“El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él”: con estas fascinantes palabras de Jesús, se abre nuestro texto.
Este versículo abrió la puerta a toda la experiencia mística y a la reflexión sobre la inhabitación divina: ¡Dios nos habita!
Somos habitados por la divinidad; Dios es nuestro huésped: ¡qué extraordinario!
Esta sublime y asombrosa verdad, va de la mano con la otra: habitamos en Dios. Dios es nuestra Casa.
El tema de la inhabitación corre en el doble sentido: habitamos en Dios y somos habitados por Él. Simeón el Nuevo Teólogo lo expresaba así: “Nos despertamos en el cuerpo de Cristo, cuando Cristo despierta en nuestros cuerpos.” Conmovedor.
Todas las tradiciones religiosas y espirituales de la humanidad, subrayan esta dimensión y nos invitan a entrar en ella.
¿Cómo entrar en esta sublime experiencia?
Abriéndonos al Espíritu. Por eso Jesús se refiere, en seguida, a este mismo Espíritu: “el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho” (14, 26).
Abrirse al Espíritu significa entrar en el silencio, trascender la mente, aprender a confiar.
La propuesta de la mística nos quiere llevar – a todos – a la cumbre de nuestra experiencia humana: la inhabitación.
Lo que San Pablo aplica a sí mismo, vale para todos y es una invitación para todos: “No soy yo quien vivo, es Cristo que vive en mí” (Gal 2, 20): esta extraordinaria verdad y experiencia, no tienen que ver, en primera instancia, con un esfuerzo moral o un logro espiritual, porque, en realidad, es un don y es lo que somos. Los Hechos de los apóstoles nos traen otras famosas palabras de Pablo, que van en esta línea: “en él vivimos, nos movemos y existimos” (17, 28).
Por todo eso, lo esencial, es crecer en consciencia y abrirse al Espíritu. Los cristianos tenemos el don del Sacramento de la Eucaristía, que justamente nos recuerda y actualiza la dinámica divina de la inhabitación.
Les comparto unos bellísimos textos sobre el tema, uno más bello que el otro: no sabría cual elegir. Saboréenlos con calma.
Escribe Orígenes: “Dios no habita la tierra, sino el corazón del hombre. ¿Buscas la morada de Dios? Él habita en los corazones puros... En cada una de nuestras almas ha sido excavado un pozo de agua viva: allí se encuentra cierto sentido celestial, allí mora la imagen de Dios.”
Por su parte, santa Teresa de Ávila, escribe: “Aquí se le comunican todas tres Personas y le hablan, y le dan a entender aquellas palabras que dice el evangelio que dijo el Señor; que vendría él y el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma, que le ama y guarda sus mandamientos. ¡Oh, válgame Dios! ¡Cuán diferente cosa es oír estas palabras y creerlas, a entender por esta manera cuán verdaderas son! Y cada día se espanta más esta alma, porque nunca más le parece se fueron de ella, sino que notoriamente ve, de la manera que queda dicho, que están en lo interior de su alma; en lo muy muy interior, en una cosa muy honda, que no sabe decir cómo es, porque no tiene letras, siente en sí esta divina compañía.”
Santa Ángela de Foligno oyó un día del Señor: “Hija de la divina Sabiduría, templo del deleite, delicia de las delicias e hija de paz: en ti reposa toda la Trinidad, toda la verdad; así que tú me tienes y yo te tengo.”
Los invito a dejarse empapar por estos extraordinarios textos.
Estas palabras valen para nosotros hoy, para mí y para ti.
Estas palabras expresan la verdad más profunda de lo que somos, independientemente de nuestros esfuerzos o altura moral.
Todo es gracia, todo es don. Cuanto más nos daremos cuenta de esta verdad, más viviremos de acuerdo a lo que somos: amor.
Y cuanto más amemos – “el que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará” –, más nos daremos cuenta, de que ya somos lo que estamos buscando.
Terminemos con una oración de Santa Isabel de la Trinidad, una apóstola de la inhabitación:
“¡Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro! Ayúdame a olvidarme totalmente de mí, para instalarme en Ti, inmóvil y serena, como sí mi alma estuviera ya en la eternidad. Que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de Ti, mi Dios inmutable, sino que cada momento me sumerja más adentro en la profundidad de tu Misterio. Pacífica mi alma, haz en ella tu cielo, tu morada más querida y el lugar de tu descanso.”