Se nos ofrece hoy, el final del evangelio de Lucas – que también cierra el relato de los discípulos de Emaús –: evangelio que encontrará su continuidad con los Hechos de los Apóstoles.
Lucas quiere asegurarnos de la constante Presencia del resucitado, asegurándonos también que esta Presencia es fuente de inagotable alegría: “volvieron a Jerusalén con gran alegría” (24, 52).
Esta Presencia pasa, necesariamente, por el Espíritu: “Yo les enviaré lo que mi Padre les ha prometido. Permanezcan en la ciudad, hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo alto” (24, 49): la promesa del Padre, y el evangelista Juan lo subrayará con fuerza, es el Espíritu.
No podemos comprender la vida cristiana, la vida de la iglesia y su misión sin una referencia directa, absoluta y constante al Espíritu. El Espíritu es esta fuerza misteriosa que une la Creación con la Resurrección, la eternidad con el tiempo, la Presencia con la historia, la noche con el día, el dolor con la alegría, la búsqueda con el encuentro, el vacío con la plenitud.
El Espíritu conduce los hilos invisibles de la humanidad y de nuestra historia personal. El Espíritu nos recuerda y nos trae al hoy, la presencia viva de Jesús, de sus palabras y sus enseñanzas.
El texto nos invita a “permanecer en la ciudad” y en el último verso Lucas nos dice que los apóstoles “permanecían continuamente en el Templo alabando a Dios”: Lucas nos invita a “estar”. Y la ciudad se convierte en Templo; y el Templo se convierte en ciudad. El evangelista Juan retomará con más fuerza aún, el tema del permanecer y convertirá este verbo en uno de sus verbos más amados y frecuentes.
“Ciudad” y “Templo” se convierten en metáforas de la Presencia del Espíritu: nuestra Casa es el Espíritu y estamos llamados a convertir todo lugar en hogar, toda ciudad en templo, toda oportunidad como lugar de encuentro.
Nos dice Maestro Eckhart: “Un hombre va por el campo y reza su oración a Dios, o está en la iglesia y reconoce a Dios: si reconoce más a Dios por estar en un lugar de silencio, es debido a su insuficiencia, no a Dios; porque Dios está en todas las cosas y lugares por igual y está dispuesto a darse del mismo modo en cuanto de él depende.”
Lucas nos regala otra bellísima metáfora, en relación al Espíritu: “hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo alto”: el Espíritu es una fuerza divina que nos reviste.
La fuerza nos viene “de lo alto”: el Espíritu es un don, es el don por excelencia. El don que nos hace reconocer y encontrar con nuestra más profunda verdad.
Escribe Pablo a los romanos: “Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Y ustedes no han recibido un espíritu de esclavos para volver a caer en el temor, sino el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar “Abbá, Padre”. El mismo espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios” (8, 14-16).
Abrirnos al Espíritu y conectar con Él es, entonces, fundamental.
¿Nos regalamos un tiempo de calidad todos los días para abrirnos al Espíritu?
Este Espíritu es una fuerza que nos reviste.
¿Cuántas veces hemos experimentado esta fuerza misteriosa que nos acompañaba?
¿Cuánta veces el Espíritu nos allanó los caminos y nos resolvió las dificultades?
¿Por qué todavía no confiamos en plenitud?
El Espíritu nos reviste, es nuestra vestimenta espiritual.
El sentido simbólico de la vestimenta en la Biblia y en la espiritualidad, es muy potente.
San Pablo recurrirá a la misma metáfora con frecuencia.
Escribe a los romanos: “revístanse del Señor Jesucristo” (13, 14).
A los gálatas les dice: “Porque todos ustedes son hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús, ya que todos ustedes, que fueron bautizados en Cristo, han sido revestidos de Cristo” (3, 26-27).
Y a los colosenses: “Sobre todo, revístanse del amor, que es el vínculo de la perfección” (3, 14).
La vestimenta y el revestirse apuntan a nuestra identidad más profunda y verdadera.
Como ocurre en la transfiguración del maestro Jesús. Marcos nos relata: “Sus vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas” (9, 3).
Somos del Espíritu, somos de Cristo.
Cristo es el “vestido para quienes de Él desean revestirse”, nos dice el místico bizantino del 1300, Nicolás Cabasilas.
Dejémonos revestir por el Espíritu. Dejemos que el Espíritu nos revista de Cristo y vivamos conforme a lo que somos.