sábado, 31 de mayo de 2025

Lucas 24, 46-53


 


Se nos ofrece hoy, el final del evangelio de Lucas – que también cierra el relato de los discípulos de Emaús –: evangelio que encontrará su continuidad con los Hechos de los Apóstoles.

 

Lucas quiere asegurarnos de la constante Presencia del resucitado, asegurándonos también que esta Presencia es fuente de inagotable alegría: “volvieron a Jerusalén con gran alegría” (24, 52).

 

Esta Presencia pasa, necesariamente, por el Espíritu: “Yo les enviaré lo que mi Padre les ha prometido. Permanezcan en la ciudad, hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo alto” (24, 49): la promesa del Padre, y el evangelista Juan lo subrayará con fuerza, es el Espíritu.

 

No podemos comprender la vida cristiana, la vida de la iglesia y su misión sin una referencia directa, absoluta y constante al Espíritu. El Espíritu es esta fuerza misteriosa que une la Creación con la Resurrección, la eternidad con el tiempo, la Presencia con la historia, la noche con el día, el dolor con la alegría, la búsqueda con el encuentro, el vacío con la plenitud.

 

El Espíritu conduce los hilos invisibles de la humanidad y de nuestra historia personal. El Espíritu nos recuerda y nos trae al hoy, la presencia viva de Jesús, de sus palabras y sus enseñanzas.

 

El texto nos invita a “permanecer en la ciudad” y en el último verso Lucas nos dice que los apóstoles “permanecían continuamente en el Templo alabando a Dios”: Lucas nos invita a “estar”. Y la ciudad se convierte en Templo; y el Templo se convierte en ciudad. El evangelista Juan retomará con más fuerza aún, el tema del permanecer y convertirá este verbo en uno de sus verbos más amados y frecuentes.

 

“Ciudad” y “Templo” se convierten en metáforas de la Presencia del Espíritu: nuestra Casa es el Espíritu y estamos llamados a convertir todo lugar en hogar, toda ciudad en templo, toda oportunidad como lugar de encuentro.

 

Nos dice Maestro Eckhart: “Un hombre va por el campo y reza su oración a Dios, o está en la iglesia y reconoce a Dios: si reconoce más a Dios por estar en un lugar de silencio, es debido a su insuficiencia, no a Dios; porque Dios está en todas las cosas y lugares por igual y está dispuesto a darse del mismo modo en cuanto de él depende.

 

Lucas nos regala otra bellísima metáfora, en relación al Espíritu: “hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo alto”: el Espíritu es una fuerza divina que nos reviste.

 

La fuerza nos viene “de lo alto”: el Espíritu es un don, es el don por excelencia. El don que nos hace reconocer y encontrar con nuestra más profunda verdad.

 

Escribe Pablo a los romanos: “Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Y ustedes no han recibido un espíritu de esclavos para volver a caer en el temor, sino el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar “Abbá, Padre”. El mismo espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios” (8, 14-16).

Abrirnos al Espíritu y conectar con Él es, entonces, fundamental.

 

¿Nos regalamos un tiempo de calidad todos los días para abrirnos al Espíritu?

 

Este Espíritu es una fuerza que nos reviste.

 

¿Cuántas veces hemos experimentado esta fuerza misteriosa que nos acompañaba?

¿Cuánta veces el Espíritu nos allanó los caminos y nos resolvió las dificultades?

¿Por qué todavía no confiamos en plenitud?

 

El Espíritu nos reviste, es nuestra vestimenta espiritual.

 

El sentido simbólico de la vestimenta en la Biblia y en la espiritualidad, es muy potente.

San Pablo recurrirá a la misma metáfora con frecuencia.

 

Escribe a los romanos: “revístanse del Señor Jesucristo” (13, 14).

 

A los gálatas les dice: “Porque todos ustedes son hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús, ya que todos ustedes, que fueron bautizados en Cristo, han sido revestidos de Cristo” (3, 26-27).

 

Y a los colosenses: “Sobre todo, revístanse del amor, que es el vínculo de la perfección” (3, 14).

 

La vestimenta y el revestirse apuntan a nuestra identidad más profunda y verdadera.

Como ocurre en la transfiguración del maestro Jesús. Marcos nos relata: “Sus vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas” (9, 3).

 

Somos del Espíritu, somos de Cristo.

 

Cristo es el “vestido para quie­nes de Él desean revestirse”, nos dice el místico bizantino del 1300, Nicolás Cabasilas.

Dejémonos revestir por el Espíritu. Dejemos que el Espíritu nos revista de Cristo y vivamos conforme a lo que somos.

 

 

sábado, 24 de mayo de 2025

Juan 14, 23-29


 

El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él”: con estas fascinantes palabras de Jesús, se abre nuestro texto.

 

Este versículo abrió la puerta a toda la experiencia mística y a la reflexión sobre la inhabitación divina: ¡Dios nos habita!

 

Somos habitados por la divinidad; Dios es nuestro huésped: ¡qué extraordinario!

 

Esta sublime y asombrosa verdad, va de la mano con la otra: habitamos en Dios. Dios es nuestra Casa.

 

El tema de la inhabitación corre en el doble sentido: habitamos en Dios y somos habitados por Él. Simeón el Nuevo Teólogo lo expresaba así: “Nos despertamos en el cuerpo de Cristo, cuando Cristo despierta en nuestros cuerpos.” Conmovedor.

 

Todas las tradiciones religiosas y espirituales de la humanidad, subrayan esta dimensión y nos invitan a entrar en ella.

 

¿Cómo entrar en esta sublime experiencia?

 

Abriéndonos al Espíritu. Por eso Jesús se refiere, en seguida, a este mismo Espíritu: “el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho” (14, 26).

 

Abrirse al Espíritu significa entrar en el silencio, trascender la mente, aprender a confiar.

 

La propuesta de la mística nos quiere llevar – a todos – a la cumbre de nuestra experiencia humana: la inhabitación.  

 

Lo que San Pablo aplica a sí mismo, vale para todos y es una invitación para todos: “No soy yo quien vivo, es Cristo que vive en mí” (Gal 2, 20): esta extraordinaria verdad y experiencia, no tienen que ver, en primera instancia, con un esfuerzo moral o un logro espiritual, porque, en realidad, es un don y es lo que somos. Los Hechos de los apóstoles nos traen otras famosas palabras de Pablo, que van en esta línea: “en él vivimos, nos movemos y existimos” (17, 28).

 

Por todo eso, lo esencial, es crecer en consciencia y abrirse al Espíritu. Los cristianos tenemos el don del Sacramento de la Eucaristía, que justamente nos recuerda y actualiza la dinámica divina de la inhabitación.

 

Les comparto unos bellísimos textos sobre el tema, uno más bello que el otro: no sabría cual elegir. Saboréenlos con calma.

 

Escribe Orígenes: “Dios no habita la tierra, sino el corazón del hombre. ¿Buscas la morada de Dios? Él habita en los corazones puros... En cada una de nuestras almas ha sido excavado un pozo de agua viva: allí se encuentra cierto sentido celestial, allí mora la imagen de Dios.

 

Por su parte, santa Teresa de Ávila, escribe: “Aquí se le comunican todas tres Personas y le hablan, y le dan a entender aquellas palabras que dice el evangelio que dijo el Señor; que vendría él y el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma, que le ama y guarda sus mandamientos. ¡Oh, válgame Dios! ¡Cuán diferente cosa es oír estas palabras y creerlas, a entender por esta manera cuán verdaderas son! Y cada día se espanta más esta alma, porque nunca más le parece se fueron de ella, sino que notoriamente ve, de la manera que queda dicho, que están en lo interior de su alma; en lo muy muy interior, en una cosa muy honda, que no sabe decir cómo es, porque no tiene letras, siente en sí esta divina compañía.

 

Santa Ángela de Foligno oyó un día del Señor: “Hija de la divina Sabiduría, templo del deleite, delicia de las delicias e hija de paz: en ti reposa toda la Trinidad, toda la verdad; así que tú me tienes y yo te tengo.

 

Los invito a dejarse empapar por estos extraordinarios textos.

Estas palabras valen para nosotros hoy, para mí y para ti.

Estas palabras expresan la verdad más profunda de lo que somos, independientemente de nuestros esfuerzos o altura moral.

Todo es gracia, todo es don. Cuanto más nos daremos cuenta de esta verdad, más viviremos de acuerdo a lo que somos: amor.

Y cuanto más amemos – “el que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará” –, más nos daremos cuenta, de que ya somos lo que estamos buscando.

 

Terminemos con una oración de Santa Isabel de la Trinidad, una apóstola de la inhabitación:

 

¡Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro! Ayúdame a olvidarme totalmente de mí, para instalarme en Ti, inmóvil y serena, como sí mi alma estuviera ya en la eternidad. Que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de Ti, mi Dios inmutable, sino que cada momento me sumerja más adentro en la profundidad de tu Misterio. Pacífica mi alma, haz en ella tu cielo, tu morada más querida y el lugar de tu descanso.

sábado, 17 de mayo de 2025

Juan 13, 31-35


Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros. En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros” (13, 34-35): Jesús y el evangelista Juan, nos llevan al Centro.

 

La primera carta de Juan insistirá en el tema: “Queridos míos, si Dios nos amó tanto, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros. Nadie ha visto nunca a Dios: si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros y el amor de Dios ha llegado a su plenitud en nosotros” (4, 11-12).

 

La poeta estadounidense Emily Dickinson, lo resumió de esta maravillosa forma: “que el amor es lo único real, es todo cuanto sabemos del amor”.

 

San Juan de la Cruz lo expresa así: “a la tarde de la vida te examinarán en el amor”.

 

El que escribe, lo repite desde hace cinco años en los buñuelitos de vida: “¡Solo el amor es real!”.

 

Esta centralidad del amor la conocemos, por lo menos a nivel intelectual… pero, hasta que nuestro conocimiento no se haga carne, vida, experiencia, en realidad, ¡no sabemos nada!

 

Y el Amor queda, de toda forma, como el Misterio de los Misterios.

Porque el Amor es Dios y Dios es el Amor. Como no podemos encerrar a lo Infinito en nuestras categorías, así tampoco el Amor.

Tenemos vislumbres, chispas de intuición, pero nunca podremos encorsetar el Amor, en dogmas y doctrinas, en reglas y ritos.

 

El Amor, como el Espíritu, se nos escurre de las manos y de la tentación de posesión y de manipulación: cuando creemos haber comprendido, nos encontramos con las manos vacías.

 

El Amor se nos escapa y nos persigue.

 

El Amor es camino y meta a la vez, horizonte y fuente. Es el único objetivo de nuestra búsqueda, pero al mismo tiempo, somos los buscados. El Amor nos persigue hasta derrotarnos.

 

Como nos recuerda Rumi: “Nada tiene sentido afuera de la rendición al Amor. Hazlo

 

Entonces el Amor es victoria y derrota, ganancia y perdida.

A menudo, el Amor es “si”, otras veces es “no”.

El Amor tiene que ver con la entrega y con el bien de los demás, sin duda. Pero surgen unas preguntas: ¿Qué significa entregarse? ¿Cómo y hasta cuándo? ¿Puedo entregar lo que no tengo? ¿Cuál es el bien del otro?

Simultáneamente el Amor, es autocuidado, silencio y soledad.

 

El Amor es morir para vivir y vivir para morir.

El Amor es plenitud y vacío, todo y nada. Pura apertura y posibilidad. Puro recibirme y sublime gratuidad. El Amor es misericordia y perdón, pero también justicia y responsabilidad.

El Amor es el sentido del sinsentido. Es lo que somos, lo que fuimos, seremos y deseamos ser.

El Amor nos cuestiona y nos mueve; cada día tenemos que recomenzar, desde la humildad y la ignorancia.

Amar es desaprender una y otra vez, y recomenzar humilde y serenamente.

El Amor es memoria y profecía. El Amor es firme y tierno, madre y padre, dar y recibir.

El Amor fluye y contiene, ilumina la noche y oscurece el día.

Calienta lo frío y enfría lo caliente.

El Amor se recibe para darlo, es don y tarea.

El Amor se aprende a cada instante y crece desde el silencio y la escucha.

 

Vivir en plenitud, es vivir con esta apertura y confianza.

Es caminar sin pisar suelo firme, peregrinos de lo inefable, amantes de lo incierto.

 

Nos alcanzan las palabras de Jesús. Nos alcanza el Espíritu que nos seduce y orienta desde dentro. Nos alcanza caminar y saber que el Amor, en el fondo, es lo Único Real.

 

 


 

sábado, 10 de mayo de 2025

Juan 10, 27-30

 


 

Solo cuatro versículos: una belleza y profundidad infinitas.

 

Son versículos que reflejan la experiencia mística del evangelista. Podríamos detenernos horas en cada versículo.

Nos centraremos especialmente en dos.

 

Yo les doy Vida eterna: ellas no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mis manos” (10, 28): este versículo nos llena de paz y alegría. El Espíritu de Jesús nos regala Vida eterna: ahora.

 

La Vida eterna, justamente porque es eterna, no viene “después”: en lo eterno, no hay un antes y un después. Estamos en la Vida, ya estamos participando de la Única Vida. En este preciso instante, Dios está creando el mundo, nos mantiene en el Ser y nos hace participar de Su Vida, de La Vida. “Somos”, porque estamos participando del Ser.

 

Somos eternidad experimentando el tiempo: por eso “no perecerán jamás”. Jesús y el evangelista Juan, reconocen la ilusión de la muerte. Jesús se refiere a la muerte como al sueño: “no está muerta, sino que duerme” (Lc 8, 52), le dice a los que lloran por la hija de Jairo. Lo que llamamos y experimentamos como muerte, en realidad, está aconteciendo adentro de la Vida y es, ella misma, una expresión de la Vida Una.

 

Y mientras experimentamos el tiempo, “estamos en las manos del Misterio”. Qué hermosa metáfora, que nos ofrece refugio, protección, amparo. “Nadie las arrebatará de mis manos”: tal vez San Pablo tenía en su corazón estas palabras cuando escribía a los romanos: “tengo la certeza de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni los poderes espirituales, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor.” (8, 38-39).

 

Tal vez, también Simeón el Nuevo Teólogo (949-1022), tenía presente este versículo cuando escribió esta hermosa oración:

 

Oh Dios, ningún hombre te ha visto jamás.

Tú eres único, pues superas toda misericordia.

Te doy gracias con todo mi corazón,

porque no me has retirado tu mirada

cuando yo me iba hundiendo en la oscuridad.

Tú me has agarrado con tu mano divina.

 

Nuestro texto cierra con la famosa sentencia: El Padre y yo somos una sola cosa” (10, 30).

Estamos en la experiencia cumbre de toda mística. Todo camino espiritual apunta ahí; todo camino místico se centra ahí. Toda experiencia contemplativa, nos lleva ahí.

Toda autentica espiritualidad nos lleva a descubrir lo Uno y a enamorarnos de la unidad. También el camino de la filosofía llega a la misma conclusión: el Principio Originario y Original tiene que ser Uno.

Lo Uno, en su revelación y expansión, entra en la dinámica de la unidad y la distinción: la creación. Unidad y distinción, conviven simultáneamente en lo Uno. Nuestro acceso y nuestra experiencia de lo Uno, pasa por abrazar la diferencia y reconducirla, sin negarla, a la unidad.

 

Si lo pensamos bien, es nuestra experiencia cotidiana y muy concreta.

 

Todo esto nos regala, entonces, un camino esencial: en primer lugar y en primera instancia, la unidad, se descubre.

Solo después, se construye.

Ya somos Uno, porque venimos de lo Uno, lo Uno nos sostiene y nos mantiene en el Ser. La raíz de todo lo que existe es lo Uno.

Por eso, no somos nosotros que tenemos que crear la Unidad. La unidad ya es y es la ley esencial de la Vida. Cuando descubrimos por experiencia personal esta unidad ya presente, entonces podemos construir la unidad en nuestro mundo y en todas las circunstancias y situaciones.

 

Somos constructores de una unidad que preexiste y nos precede. Nuestra labor consiste en dar visibilidad a esta unidad y en hacerla historia y carne.

 

Reconocer que la unidad nos precede y que ya vivimos en lo Uno, nos ofrece paz y entusiasmo en nuestro caminar y en nuestro trabajo cotidiano de ser constructores de esta misma unidad.

 

 

 

 


sábado, 3 de mayo de 2025

Juan 21, 1-19

 


 

En este tiempo pascual, siguen los relatos de las apariciones del Resucitado.

Su valor trasciende lo histórico – nunca verificable – y nos abre a lo simbólico y a lo místico.

Estos relatos no quieren ser un informe de lo que ocurrió, sino que quieren transmitirnos la experiencia clave: ¡Jesús vive!

Por otro lado, los relatos de las apariciones, quieren ofrecernos pistas catequéticas, simbólicas y espirituales.

 

El texto de hoy va en este sentido y tiene una profundidad inabarcable.

 

Me centraré en unos pocos aspectos.

 

El Resucitado se aparece a la orilla del lago de Tiberíades. Los pescadores, que no lo reconocen, llegan con las redes vacías. Y Jesús les dice: “Tiren la red a la derecha de la barca y encontrarán” (21, 6).

 

¿Por qué la derecha?

 

En el evangelio nada es casualidad… en realidad, nada en la vida, es casualidad: siempre y en cualquier lugar y situación, el Espíritu está actuando.

 

¿Por qué la derecha?

 

El Espíritu – a través del evangelista – quiere sugerirnos algo importante.

 

El hemisferio derecho del cerebro se ocupa de la dimensión intuitiva y creativa: desde ahí nace nuestra inspiración y todo lo que tiene que ver con la creatividad.

En el árbol de la vida de la cábala hebrea, se refleja extraordinaria y sorprendentemente la misma realidad: la columna derecha del árbol, y en especial la dimensión de la sabiduría (la Jojmá), revelan la parte intuitiva y creativa del alma humana.

 

Si leemos el texto evangélico a luz de estas intuiciones, descubrimos algo maravilloso.

 

Jesús invita a Pedro y compañía, a tirar la red del lado derecho; como si le dijera: “confíen en su intuición, ábranse a la novedad, al Espíritu creador. Salgan de la pura lógica racional”.

 

Cuando nuestra vida se va secando, se hace árida, es el momento de tirar la red del lado derecho. Es el momento de la confianza, de salir de los angostos caminos de la racionalidad. Es el momento de confiar, de atreverse, de crear.

 

Ellos la tiraron y se llenó tanto de peces que no podían arrastrarla” (21, 6): aparece la abundancia.

 

La abundancia siempre está ahí: ¿Dios no es acaso este Misterio Infinito de Amor y Belleza?

 

Cuando salimos de la pura lógica, de la necesidad de control y de la ceguera del ego, se nos abre la visión, se nos regala Vida abundante: “Les volcarán sobre el regazo una buena medida, apretada, sacudida y desbordante” (Lc 6, 38).

 

Cuando nos abrimos al Espíritu y confiamos, la vida nos recompensa con una abundancia que nos supera por completo. Es la “gracia sobreabundante de Dios”, que aparece varias veces en San Pablo (Rom 5, 20; 2 Cor 9, 14).

 

Soy testigo de todo esto y solo puedo agradecer, con suspiros y lágrimas.

 

¡Atrevámonos a tirar las redes por la derecha!

 

Es el camino hacia la plenitud del amor.

Es un proceso – individual y comunitario –, como podemos ver en el dialogo entre Jesús y Pedro.

 

Juan construye este hermoso dialogo para mostrarnos este proceso de crecimiento en la confianza y en el amor.

 

Jesús quiere llevar a Pedro al amor más alto. El Espíritu quiere llevarnos, obviamente, por el mismo camino… ¡pero tiene que vencer nuestras resistencias!

 

En el fondo, le tenemos miedo al amor y le tenemos miedo a la plenitud.

 

El amor es pura desposesión y entrega, pura confianza y libertad.

Las alturas de todo tipo – también la del amor – nos dan vértigos.

 

El primer paso es la escucha: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?”.

Como afirma el teólogo Paul Tillich (1886-1965): “el primer deber del amor es saber escuchar.” La escucha es apertura, disponibilidad. La verdadera escucha nos hace dar cuenta de cuanto somos amados y de nuestro potencial de respuesta.

La escucha nos hace conscientes de que “nosotros amamos porque Dios nos amó primero” (1 Juan 4, 19).

 

Escucharme es escuchar al Espíritu.

Escucharme me abre al Espíritu.

Escucharme me pone en marcha.

Escucharme me abrirá a la experiencia de la abundancia y a la plenitud del amor.


Etiquetas