Estamos por terminar la lectura del
capitulo 6 de Juan y el lenguaje cambia de repente y de modo radical: el
evangelista pasa de “pan” a “carne”. Es signo casi seguro de otro redactor de
nuestro texto y sin duda no reflejan palabras de Jesús.
El autor de este texto quiso dar un
“giro sacramental” al discurso del pan. Como vimos anteriormente, cuando Juan
hablaba del “pan” no se refería en primer lugar al sacramento de la Eucaristía,
sino a la enseñanza y la persona de Jesús.
En nuestro texto, al cambiar el “pan”
por “la carne y la sangre” el autor del evangelio quiso poner el eje en la
celebración de la eucaristía y en la comunión.
Obviamente – hasta el sentido común lo
exige – no podemos tomar al pie de la letra dicho lenguaje. Muchos no creyentes
– tuve experiencia personal – se asustan (¡y con razón!) de un lenguaje que
roza el canibalismo. También hay padres que rechazan instintivamente que a sus
hijos – en preparación para la Primera Comunión – se le pueda dar de comer la
carne de otra persona, por divina que sea.
¿Cómo
entender entonces este texto?
Me parece que lo más honesto y sensato
es ubicarlo en su contexto y comprenderlo conjuntamente al discurso sobre el
pan. Recuperamos así una extraordinaria y fructífera fuerza simbólica.
Muchos cristianos (en realidad más que
nada la vertiente conservadora y dogmática de la iglesia) se asustan al oír la
palabra “símbolo” en referencia a la Eucaristía
porque le parece que se diluye la presencia real.
En realidad “símbolo” y “presencia real”
pueden ir perfectamente de la mano. La relación entre “símbolo” y “presencia”
tendría que ser profundizada y actualizada en la vida de la iglesia y del
cristiano.
El texto de hoy, interpretado
literalmente, da pie a una serie de dificultades y malentendidos difíciles de
resolver, más allá que, lo repetimos una vez más, las palabras no son
aplicables al Jesús histórico.
Leer el evangelio sin conciencia
critica, sin actualizarlo y sin un mínimo de lucidez nos lleva por mal camino.
Creo que no sea necesario hacer referencias históricas concretas.
Para salvaguardar la presencia real de
Jesús en el pan consagrado la doctrina católica cayó a menudo en una
incomprensible “materialidad”.
Como afirma Martínez Lozano: “la insistencia del glosador en la simbología
del “pan/carne” se encuentra en la base de gran parte de la teología posterior,
así como de la propia piedad eucarística cuando, descuidando su simbolismo, se
vivió con frecuencia de una forma burdamente materialista”.
También las palabras de José María
Castillo pueden iluminar: “En la
Eucaristía no recibimos el cuerpo «histórico» de Jesús, porque ese cuerpo ya no
existe. Recibimos el cuerpo «resucitado». En la eucaristía no tomamos carne y
sangre. Recibimos a una persona, a Jesús mismo. Pero dos personas (el creyente
y Jesús) no pueden unirse nada más que mediante expresiones simbólicas, que así
es como se expresa la entrega, la donación y la unión de un ser personal con
otro. El pan y el vino de la eucaristía, si los analiza un químico, siguen
siendo pan y vino. Pero ese pan y ese vino, para el creyente, simbolizan y
contienen la presencia de Jesús en nuestras vidas. Comulgar, por tanto, no es
recibir una «cosa sagrada», sino unirse a Jesús, de forma que la vida de Jesús
sea vida en nuestra vida y forma de vivir.”
Todo esta riqueza simbólica no quita
nada a la presencia real: le da espesor y significado. Si algo quita es una
interpretación mágica, devocional y supersticiosa de la Eucaristía: dimensiones
que siguen presentes en muchos casos, alimentadas también por algunos pastores.
Los ejes desde los cuales abarcar la
riqueza simbólica de nuestro texto – y en consecuencia también de la Eucaristía
– son esencialmente dos: unidad y vida.
Dos dimensiones que se funden en una,
dos aspectos de la misma realidad.
¿Desde
una visión contemplativa que podemos decir?
El pan en nuestras culturas es símbolo
de toda la realidad y la representa. Jesús, entonces, toma la realidad en sus
manos cuando dice “este soy yo”: el
pan es sus manos representa la realidad. Todo es reflejo e imagen de lo divino.
Y todo el evangelio de Juan se centra en
el tema Vida. “Yo he venido para que
tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10).
Jesús nos revela y nos regala un Dios
que es Vida. Más aún: un Dios que es el aliento de vida de todo lo que vive. El
Dios de la Vida y que es Vida se manifiesta, se revela, se regala en todo.
Es esta la experiencia central del
Maestro y en esta experiencia nos quiere hacer entrar y participar: “Que todos sean uno” (17, 21). Esta Vida
es también Amor y en el Amor encuentra su más pleno sentido.
Por eso Jesús vivió del Amor y desde el
Amor: vida entregada.
La Eucaristía es justamente esto:
Presencia de una entrega. Memoria de una vida entregada que hoy nos inspira en nuestro caminar. Celebrando
la cena de Jesús hacemos presente su Presencia, su vida entregada, su
trayectoria.
Partiendo el pan se nos abren los ojos –
como a los discípulos de Emaús (Lc 24, 31) – y reconocemos “la siempre presente Presencia”.
La Eucaristía asume así nuestra vida
real y nuestra existencia concreta. Se diluyen el ritualismo y el culto estéril
que todavía persisten y se disuelve también la fatal incoherencia de la
separación entre “fe y vida”, separación que es motivo de escandalo para muchos
no creyentes y motivo de sufrimiento para muchos creyentes.
En el centro de la vida de Jesús y del
mensaje evangélico no está la Eucaristía: está la Vida. Está la revelación que
el Amor todo lo sostiene, lo engendra, lo custodia y lo lleva a su
cumplimiento.
En el centro está la vida de Jesús entregada
para que todos tengan vida, una vida digna y abierta al desarrollo.
Cuando la Vida recupera el centro, la
Eucaristía cobra su justo y necesario valor. Y se renueva el milagro de vivir
en la Presencia y desde la Presencia.
“Después de darse cuenta de la Presencia, el
hombre es libre y perfecto. Antes de percatarse de la Presencia el hombre
también es libre y perfecto: sólo le falta saberlo” (Jean Bouchart d’Orval)
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