.
Por eso Jesús vivió del Amor y desde el Amor: vida entregada.
La Eucaristía es justamente esto: Presencia de una entrega. Memoria de una vida entregada que hoy nos inspira en nuestro caminar. Celebrando la cena de Jesús hacemos presente su Presencia, su vida entregada, su trayectoria.
Partiendo el pan se nos abren los ojos – como a los discípulos de Emaús (Lc 24, 31) – y reconocemos “la siempre presente Presencia”.

La Eucaristía asume así nuestra vida real y nuestra existencia concreta. Se diluyen el ritualismo y el culto estéril que todavía persisten y se disuelve también la fatal incoherencia de la separación entre “fe y vida”, separación que es motivo de escandalo para muchos no creyentes y motivo de sufrimiento para muchos creyentes.

En el centro de la vida de Jesús y del mensaje evangélico no está la Eucaristía: está la Vida. Está la revelación que el Amor todo lo sostiene, lo engendra, lo custodia y lo lleva a su cumplimiento.
En el centro está la vida de Jesús entregada para que todos tengan vida, una vida digna y abierta al desarrollo.
Cuando la Vida recupera el centro, la Eucaristía cobra su justo y necesario valor. Y se renueva el milagro de vivir en la Presencia y desde la Presencia.

Después de darse cuenta de la Presencia, el hombre es libre y perfecto. Antes de percatarse de la Presencia el hombre también es libre y perfecto: sólo le falta saberlo” (Jean Bouchart d’Orval)


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