sábado, 24 de mayo de 2025

Juan 14, 23-29


 

El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él”: con estas fascinantes palabras de Jesús, se abre nuestro texto.

 

Este versículo abrió la puerta a toda la experiencia mística y a la reflexión sobre la inhabitación divina: ¡Dios nos habita!

 

Somos habitados por la divinidad; Dios es nuestro huésped: ¡qué extraordinario!

 

Esta sublime y asombrosa verdad, va de la mano con la otra: habitamos en Dios. Dios es nuestra Casa.

 

El tema de la inhabitación corre en el doble sentido: habitamos en Dios y somos habitados por Él. Simeón el Nuevo Teólogo lo expresaba así: “Nos despertamos en el cuerpo de Cristo, cuando Cristo despierta en nuestros cuerpos.” Conmovedor.

 

Todas las tradiciones religiosas y espirituales de la humanidad, subrayan esta dimensión y nos invitan a entrar en ella.

 

¿Cómo entrar en esta sublime experiencia?

 

Abriéndonos al Espíritu. Por eso Jesús se refiere, en seguida, a este mismo Espíritu: “el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho” (14, 26).

 

Abrirse al Espíritu significa entrar en el silencio, trascender la mente, aprender a confiar.

 

La propuesta de la mística nos quiere llevar – a todos – a la cumbre de nuestra experiencia humana: la inhabitación.  

 

Lo que San Pablo aplica a sí mismo, vale para todos y es una invitación para todos: “No soy yo quien vivo, es Cristo que vive en mí” (Gal 2, 20): esta extraordinaria verdad y experiencia, no tienen que ver, en primera instancia, con un esfuerzo moral o un logro espiritual, porque, en realidad, es un don y es lo que somos. Los Hechos de los apóstoles nos traen otras famosas palabras de Pablo, que van en esta línea: “en él vivimos, nos movemos y existimos” (17, 28).

 

Por todo eso, lo esencial, es crecer en consciencia y abrirse al Espíritu. Los cristianos tenemos el don del Sacramento de la Eucaristía, que justamente nos recuerda y actualiza la dinámica divina de la inhabitación.

 

Les comparto unos bellísimos textos sobre el tema, uno más bello que el otro: no sabría cual elegir. Saboréenlos con calma.

 

Escribe Orígenes: “Dios no habita la tierra, sino el corazón del hombre. ¿Buscas la morada de Dios? Él habita en los corazones puros... En cada una de nuestras almas ha sido excavado un pozo de agua viva: allí se encuentra cierto sentido celestial, allí mora la imagen de Dios.

 

Por su parte, santa Teresa de Ávila, escribe: “Aquí se le comunican todas tres Personas y le hablan, y le dan a entender aquellas palabras que dice el evangelio que dijo el Señor; que vendría él y el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma, que le ama y guarda sus mandamientos. ¡Oh, válgame Dios! ¡Cuán diferente cosa es oír estas palabras y creerlas, a entender por esta manera cuán verdaderas son! Y cada día se espanta más esta alma, porque nunca más le parece se fueron de ella, sino que notoriamente ve, de la manera que queda dicho, que están en lo interior de su alma; en lo muy muy interior, en una cosa muy honda, que no sabe decir cómo es, porque no tiene letras, siente en sí esta divina compañía.

 

Santa Ángela de Foligno oyó un día del Señor: “Hija de la divina Sabiduría, templo del deleite, delicia de las delicias e hija de paz: en ti reposa toda la Trinidad, toda la verdad; así que tú me tienes y yo te tengo.

 

Los invito a dejarse empapar por estos extraordinarios textos.

Estas palabras valen para nosotros hoy, para mí y para ti.

Estas palabras expresan la verdad más profunda de lo que somos, independientemente de nuestros esfuerzos o altura moral.

Todo es gracia, todo es don. Cuanto más nos daremos cuenta de esta verdad, más viviremos de acuerdo a lo que somos: amor.

Y cuanto más amemos – “el que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará” –, más nos daremos cuenta, de que ya somos lo que estamos buscando.

 

Terminemos con una oración de Santa Isabel de la Trinidad, una apóstola de la inhabitación:

 

¡Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro! Ayúdame a olvidarme totalmente de mí, para instalarme en Ti, inmóvil y serena, como sí mi alma estuviera ya en la eternidad. Que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de Ti, mi Dios inmutable, sino que cada momento me sumerja más adentro en la profundidad de tu Misterio. Pacífica mi alma, haz en ella tu cielo, tu morada más querida y el lugar de tu descanso.

sábado, 17 de mayo de 2025

Juan 13, 31-35


Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros. En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros” (13, 34-35): Jesús y el evangelista Juan, nos llevan al Centro.

 

La primera carta de Juan insistirá en el tema: “Queridos míos, si Dios nos amó tanto, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros. Nadie ha visto nunca a Dios: si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros y el amor de Dios ha llegado a su plenitud en nosotros” (4, 11-12).

 

La poeta estadounidense Emily Dickinson, lo resumió de esta maravillosa forma: “que el amor es lo único real, es todo cuanto sabemos del amor”.

 

San Juan de la Cruz lo expresa así: “a la tarde de la vida te examinarán en el amor”.

 

El que escribe, lo repite desde hace cinco años en los buñuelitos de vida: “¡Solo el amor es real!”.

 

Esta centralidad del amor la conocemos, por lo menos a nivel intelectual… pero, hasta que nuestro conocimiento no se haga carne, vida, experiencia, en realidad, ¡no sabemos nada!

 

Y el Amor queda, de toda forma, como el Misterio de los Misterios.

Porque el Amor es Dios y Dios es el Amor. Como no podemos encerrar a lo Infinito en nuestras categorías, así tampoco el Amor.

Tenemos vislumbres, chispas de intuición, pero nunca podremos encorsetar el Amor, en dogmas y doctrinas, en reglas y ritos.

 

El Amor, como el Espíritu, se nos escurre de las manos y de la tentación de posesión y de manipulación: cuando creemos haber comprendido, nos encontramos con las manos vacías.

 

El Amor se nos escapa y nos persigue.

 

El Amor es camino y meta a la vez, horizonte y fuente. Es el único objetivo de nuestra búsqueda, pero al mismo tiempo, somos los buscados. El Amor nos persigue hasta derrotarnos.

 

Como nos recuerda Rumi: “Nada tiene sentido afuera de la rendición al Amor. Hazlo

 

Entonces el Amor es victoria y derrota, ganancia y perdida.

A menudo, el Amor es “si”, otras veces es “no”.

El Amor tiene que ver con la entrega y con el bien de los demás, sin duda. Pero surgen unas preguntas: ¿Qué significa entregarse? ¿Cómo y hasta cuándo? ¿Puedo entregar lo que no tengo? ¿Cuál es el bien del otro?

Simultáneamente el Amor, es autocuidado, silencio y soledad.

 

El Amor es morir para vivir y vivir para morir.

El Amor es plenitud y vacío, todo y nada. Pura apertura y posibilidad. Puro recibirme y sublime gratuidad. El Amor es misericordia y perdón, pero también justicia y responsabilidad.

El Amor es el sentido del sinsentido. Es lo que somos, lo que fuimos, seremos y deseamos ser.

El Amor nos cuestiona y nos mueve; cada día tenemos que recomenzar, desde la humildad y la ignorancia.

Amar es desaprender una y otra vez, y recomenzar humilde y serenamente.

El Amor es memoria y profecía. El Amor es firme y tierno, madre y padre, dar y recibir.

El Amor fluye y contiene, ilumina la noche y oscurece el día.

Calienta lo frío y enfría lo caliente.

El Amor se recibe para darlo, es don y tarea.

El Amor se aprende a cada instante y crece desde el silencio y la escucha.

 

Vivir en plenitud, es vivir con esta apertura y confianza.

Es caminar sin pisar suelo firme, peregrinos de lo inefable, amantes de lo incierto.

 

Nos alcanzan las palabras de Jesús. Nos alcanza el Espíritu que nos seduce y orienta desde dentro. Nos alcanza caminar y saber que el Amor, en el fondo, es lo Único Real.

 

 


 

sábado, 10 de mayo de 2025

Juan 10, 27-30

 


 

Solo cuatro versículos: una belleza y profundidad infinitas.

 

Son versículos que reflejan la experiencia mística del evangelista. Podríamos detenernos horas en cada versículo.

Nos centraremos especialmente en dos.

 

Yo les doy Vida eterna: ellas no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mis manos” (10, 28): este versículo nos llena de paz y alegría. El Espíritu de Jesús nos regala Vida eterna: ahora.

 

La Vida eterna, justamente porque es eterna, no viene “después”: en lo eterno, no hay un antes y un después. Estamos en la Vida, ya estamos participando de la Única Vida. En este preciso instante, Dios está creando el mundo, nos mantiene en el Ser y nos hace participar de Su Vida, de La Vida. “Somos”, porque estamos participando del Ser.

 

Somos eternidad experimentando el tiempo: por eso “no perecerán jamás”. Jesús y el evangelista Juan, reconocen la ilusión de la muerte. Jesús se refiere a la muerte como al sueño: “no está muerta, sino que duerme” (Lc 8, 52), le dice a los que lloran por la hija de Jairo. Lo que llamamos y experimentamos como muerte, en realidad, está aconteciendo adentro de la Vida y es, ella misma, una expresión de la Vida Una.

 

Y mientras experimentamos el tiempo, “estamos en las manos del Misterio”. Qué hermosa metáfora, que nos ofrece refugio, protección, amparo. “Nadie las arrebatará de mis manos”: tal vez San Pablo tenía en su corazón estas palabras cuando escribía a los romanos: “tengo la certeza de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni los poderes espirituales, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor.” (8, 38-39).

 

Tal vez, también Simeón el Nuevo Teólogo (949-1022), tenía presente este versículo cuando escribió esta hermosa oración:

 

Oh Dios, ningún hombre te ha visto jamás.

Tú eres único, pues superas toda misericordia.

Te doy gracias con todo mi corazón,

porque no me has retirado tu mirada

cuando yo me iba hundiendo en la oscuridad.

Tú me has agarrado con tu mano divina.

 

Nuestro texto cierra con la famosa sentencia: El Padre y yo somos una sola cosa” (10, 30).

Estamos en la experiencia cumbre de toda mística. Todo camino espiritual apunta ahí; todo camino místico se centra ahí. Toda experiencia contemplativa, nos lleva ahí.

Toda autentica espiritualidad nos lleva a descubrir lo Uno y a enamorarnos de la unidad. También el camino de la filosofía llega a la misma conclusión: el Principio Originario y Original tiene que ser Uno.

Lo Uno, en su revelación y expansión, entra en la dinámica de la unidad y la distinción: la creación. Unidad y distinción, conviven simultáneamente en lo Uno. Nuestro acceso y nuestra experiencia de lo Uno, pasa por abrazar la diferencia y reconducirla, sin negarla, a la unidad.

 

Si lo pensamos bien, es nuestra experiencia cotidiana y muy concreta.

 

Todo esto nos regala, entonces, un camino esencial: en primer lugar y en primera instancia, la unidad, se descubre.

Solo después, se construye.

Ya somos Uno, porque venimos de lo Uno, lo Uno nos sostiene y nos mantiene en el Ser. La raíz de todo lo que existe es lo Uno.

Por eso, no somos nosotros que tenemos que crear la Unidad. La unidad ya es y es la ley esencial de la Vida. Cuando descubrimos por experiencia personal esta unidad ya presente, entonces podemos construir la unidad en nuestro mundo y en todas las circunstancias y situaciones.

 

Somos constructores de una unidad que preexiste y nos precede. Nuestra labor consiste en dar visibilidad a esta unidad y en hacerla historia y carne.

 

Reconocer que la unidad nos precede y que ya vivimos en lo Uno, nos ofrece paz y entusiasmo en nuestro caminar y en nuestro trabajo cotidiano de ser constructores de esta misma unidad.

 

 

 

 


sábado, 3 de mayo de 2025

Juan 21, 1-19

 


 

En este tiempo pascual, siguen los relatos de las apariciones del Resucitado.

Su valor trasciende lo histórico – nunca verificable – y nos abre a lo simbólico y a lo místico.

Estos relatos no quieren ser un informe de lo que ocurrió, sino que quieren transmitirnos la experiencia clave: ¡Jesús vive!

Por otro lado, los relatos de las apariciones, quieren ofrecernos pistas catequéticas, simbólicas y espirituales.

 

El texto de hoy va en este sentido y tiene una profundidad inabarcable.

 

Me centraré en unos pocos aspectos.

 

El Resucitado se aparece a la orilla del lago de Tiberíades. Los pescadores, que no lo reconocen, llegan con las redes vacías. Y Jesús les dice: “Tiren la red a la derecha de la barca y encontrarán” (21, 6).

 

¿Por qué la derecha?

 

En el evangelio nada es casualidad… en realidad, nada en la vida, es casualidad: siempre y en cualquier lugar y situación, el Espíritu está actuando.

 

¿Por qué la derecha?

 

El Espíritu – a través del evangelista – quiere sugerirnos algo importante.

 

El hemisferio derecho del cerebro se ocupa de la dimensión intuitiva y creativa: desde ahí nace nuestra inspiración y todo lo que tiene que ver con la creatividad.

En el árbol de la vida de la cábala hebrea, se refleja extraordinaria y sorprendentemente la misma realidad: la columna derecha del árbol, y en especial la dimensión de la sabiduría (la Jojmá), revelan la parte intuitiva y creativa del alma humana.

 

Si leemos el texto evangélico a luz de estas intuiciones, descubrimos algo maravilloso.

 

Jesús invita a Pedro y compañía, a tirar la red del lado derecho; como si le dijera: “confíen en su intuición, ábranse a la novedad, al Espíritu creador. Salgan de la pura lógica racional”.

 

Cuando nuestra vida se va secando, se hace árida, es el momento de tirar la red del lado derecho. Es el momento de la confianza, de salir de los angostos caminos de la racionalidad. Es el momento de confiar, de atreverse, de crear.

 

Ellos la tiraron y se llenó tanto de peces que no podían arrastrarla” (21, 6): aparece la abundancia.

 

La abundancia siempre está ahí: ¿Dios no es acaso este Misterio Infinito de Amor y Belleza?

 

Cuando salimos de la pura lógica, de la necesidad de control y de la ceguera del ego, se nos abre la visión, se nos regala Vida abundante: “Les volcarán sobre el regazo una buena medida, apretada, sacudida y desbordante” (Lc 6, 38).

 

Cuando nos abrimos al Espíritu y confiamos, la vida nos recompensa con una abundancia que nos supera por completo. Es la “gracia sobreabundante de Dios”, que aparece varias veces en San Pablo (Rom 5, 20; 2 Cor 9, 14).

 

Soy testigo de todo esto y solo puedo agradecer, con suspiros y lágrimas.

 

¡Atrevámonos a tirar las redes por la derecha!

 

Es el camino hacia la plenitud del amor.

Es un proceso – individual y comunitario –, como podemos ver en el dialogo entre Jesús y Pedro.

 

Juan construye este hermoso dialogo para mostrarnos este proceso de crecimiento en la confianza y en el amor.

 

Jesús quiere llevar a Pedro al amor más alto. El Espíritu quiere llevarnos, obviamente, por el mismo camino… ¡pero tiene que vencer nuestras resistencias!

 

En el fondo, le tenemos miedo al amor y le tenemos miedo a la plenitud.

 

El amor es pura desposesión y entrega, pura confianza y libertad.

Las alturas de todo tipo – también la del amor – nos dan vértigos.

 

El primer paso es la escucha: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?”.

Como afirma el teólogo Paul Tillich (1886-1965): “el primer deber del amor es saber escuchar.” La escucha es apertura, disponibilidad. La verdadera escucha nos hace dar cuenta de cuanto somos amados y de nuestro potencial de respuesta.

La escucha nos hace conscientes de que “nosotros amamos porque Dios nos amó primero” (1 Juan 4, 19).

 

Escucharme es escuchar al Espíritu.

Escucharme me abre al Espíritu.

Escucharme me pone en marcha.

Escucharme me abrirá a la experiencia de la abundancia y a la plenitud del amor.


sábado, 26 de abril de 2025

Juan 20, 19-31


 


Jesús “sopló sobre ellos y añadió: Reciban al Espíritu Santo” (20, 22). En otra traducción encontramos: “exhaló su aliento sobre ellos”.

El evangelista Juan, sin duda, quiere llevarnos al Génesis: “Entonces el Señor Dios modeló al hombre con arcilla del suelo y sopló en su nariz un aliento de vida. Así el hombre se convirtió en un ser viviente” (Gen 2, 7).

 

La conexión entre resurrección y creación es más que evidente, como es evidente la conexión entre “aliento” y “Espíritu”.

 

Tenemos acá una veta hermosa y extraordinaria para nuestro caminar y para crecer en comprensión y en amor… una veta que se nos abre solo desde el silencio y la contemplación.

 

Dos alientos unen creación y resurrección: dos alientos, un único aliento. Dos alientos, el mismo Espíritu.

 

El soplo creador de Dios que da vida es el mismo soplo del resucitado: el circulo se cierra.

Todo tiene sentido y una armonía invisible teje los hilos de la historia y el movimiento universal.

 

El soplo del resucitado, viene a confirmar el soplo de la creación. El soplo de la creación, incluye el soplo del resucitado.

 

El mundo vive porque Dios sigue soplando e insuflando el Espíritu.

Yo vivo por este mismo soplo y vos también.

El mismo y único soplo, nos enraíza en la Vida Una.

El único soplo eterno de la creación entra en el tiempo, crea el tiempo y se concentra y resume en el soplo de Jesús.

 

Como dice el sufismo: “Dios es el Aliento, de todos los alientos”.

 

Eres respirado, instante tras instante. Dios te respira y tu respiras a Dios: es el juego de la vida y del existir. Por eso que, en todas las tradiciones espirituales, la respiración consciente tiene tanta importancia. Actualmente también la ciencia y la medicina insisten en el poder sanador y regenerador de la respiración: tenemos que re-aprender a respirar, fisiológica y espiritualmente.

 

La respiración es el mágico puente entre el mundo material y espiritual: es tangible e intangible. Es pura gratuidad, pura belleza. Nos baja a tierra y nos eleva. Nos calma y nos apasiona. Respirar es vivir, porque no solo inhalamos oxígeno, sino vida divina.

 

Me siento respirado, mi Cristo Viviente.

Tu soplo me renueva a cada instante,

me crea y me recrea.

 

Tu soplo es humilde y sereno,

fuerte y creativo,

y es mi hogar.

 

Sopla, ¡Oh Cristo victorioso!

Sopla sobre el dolor humano,

y la tierra doliente.

 

Tu soplo nos regale ojos nuevos,

ojos de Pascua,

ojos vivos y enamorados.

 

Tu soplo es mi alegría plena,

no quiero otra.

Tu soplo lo llena todo y basta.

 

Vivo en tu eterno soplo,

Amo y soy amado,

Vida de mi vida.

 

 

 

martes, 22 de abril de 2025

“Con profunda alegría”: reflexión sobre la Pascua de Francisco.


 

“Con profunda alegría”:

reflexión sobre la Pascua de Francisco.

 

Perdónenme. Lo siento, pero voy a contracorriente. No puedo con mi anhelo y mi deber de ser honesto y diré (escribiré) lo que siento.

 

Y con respecto a la resurrección de los muertos, ¿no han leído la palabra de Dios, que dice: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? ¡El no es un Dios de muertos, sino de vivientes!”: así dice Jesús en Mateo 22, 31-32.

 

El anuncio de la muerte de Papa Francisco fue dado “con profundo dolor” y se repiten frases que subrayan la tristeza.

 

¿Profundo dolor? ¿Tristeza?

¿No es el cristianismo la experiencia de la resurrección y de la fe en el Dios de la vida?

 

Hay algo que no me cierra.

Con “profunda alegría”, Francisco terminó su experiencia terrenal y goza de la plenitud de la Vida. Me alegro por Francisco, me alegro con Francisco.

El dolor humano de la separación fisica, no puede opacar el grito jubiloso: ¡está vivo! ¡Alegrense!

 

En mi vida sacerdotal pude acompañar a varios entierros y a menudo me nacía esta imagen que iba compartiendo con la gente: lo que llamamos “muerte” o “fin” de una vida humana es, en realidad, la nota final del primer acto de un espectacular concierto. ¿Qué ocurre? Todos se levantan y aplauden: ¡qué belleza! ¡Qué belleza cuando una vida humana llega a su fin!

 

Qué belleza este primer acto de la vida de Francisco: solo podemos ponernos de pie y aplaudir. ¡Qué alegría! Se terminó el acto terreno y sigue la plenitud de la Vida.

 

Nos dice San Pablo: “La muerte ha sido vencida. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está tu aguijón?” (1 Cor 15, 54-55).

En en el centro de nuestra fe y de nuestra experiencia está el Dios de la Vida, el Dios en el cual “vivimos, nos movemos y existimos” (Hec 17, 28).

Jesús nos invita a alegrarnos de su partida: “Si me amaran, se alegrarían de que vuelva junto al Padre, porque el Padre es más grande que yo.

 

Todavía no hemos comprendido al Dios de la Vida, al Dios que es Vida y en el cual todos vivimos. Estamos en los comienzos de la comprensión de lo que es y significa la resurrección.

El dolor de la muerte – de la desaparición física – se asemeja más a cierto egoísmo enmascarado y a una falta de confianza. Dios marca el tiempo y los tiempos: cuando es hora de partir es hora de partir. Simplemente partir y agradecer: con profunda alegría.

 

El dolor de la muerte es legítimo por cierto y hasta Jesús lloró por su amigo Lázaro, pero no puede opacar la Vida, el Amor y la confianza y no puede encerrar nuestro lenguaje en el estrecho marco de la noche y de la tristeza.

 

El único dolor que tiene derecho a opacar, es el dolor de los vivos, del sufrimiento inocente, de la estupidez humana.

Este dolor merece nuestras lágrimas, nuestra compasión y nuestro compromiso.

 

Cuando alguien parte, solo podemos alegrarnos y aplaudir: el concierto sigue, la música sigue.

Cuando alguien parte, solo podemos alegrarnos y aplaudir: y más aún en el caso de Francisco, un hombre mayor y enfermo y que “murió” – mira la “casualidad” – al terminar el domingo de Pascua.

 

A quien le tocará anunciar mi muerte, por favor, desde ya se lo digo, anuncie: “con profunda alegría…”.

 

 

 

 

 

 

 

 


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