sábado, 31 de agosto de 2024

Marcos 7, 1-8. 14-15. 21-23


 

¡Hipócritas! Bien profetizó de ustedes Isaías, en el pasaje de la Escritura que dice: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinde culto: las doctrinas que enseñan no son sino preceptos humanos. Ustedes dejan de lado el mandamiento de Dios, por seguir la tradición de los hombres” (7, 6-8).

 

Palabras tajantes y contundentes del maestro. A veces la verdad y la coherencia, requieren firmeza y valentía. No podemos tergiversar el amor convirtiéndolo en algo amorfo, sin cuerpo, blando y permisivo. No podemos convertir el evangelio y las enseñanzas de Jesús en un romanticismo estéril o en la simple bondad. El amor a veces trasciende la bondad y se hace duro: estas palabras de Jesús nos lo recuerdan y este reproche del maestro, su firme corrección, quieren despertarnos al verdadero amor. Es amor pedagógico y pedagogía del amor.

Como afirmaba el teólogo francés Henri de Lubac: “No creas saber muy pronto lo que significa amar.

 

Estamos en un mundo frágil, en una sociedad frágil, donde se confunden la tolerancia y la libertad con un permisivismo sin límite y una superficialidad alarmante.

 

No podemos confundir el amor con las series de Netflix o la última canción de éxito. Como no podemos confundir el amor, lisa y llanamente, con placer, sexo, espontaneidad.

 

El texto de hoy nos ubica – muy abruptamente, por cierto – en nuestro lugar.

Jesús y el evangelio nos dicen la verdad. En la cara.

 

¿Tenemos el suficiente coraje para soportar la mirada de fuego del maestro?

 

Yo, sinceramente, no. Me estoy entrenando.

 

Estas palabras son para nosotros. Me resulta hasta divertido (y preocupante) que, en las predicaciones orales o escritas, de obispos, sacerdotes y predicadores varios, estas palabras se aplican a los “fariseos malos” del tiempo de Jesús y casi ni dejamos que nos rocen.

El problema viene de lejos y por eso Jesús arranca su reproche citando a Isaías, que vivió varios siglos antes del maestro.

¡Nosotros somos los hipócritas!

Sería bueno asumirlo, por empezar.

 

“Las doctrinas que enseñan no son sino preceptos humanos. Ustedes dejan de lado el mandamiento de Dios, por seguir la tradición de los hombres”: ¿no será este un peligro constante de las religiones y especialmente de las autoridades religiosas?

 

Cuando las religiones y las instituciones religiosas se “apoderan” de Dios y se creen las únicas depositarias de la revelación divina, caemos en la trampa; la trampa que Jesús denuncia con fuerza.

El gran problema/desafío es que este mecanismo es inconsciente: por supuesto que ninguna religión o autoridad religiosa admitirá que se apoderó de Dios. Necesitamos humildad y lucidez para reconocerlo, soltar el poder y cambiar de rumbo…

Cuando caemos en la trampa, el ego espiritual se hace fuerte y, obviamente, encuentra toda una serie de justificaciones (¡religiosas por supuesto!) para quedarse con el poder, manipular las consciencias, infundir miedo.

Es la historia sombría de la iglesia y de todas las religiones e instituciones sociales y políticas también.

Por eso volver al evangelio, volver a dejarse mirar de frente por Jesús, es fundamental.

 

Cuando hayan hecho todo lo que se les mande, digan: Somos simples servidores, no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber” (Lc 17, 10).

 

Somos simple servidores. Nadie posee la Verdad, nadie es dueño de la Verdad. El Misterio de Dios nos supera y trasciende por completo.

Jesús nos vino a dar unas pistas para que podamos comprender que el Misterio divino y el Misterio de la vida, es un Misterio de Amor y que solo desde la vivencia del amor tenemos acceso a Él.

 

Las doctrinas son preceptos humanos, nos dice Jesús citando a Isaías 29, 13.

Estos preceptos – también necesarios – tienen su sentido y valor cuando están al servicio del amor y de la pureza del corazón.

Preceptos y doctrinas están al servicio del Misterio y no para adueñarse de Él.

Por eso que los preceptos y las doctrinas están sujetos a revisión. Cuando se cae en el dogmatismo, caemos en la más profunda herejía, en la creencia que unas mentes humanas, un lenguaje humano, un concepto humano, puedan abarcar y encerrar el Misterio divino.

El legalismo religioso tiene, obviamente, su explicación. El legalismo otorga seguridad psicológica, ofrece una sensación de superioridad moral y es menos exigente del amor, tranquilizando y narcotizando la consciencia.

 

La pureza del corazón es la clave que Jesús nos regala: “Lo que sale del hombre es lo que lo hace impuro” (7, 20).

Todo es puro para los puros” dice San Pablo a Tito (1, 15): el apóstol entendió al maestro.

Todo es puro, porque todo es bueno. La realidad es buena, el universo es creación de Dios: “Y Dios vio que esto era bueno” (Gen 1, 10).

La mirada pura es la mirada libre, sin apego, sin manipulación, sin juicio, sin represión. La mirada pura es la mirada que descubre lo bello en la realidad.

La pureza de corazón, según la interpretación del monje Juan Casiano, es la capacidad de asumir la realidad en toda su extensión y expresión, sin rechazo y sin apego.

La pureza de corazón es la plena libertad del amor: un amor a veces muy exigente, un amor que nos hace honestos y que nos recuerda que el mismo amor tiene dos alas: la verdad y la libertad.

La pureza de corazón es el camino hacia la coherencia, hacia la honestidad intelectual y moral. Es el camino que nos abre a un auténtico discernimiento, para que podamos comprender cuando estamos amando y cuando no, cuando estamos viviendo doctrinas y preceptos al servicio del amor y cuando, en cambio, ponemos el amor a su servicio.  

 

 

 

viernes, 23 de agosto de 2024

Juan 6, 60-69

 


 

Terminamos hoy de leer el bellísimo capitulo seis de Juan y se nos regala un texto extraordinario. Me parece importante volver a recordar que los evangelios no son biografías de Jesús, sino catequesis, anuncio de una Buena Noticia y el compartir de una experiencia. Por eso es absolutamente necesario salir de una interpretación literal de los textos que, en muchos casos, nos llevaría a una interpretación anacrónica, sesgada, parcial o hasta equivocada de los textos, alejándonos del corazón del mensaje evangélico y de su sentido espiritual perenne.

 

El texto de hoy refleja una tensión interna de la comunidad del evangelista y no un acontecimiento histórico de la vida de Jesús. En el seno de la comunidad joánica se había generado una tensión y una discusión sobre el sentido del “pan de vida” y la presencia real de Jesús en el pan eucarístico; como vimos el domingo pasado el comentarista y autor de estos versículos, quiere justamente subrayar la presencia real de Jesús y por eso hace un deslizamiento desde el “pan” a la “carne”.

 

Desde siempre en el cristianismo y en la iglesia – como en cualquier grupo humano o institución – se vivieron tensiones y discusiones. No es un problema: el problema radica en como las vivimos y resolvemos y desde donde las enfrentamos.

 

La tensión y la discusión surgen de la diversidad y de la complejidad de la vida y, si las enfrentamos desde el Espíritu, se convierten en una oportunidad incomparable de crecimiento y sabiduría.

 

Como todos sabemos, estamos en una época “poscristiana”, donde la visión cristiana de la vida, ya no está en las bases de la civilización y de las decisiones sociales y políticas.

Estamos invitados a pasar de un cristianismo por nacimiento o tradición a un cristianismo por decisión y experiencia.

Es un gran kairós – un momento oportuno y fundamental – para recuperar el sentido original y originario del mensaje del maestro de Nazaret y del evangelio.

 

El maravilloso texto de hoy nos regala unas pistas claves.

 

¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?” (6, 60): el evangelio nos transmite a menudo palabras fuertes. Los evangelistas y sus comunidades, quedaron impactados por las enseñanzas de Jesús. En este caso Juan nos muestra que la tensión en su comunidad se generó por la dificultad de algunos en creer en la presencia real de Jesús en el pan: “¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?” (6, 52).

Juan lo resuelve poniendo en la boca de Jesús estas inspiradas palabras: “El Espíritu es el que da Vida, la carne de nada sirve. Las palabras que les dije son Espíritu y Vida.” (6, 63).

 

El Espíritu es una constante en su evangelio: “El viento sopla donde quiere: tú oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Lo mismo sucede con todo el que ha nacido del Espíritu” (3, 8). 

 

En la muerte del maestro se da el momento más alto: “Después de beber el vinagre, dijo Jesús: «Todo se ha cumplido». E inclinando la cabeza, entregó su espíritu” (19, 30).

 

Juan, a lo largo de su relato catequético y simbólico, nos quiere decir a cada paso: ¡sin el Espíritu no van a entender nada!

Volvamos, entonces, a nuestro central versículo: “El Espíritu es el que da Vida, la carne de nada sirve. Las palabras que les dije son Espíritu y Vida.” Tenemos dos elementos: el Espíritu y la vida.

 

La vida es otro de los temas centrales del cuarto evangelio.

 

La experiencia de Juan y de su comunidad gira alrededor del Espíritu y de la Vida; para ellos Jesús sigue viviendo y acompañándolos con su Espíritu y les comunica vida: “yo he venido para que las ovejas tengan Vida, y la tengan en abundancia” (10, 10).

 

¿Será también nuestra propia experiencia?

 

Apuesto a que tenemos que apuntar ahí: encontrarnos con el Espíritu y vivir la vida con pasión, amor y entusiasmo.

 

Jesús tiene palabras de Vida porque vive desde el Espíritu y no desde la mente. Jesús vive desde la profunda consciencia de ser “uno con la Vida”, “uno con el Padre” y nos ofrece entrar en su experiencia mística: “Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste” (17, 21).

 

Esta experiencia fundante y central no se lleva a cabo, en primera instancia, desde lo mental, la voluntad, lo moral o la doctrina.

El camino va por el sendero del silenciamiento, de la escucha, de la apertura interior.

Solo desde el silencio mental, conectamos con el Espíritu, nos abrimos a una experiencia más integradora y real y salimos de la estrechez mental que todo lo separa, juzga y fragmenta.

 

Jesús lo sabía y lo vivió. Como todos los místicos. Jesús nos abrió el camino y el evangelista Juan y su comunidad quedaron pasmados por esta posibilidad y experiencia.

 

Ser plenamente humanos no es fácil; y ser cristianos no es fácil, aunque es hermoso. Y, en realidad y en el fondo, los dos caminos coinciden: Jesús es el hombre nuevo, el prototipo de la plena humanidad.

 

Son caminos de entrega radical, caminos donde hay que trascender el ego y comprender la esencia de la vida y del amor y confiar radicalmente en el Misterio que nos sostiene y trasciende por completo.

 

¿Cómo nos posicionamos frente a este desafío?

 

Por todo eso Jesús, a través de Juan, nos pregunta también a nosotros hoy: “¿También ustedes quieren irse?” (6, 67).

Que podamos contestar con las mismas palabras que Juan pone en los labios de Pedro: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna” (6, 68).

 

 

 

 

 

 

 

 

sábado, 17 de agosto de 2024

Juan 6, 51-59



Estamos por concluir la lectura del capítulo seis de Juan que venimos leyendo y meditando desde varios domingos.

Los versículos de hoy tenemos que reflexionarlos y comprenderlos, en todo el contexto del capítulo; si los aislamos caemos en el gran peligro del fanatismo y de la fractura entre fe y vida que tanto daño nos hace.

 

Los expertos nos advierten que este texto es de un comentarista posterior al que escribió la primera parte de este capítulo: los vemos muy claramente en el corrimiento que hace desde el “pan” a la “carne”. Notamos dos evidentes secciones: el discurso del pan de vida (6, 22-50) y el discurso sobre la carne y la sangre (6, 51-58). 

 

Nuestro comentarista – como siempre las razones son múltiples, teológicas, pastorales, apologéticas – quiere enfatizar la dimensión real y material de la presencia de Jesús en el pan eucarístico.

 

A lo largo de los siglos se enfatizó sobremanera esta dimensión, olvidando la primera: el pan que nos alimenta son las enseñanzas del maestro, sus palabras, sus gestos, su entrega amorosa.

 

¿Por qué este corrimiento que, a menudo, se convierte en terrible desviación?

 

Porque es mucho más fácil y cómodo comulgar los domingos, narcotizando la consciencia, para después seguir con nuestra vida egoísta, sin un compromiso real de transformación y crecimiento.

Porque es mucho más fácil y cómodo creer que nos hemos encontrado con Dios simplemente comulgando, que tratar de enfrentarnos con nuestras sombras y heridas.

Porque es mucho más fácil y cómodo dar una hora a la semana para la Misa, que entregar nuestra vida, perdonar y ser honesto conmigo mismo y con los demás.

Porque es mucho más fácil y cómodo comulgar, que abrir el bolsillo, las puertas de mi casa o desprenderme de mis prendas favoritas.

 

Sabemos bien de dictadores, políticos y empresarios corruptos muy fieles a la Comunión dominical. ¿Tiene algún sentido?

La Comunión tiene que ser integral: comulgamos con Jesús, con sus palabras y sus enseñanzas y especialmente con su entrega en la cruz. Comulgamos con el Amor.

Si no nos dejamos amar y no amamos, ¿qué sentido tiene?

 

Debemos también recuperar urgentemente el sentido simbólico de la Eucaristía y su indefectible relación con la entrega del maestro.

 

La última cena de Jesús encuentra su marco en la alianza: “Esta copa es la Nueva Alianza sellada con mi Sangre, que se derrama por ustedes” (Lc 22, 20).

 

Jesús recupera la categoría central de la alianza que atraviesa toda la Biblia y toda la historia de Israel: “Llegarán los días – oráculo del Señor – en que estableceré una nueva Alianza con la casa de Israel y la casa de Judá. No será como la Alianza que establecí con sus padres el día en que los tomé de la mano para hacerlos salir del país de Egipto, mi Alianza que ellos rompieron, aunque yo era su dueño – oráculo del Señor –. Esta es la Alianza que estableceré con la casa de Israel, después de aquellos días –oráculo del Señor –: pondré mi Ley dentro de ellos, y la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios y ellos serán mi Pueblo” (Jer 31, 31-33)

 

Jesús renueva la alianza y a la alianza es un pacto de amor y fidelidad. Comulgar es entonces hacer un pacto con Jesús: quiero vivir como vos, quiero entregar mi vida como vos.

¡Qué hermoso y extraordinario!

También debemos recuperar la simbología del pan y del compartir: ¿qué es lo que nos alimenta verdaderamente? Alimentarnos de Jesús, ¿transforma nuestra vida?

 

El pan es compartido, un único pan que se parte y reparte. Si la Eucaristía no nos hace crecer en el sentido de unidad, algo está fallando clamorosamente.

 

Comprendemos entonces también por qué, a nivel litúrgico, el comulgar está al final y después de la escucha de la Palabra; la comunión al pan es el cumplimiento de una comunión integral con el maestro. Después de reunirnos en comunidad, después de escuchar la Palabra, después de ofrecer nuestra vida, después de darnos la paz, después de rezar el Padre Nuestro… solo después de todo esto, comulgamos.

Si falta lo anterior, no hay Comunión.

 

Tal vez podemos comprenderlo a partir de las palabras del sacerdote al terminar la consagración: “Por Cristo, con él y en él”.

Por Cristo, con Cristo, en Cristo: ¡este es el sentido de la Misa!

¡Este el significado del comulgar!

¡Qué toda nuestra vida sea arrebatada por Cristo!

Es también el deseo ardiente de un gran profeta, enamorado de la Eucaristía y que la comprendió en su más hondo significado.

Es Teilhard de Chardin que, en 1923, en el desierto, sin pan ni vino, tiene una experiencia mística profunda y escribe el famoso texto/oración, “La Misa sobre el mundo”.

Terminemos con un brevísimo fragmento:

 

Introdúceme, Señor, en lo más profundo de las entrañas de tu Corazón. Y cuando me tengas ahí, abrásame, purifícame, inflámame, sublímame hasta que satisfaga perfectamente tus gustos, hasta la más completa aniquilación de mí mismo.”

 


 

viernes, 9 de agosto de 2024

Juan 6, 41-51


 

Los judíos murmuraban de él”: así empieza nuestro texto… ¡no muy bien que se diga! La palabra griega, traducida con “murmuraban” tiene también el matiz de la queja, del descontento.

 

El evangelio de Juan es el más crítico con el judaísmo – las razones son históricas, teológicas, apologéticas – y por eso, en este evangelio, los judíos aparecen como los enemigos principales del maestro Jesús. En este caso Juan nos dice que murmuran y critican.

 

Murmuración y critica parecen venir de fabrica con nuestro ADN humano y sabemos cuánto daño hacen a las personas, a las comunidades, a la iglesia, a los grupos, a la familia y a la amistad.  

 

No obstante, nos cuesta salir de esta tentación. ¿Por qué?

 

Esencialmente porque nos resulta más cómodo criticar que comprender: tratar de comprender cuesta más esfuerzo que criticar.

Lo dijo claramente la extraordinaria científica francesa Marie Curie, premio nobel de física en 1903 y de química en 1911 por sus descubrimientos sobre la radioactividad: “Nada en la vida debe ser temido, solo debe entenderse. Ahora es el momento de entender más, para que podamos temer menos.

 

El trasfondo de la murmuración y de la negativa a entender, siempre son los miedos y las heridas emocionales.

 

Cuando una persona está feliz consigo misma, se siente amada y plena, la murmuración se cae por sí sola.

 

El primer y gran mensaje de nuestro texto entonces lo podemos resumir así: cuando no entiendo a una persona o una situación, en lugar de murmurar y criticar – es un desperdicio de energía que no aporta nada – puedo hacer un esfuerzo para tratar de entender.

 

Tratemos entonces de entender al maestro Jesús en este maravilloso versículo: “Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió” (6, 44).

 

El termino griego que se traduce con “atrae” también se puede traducir con “arrastra”: este matiz subraya cierta fuerza vital.

 

Esta fuerza vital inspiradora no puede ser que el Espíritu, este mismo Espíritu del cual Jesús dijo: “El viento sopla donde quiere: tú oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Lo mismo sucede con todo el que ha nacido del Espíritu” (Jn 3, 8).

San Pablo lo expresa de esta manera: “Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Y ustedes no han recibido un espíritu de esclavos para volver a caer en el temor, sino el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar Abbá, Padre.” (Rom 8, 14-15).

 

El Espíritu que nos habita, es la fuerza amorosa e irresistible que nos atrae, que nos arrastra hacia Dios.

 

Entonces, la pregunta esencial es: ¿Soy consciente de esta atracción?

 

Pregunta que nos lleva a otra: ¿Soy consciente del Espíritu que me habita?

 

 

En un texto hermoso, el teólogo y místico bizantino del 1300, Nicolás Cabasilas, nos dice:  

 

Por todas partes nos orienta hacia Él, y no nos deja dirigir nuestro espíritu a otro objeto ni enre­darnos en amor de criatura. Si dirijo mi deseo hacia un objeto, allí está El para saciarnos. Doquiera me encamino, allí le encuentro ocupando el sendero y alargando su mano al caminante: Si subo al cielo – dice el Profeta –, allí estás Tú; si bajo a los infier­nos, también allí estás presente; si robando las plu­mas a la aurora quiero habitar al extremo de los ma­res, allí me cogerá tu mano y me retendrá tu diestra”.

Con la misma necesidad, pienso yo, con que impulsó a los invitados a entrar en su casa y a participar en su convite, cuando dijo a su siervo: Oblígalos a entrar para que se llene mi casa, nos atrae a Sí y nos une a Él con admirable necesidad y fuerza llena de amor.

 

En el fondo la clave está en conectar con el deseo y el anhelo del corazón.

 

Estamos hechos para el Infinito. Estamos hechos para Dios. Estamos amasados de eternidad, de amor, de luz. Nuestra alma es divina y desde ahí quiere vivir y expresarse y, cuando no puede o no lo logra, sufre.

Por eso San Agustín pudo decir: “Nos hiciste, Señor, para Ti; y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti.

 

Comprendemos entonces que, en el fondo, atracción y deseo son las dos caras de lo mismo: el deseo es atracción y la atracción es deseo.

 

Descubrir el deseo/anhelo y conectar con él, es entonces primordial.

 

Una última advertencia: hay otra atracción y bien lo sabemos. Estamos hechos también de sombras y, como vimos, las heridas y los miedos condicionan nuestro deseo y atracción. 

Por eso que Santiago, en su carta, usa la misma palabra que Juan para advertirnos sobre la atracción de una sensibilidad herida:

 

Nadie, al ser tentado, diga que Dios lo tienta: Dios no puede ser tentado por el mal, ni tienta a nadie, sino que cada uno es tentado por su propia concupiscencia, que lo atrae y lo seduce” (San 1, 13-14).

 

¡Vigilemos!

¡Qué solo nos atraiga la belleza del amor y el Infinito!

sábado, 3 de agosto de 2024

Juan 6, 24-35

 


Seguimos con el capítulo seis de Juan y hoy el evangelista nos presenta unas indicaciones muy fuertes del maestro Jesús: “Les aseguro que ustedes me buscan, no porque vieron signos, sino porque han comido pan hasta saciarse. Trabajen, no por el alimento perecedero, sino por el que permanece hasta la Vida eterna” (6, 26-27).

 

Juan insiste con el tema del signo: lo que Jesús hace o dice es un signo que nos lleva - ¡tendría que llevarnos! – a otro nivel de consciencia y de profundidad. Si nos quedamos atrapados en el signo no lograremos captar el sentido y el significado de sus palabras.

Todo eso me hacer recordar la sugerencia del zen que va en la misma línea: “Cuando el sabio señala la luna con el dedo, el tonto se fija en el dedo.

 

Y la poeta inglesa Elizabeth Barrett Browning lo expresa con una exquisita metáfora: “La tierra está llena de cielo, y todas las zarzas arden de Dios, pero sólo el que ve, se quita las sandalias; los demás se sientan al lado y recogen las moras”.

 

Lo que Jesús nos está preguntando, para quedarnos en la metáfora, es: “¿Por qué recogen las moras y no se dan cuenta de la Presencia de Dios que arde en amor en la zarza?

 

Nuestra terrible necesidad de seguridad y nuestros miedos nos hacen buscar a Dios - ¡si es que le buscamos! – simplemente para satisfacer nuestras necesidades (verdaderas, supuestas o creadas…) o, dicho de otra manera, buscamos a Dios por sus dones y no por él mismo: “ustedes me buscan, no porque vieron signos, sino porque han comido pan hasta saciarse.”

 

Hay un momento clave en el camino espiritual y se da cuando buscamos a Dios desde la gratuidad, la pobreza de corazón, la entrega y la confianza radical. Ya no nos quedamos en el signo, sino que vemos lo que el signo indica y vamos hacia lo señalado.

 

Es el comienzo de la experiencia mística que pocos se atreven a vivir porque, justamente, es una experiencia de despojo y desnudez y que nos hace atravesar la oscuridad.

 

Fue la experiencia clave de Moisés y del pueblo de Israel.

 

Moisés pensó: «Voy a observar este grandioso espectáculo. ¿Por qué será que la zarza no se consume?». Cuando el Señor vio que él se apartaba del camino para mirar, lo llamó desde la zarza, diciendo: «¡Moisés, Moisés!». «Aquí estoy», respondió el. Entonces Dios le dijo: «No te acerques hasta aquí. Quítate las sandalias, porque el suelo que estás pisando es una tierra santa»” (Ex 3, 3-5).

 

Desde las zarzas de la Presencia que todo lo llena, el Espíritu sigue llamando a cada ser humano. Nuestra respuesta tiene que ser la de Moisés en la maravillosa palabra hebrea: “Hineni”, “aquí estoy”; y, acto seguido, quitarnos las sandalias, es decir, despojarnos de la superficialidad, de la búsqueda de Dios interesada, de las seguridades humanas… y dejarnos atravesar por el Fuego.

 

Esto es lo que significa, “buscar (trabajar para) el alimento que permanece hasta la vida eterna”.

El mundo está todavía atrapado en la búsqueda del “alimento perecedero”: buscamos dinero, éxito, placeres, fama, likes, bienestar, comodidad, honores, aplausos, títulos, roles.

 

Resuenan otras palabras del maestro: “No acumulen tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los consumen, y los ladrones perforan las paredes y los roban” (Mt 6, 19).

 

San Pablo lo tenía bastante claro: “los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no lloraran; lo que se alegran, como si no se alegraran; los que compran, como si no poseyeran nada; los que disfrutan del mundo, como si no disfrutaran. Porque la apariencia de este mundo es pasajera” (1 Cor 7, 29-31).

 

También nos dice en la misma carta: “Lo que es corruptible debe revestirse de la incorruptibilidad y lo que es mortal debe revestirse de la inmortalidad. Cuando lo que es corruptible se revista de la incorruptibilidad y lo que es mortal se revista de la inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra de la Escritura: La muerte ha sido vencida” (1 Cor 15, 53-54).

 

Estamos acá, en este maravilloso viaje humano, para revestir lo mortal de inmortalidad.

Estamos acá para descubrir la eternidad que se esconde detrás del tiempo.

Estamos acá para el viaje espiritual que es el viaje de la visión, del aprender a ver el Misterio divino en todo.

Estamos acá para aprender que nuestra alma, es lo único incorruptible que tenemos en este viaje.

 

Las moras son buenas y no está mal comérselas. El dedo que indica a la luna puede servir y el signo de la multiplicación de los panes puede animarnos.

 

Pero la Vida Plena está en otro lado, en otra dimensión: las moras no son la zarza, el dedo no es la luna, panes y peces no satisfacen nuestra hambre.

 

No nos perdamos en lo que nos atrapa superficial o emotivamente. Hay una Plenitud escondida y extraordinaria que nos espera.

Todas las zarzas arden de Dios. Todo arde, todo es revelación del Amor y su manifestación. Todo es símbolo y signo de una Presencia que solo puede llenar nuestros anhelos.

 

 

 

 

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