“¡Hipócritas! Bien profetizó de ustedes Isaías, en el pasaje de la Escritura que dice: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinde culto: las doctrinas que enseñan no son sino preceptos humanos. Ustedes dejan de lado el mandamiento de Dios, por seguir la tradición de los hombres” (7, 6-8).
Palabras tajantes y contundentes del maestro. A veces la verdad y la coherencia, requieren firmeza y valentía. No podemos tergiversar el amor convirtiéndolo en algo amorfo, sin cuerpo, blando y permisivo. No podemos convertir el evangelio y las enseñanzas de Jesús en un romanticismo estéril o en la simple bondad. El amor a veces trasciende la bondad y se hace duro: estas palabras de Jesús nos lo recuerdan y este reproche del maestro, su firme corrección, quieren despertarnos al verdadero amor. Es amor pedagógico y pedagogía del amor.
Como afirmaba el teólogo francés Henri de Lubac: “No creas saber muy pronto lo que significa amar.”
Estamos en un mundo frágil, en una sociedad frágil, donde se confunden la tolerancia y la libertad con un permisivismo sin límite y una superficialidad alarmante.
No podemos confundir el amor con las series de Netflix o la última canción de éxito. Como no podemos confundir el amor, lisa y llanamente, con placer, sexo, espontaneidad.
El texto de hoy nos ubica – muy abruptamente, por cierto – en nuestro lugar.
Jesús y el evangelio nos dicen la verdad. En la cara.
¿Tenemos el suficiente coraje para soportar la mirada de fuego del maestro?
Yo, sinceramente, no. Me estoy entrenando.
Estas palabras son para nosotros. Me resulta hasta divertido (y preocupante) que, en las predicaciones orales o escritas, de obispos, sacerdotes y predicadores varios, estas palabras se aplican a los “fariseos malos” del tiempo de Jesús y casi ni dejamos que nos rocen.
El problema viene de lejos y por eso Jesús arranca su reproche citando a Isaías, que vivió varios siglos antes del maestro.
¡Nosotros somos los hipócritas!
Sería bueno asumirlo, por empezar.
“Las doctrinas que enseñan no son sino preceptos humanos. Ustedes dejan de lado el mandamiento de Dios, por seguir la tradición de los hombres”: ¿no será este un peligro constante de las religiones y especialmente de las autoridades religiosas?
Cuando las religiones y las instituciones religiosas se “apoderan” de Dios y se creen las únicas depositarias de la revelación divina, caemos en la trampa; la trampa que Jesús denuncia con fuerza.
El gran problema/desafío es que este mecanismo es inconsciente: por supuesto que ninguna religión o autoridad religiosa admitirá que se apoderó de Dios. Necesitamos humildad y lucidez para reconocerlo, soltar el poder y cambiar de rumbo…
Cuando caemos en la trampa, el ego espiritual se hace fuerte y, obviamente, encuentra toda una serie de justificaciones (¡religiosas por supuesto!) para quedarse con el poder, manipular las consciencias, infundir miedo.
Es la historia sombría de la iglesia y de todas las religiones e instituciones sociales y políticas también.
Por eso volver al evangelio, volver a dejarse mirar de frente por Jesús, es fundamental.
“Cuando hayan hecho todo lo que se les mande, digan: Somos simples servidores, no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber” (Lc 17, 10).
Somos simple servidores. Nadie posee la Verdad, nadie es dueño de la Verdad. El Misterio de Dios nos supera y trasciende por completo.
Jesús nos vino a dar unas pistas para que podamos comprender que el Misterio divino y el Misterio de la vida, es un Misterio de Amor y que solo desde la vivencia del amor tenemos acceso a Él.
Las doctrinas son preceptos humanos, nos dice Jesús citando a Isaías 29, 13.
Estos preceptos – también necesarios – tienen su sentido y valor cuando están al servicio del amor y de la pureza del corazón.
Preceptos y doctrinas están al servicio del Misterio y no para adueñarse de Él.
Por eso que los preceptos y las doctrinas están sujetos a revisión. Cuando se cae en el dogmatismo, caemos en la más profunda herejía, en la creencia que unas mentes humanas, un lenguaje humano, un concepto humano, puedan abarcar y encerrar el Misterio divino.
El legalismo religioso tiene, obviamente, su explicación. El legalismo otorga seguridad psicológica, ofrece una sensación de superioridad moral y es menos exigente del amor, tranquilizando y narcotizando la consciencia.
La pureza del corazón es la clave que Jesús nos regala: “Lo que sale del hombre es lo que lo hace impuro” (7, 20).
“Todo es puro para los puros” dice San Pablo a Tito (1, 15): el apóstol entendió al maestro.
Todo es puro, porque todo es bueno. La realidad es buena, el universo es creación de Dios: “Y Dios vio que esto era bueno” (Gen 1, 10).
La mirada pura es la mirada libre, sin apego, sin manipulación, sin juicio, sin represión. La mirada pura es la mirada que descubre lo bello en la realidad.
La pureza de corazón, según la interpretación del monje Juan Casiano, es la capacidad de asumir la realidad en toda su extensión y expresión, sin rechazo y sin apego.
La pureza de corazón es la plena libertad del amor: un amor a veces muy exigente, un amor que nos hace honestos y que nos recuerda que el mismo amor tiene dos alas: la verdad y la libertad.
La pureza de corazón es el camino hacia la coherencia, hacia la honestidad intelectual y moral. Es el camino que nos abre a un auténtico discernimiento, para que podamos comprender cuando estamos amando y cuando no, cuando estamos viviendo doctrinas y preceptos al servicio del amor y cuando, en cambio, ponemos el amor a su servicio.