El evangelio y el zen
¿Por qué escribir sobre el evangelio y el zen?
¿Qué utilidad puede haber?
Tal vez mucha, tal vez ninguna. Desde el comienzo
lo paradójico del evangelio y del zen nos acompañan. Escribo simple y solamente
para compartir mi experiencia. En algunos casos compartir una experiencia ayuda
a otros.
Que un sacerdote católico escriba sobre el
evangelio no es ninguna novedad. Qué escriba sobre el zen puede sorprender.
Si escribir (hablar) sobre el evangelio es
difícil, más difícil aun es hacerlo sobre el zen. En realidad imposible.
Imposible porque el zen – si nos atrevemos a definirlo – es puro silencio. Así
que mi tarea es destinada al fracaso desde el comienzo. El maestro zen Dogen
decía que “la vida de un maestro zen
constituye un error continuo: o sea, una oportunidad para aprender; un error
tras otro.”
Pero es un fracaso “exitoso”, porque abre al
aprendizaje y a la gratuidad. Recordamos la invitación de Samuel Beckett: “Inténtalo de nuevo. Fracasa de nuevo.
Fracasa mejor”.
Escribo sobre el evangelio y el zen por una
simples y profundas razones:
1)
Mi experiencia personal come
dije. Mi descubrimiento del zen hace unos años y sobre todo mi practica del zazen (meditación sentada) me abrió a
una comprensión nueva y transformadora del evangelio. El evangelio recobró
vida, una vida fresca y refrescante. Dejó de ser un simple libro, por cuanto
importante. Volvió a ser vida, aquí y ahora. Espíritu y no letra muerta (2 Cor
3, 6).
2)
Estoy convencido que una
reciproca iluminación del evangelio y del zen pueda resultar muy enriquecedora
para el camino espiritual de muchas personas.
3)
En este momento de la humanidad
necesitamos redescubrir y fundamentar de nuevo el urgente dialogo
interreligioso e intercultural. Muchos intentos fallaron porque no tuvieron la valentía
de ir a la raíz. Evangelio y zen – si nos dejamos cuestionar y dejamos los
prejuicios – nos llevan a la raíz.
4)
A partir del descubrimiento de lo
Uno al cual evangelio y zen conducen, también en su manifestación pueden
complementarse y enriquecerse.
Leer el evangelio a la luz del zen y leer el zen a
la luz del evangelio es perfectamente posible. Terminaremos afirmando que, sin
duda, Jesús de Nazaret encarna el hombre zen.
Podemos hacer esta operación porque el zen –
aunque se origine en contexto budista – no queda encerrado en una creencia o
una religión. El zen invita a una experiencia profundamente y radicalmente
humana que se abre a la trascendencia, a lo que los cristianos llamaríamos el
Misterio.
En este momento podría aparecer una pregunta: ¿Por
qué hablar de “evangelio y zen” y no
de “Jesús y zen”?
En esta opción que tomé y que puede parecer sin
mucha importancia en realidad se juega algo central, sobre todo desde la
perspectiva cristiana.
Subrayo también que cuando hablo de “evangelio” no
estoy hablando solo y simplemente de “los” evangelios, sino de todo el mensaje
del evangelio que se nos transmitió a partir del Nuevo Testamento. Seguimos
entonces.
¿Por qué “evangelio y zen” y no “Jesús y zen”?
Unas preguntas nos indican el camino:
¿Cómo hablar hoy de Jesús de Nazaret sin caer en
estereotipos, sin quedarse en lo anecdótico o en lo devocional?
¿Dónde está ahora mismo Jesús de Nazaret? ¿Cómo
entrar en contacto con él?
¿Cómo trascender al Jesús histórico para entrar en
relación con el Cristo interior?
El zen puede ayudar a vislumbrar respuestas a
estas acuciantes preguntas. Esencialmente nos impulsa – como del resto lo hará
el evangelio mismo – a trascender la individualidad.
Hay que ir más
allá de Jesús de Nazaret si queremos ser cristianos. ¿Qué hay más allá? El Cristo cósmico, el Cristo
interior, el Misterio, “la experiencia de Dios” para usar un lenguaje
teológico.
Es un “más allá” – quédense tranquilos los
“defensores” de la doctrina – que no resta absolutamente nada a la importancia
histórica del Maestro, más aún la confirma y subraya.
Pero hoy en día es urgente este más allá: ahí radica la autentica
experiencia de lo divino, la experiencia del Ser y de ser uno mismo. Solo en
este más allá sin espacio y sin
tiempo podemos experimentar que la fidelidad a Dios y a uno mismo coinciden y
solo esta experiencia es fuente de la autentica paz (Fil 4, 7). Más allá
entonces indica además una nueva lectura y comprensión de lo que entendemos por
historia, salvación, humanidad, divinidad.
“Más allá”: en dos palabritas, un Universo.
Evangelio y zen apuntan a eso.
Expresan el famoso dedo que apunta a la luna:
cualquier cosa se diga sobre lo que intuimos por verdadero no es la Verdad,
sino un simple dedo que apunta hacia la Verdad.
Eugenio Montale, poeta italiano, decía: “cada cosa lleva escrito: más allá”. Cada
cosa no termina en sí misma y no se agota en sí misma: reenvía a su fuente y
origen. Reenvía al Misterio indecible al cual solo el silencio abre las
puertas. Eso vale para nosotros y para Jesús también.
Por eso “evangelio y zen” refleja mejor uno de los
ejes a los cuales apuntamos y que se comprenderá más cabalmente espero, al
final de la lectura.
Abordaremos la reciprocidad del evangelio y del
zen a partir de tres dimensiones o puntos de contacto:
·
Lo profundamente unitario
·
Los matices distintos
·
Las diferencias
Lo
profundamente unitario
1.
El camino de la paradoja.
Evangelio y zen apuntan a la verdad a partir de lo
paradójico, más o menos expresado. Prácticamente toda la enseñanza del zen se
transmite a través de lo paradójico. En el evangelio está muy presente también:
“Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su
vida por mí y por la Buena Noticia, la salvará” (Mc 8, 35).
“Porque a quien tiene, se le dará más todavía y tendrá en abundancia,
pero al que no tiene, se le quitará aun lo que tiene. Por eso les hablo por
medio de parábolas: porque miran y no ven, oyen y no escuchan ni entienden”
(Mt 13, 12-13).
“Si ustedes fueran ciegos, no tendrían pecado, pero como dicen: “Vemos”,
su pecado permanece” (Jn 9, 41).
“El Padre me ama porque yo doy mi vida para recobrarla. Nadie me la
quita, sino que la doy por mí mismo. Tengo el poder de darla y de recobrarla”
(Jn 10, 17-18).
Surge casi espontanea la
pregunta: ¿Por qué la paradoja es tan central? ¿Por qué el evangelio y el zen
transmiten sus enseñanza de forma paradójica?
A mi entender por dos
motivos:
1)
La paradoja
es la única forma de mostrar el funcionamiento de la mente, sus limites y quebrar la ilusión de poseer la verdad. La
verdad pone en crisis el mundo de la dualidad que es el mundo de lo manifiesto.
En el mundo visible manifiesto la vida se expresa en términos duales: día y
noche, cuerpo y espíritu, dolor y alegría, bien y mal, amor y odio, etcétera…
No hay uno sin el otro. Los dos son esenciales para que haya vida. La mente
humana no puede comprender los polos opuestos en su unidad. La paradoja muestra
todo eso e invita a ir más allá, al lugar/dimensión, desde donde la dualidad
surge, se manifiesta y regresa.
2)
La paradoja
es respetuosa del Misterio y evita todo intento de manipulación.
2.
Silencio
Evangelio y zen están enamorados del silencio. En
el zen es más evidente y explicito, en el evangelio más escondido, como una
música de fondo. Pero, si leemos el evangelio con atención, nos daremos cuenta
de toda la corriente subterránea de silencio. Los primeros siglos del
cristianismo y de la iglesia están marcados por el silencio místico. Santos y
teólogos escriben y viven desde el silencio, llegando a afirmar, como lo hace
con contundencia el zen, que el Misterio es accesible solo desde el silencio.
El silencio sin duda más imponente del evangelio
es el silencio de la cruz y del sepulcro. El silencio une admirablemente vida y
muerte de Jesús y el pasaje entre una y otra. El silencio del Maestro en la cruz
bastaría por sí solo para decir que todo el evangelio hunde sus raíces en el
silencio. El silencio del sepulcro expresa la perfecta calma y quietud que
preparan la explosión de la Vida.
Una antigua homilía del siglo II de un autor desconocido
empieza así:
“Un gran silencio envuelve la tierra; un gran silencio porque el Rey
duerme”
Igualmente el evangelio nos
transmite silencios importantes:
“El Sumo Sacerdote, poniéndose de pie, dijo a Jesús: «¿No respondes
nada? ¿Qué es lo que estos declaran contra ti?». Pero Jesús callaba” (Mt
26, 62-63).
“Él permanecía en silencio y no respondía nada” (Mc 14, 61).
En uno de los momentos más
críticos – mientras es juzgado – Jesús calla. Está en silencio. Parecería
decir: solo el silencio tiene la respuesta.
Sugerente también que Jesús
se relaciona con la creación a partir del silencio.
“Lo despertaron y le dijeron: «¡Maestro! ¿No te importa que nos
ahoguemos?». Despertándose, él increpó al viento y dijo al mar: «¡Silencio!
¡Cállate!». El viento se aplacó y sobrevino una gran calma” (Mc 4, 39).
“¡Gloria a Dios, que tiene el poder de afianzarlos, según la Buena
Noticia que yo anuncio, proclamando a Jesucristo, y revelando un misterio que
fue guardado en secreto desde la eternidad y que ahora se ha manifestado!”
(Rom 16, 25-26).
“En secreto” es en realidad
el mismo verbo griego que se traduce también con “silencio” o “callar”. El
misterio fue guardado en el silencio y en Cristo se manifiesta desde ese
silencio.
El zen es puro silencio: su
practica central es el zazen, la
meditación sentada. Los practicantes del zen pasan horas y horas en silencio y
en quietud. Además el zen rechaza ideas y conceptos, por lo menos en el uso al
cual estamos acostumbrados. La Verdad trasciende los conceptos. Lo racional es
simple sombra de lo real.
3. Realidad
Evangelio y zen apuntan a la realidad. ¿Qué
entienden por “realidad”? Simplemente lo
que es, aquí y ahora. Es la fidelidad a la experiencia, al sentir. Por eso
es desconfianza del pensamiento y de la imaginación que nos hacen caer en lo
ilusorio. El evangelio nos muestra a un Jesús siempre atento a la realidad y
honesto con la misma: la reconoce, la asume, la ama. Más aún: reconoce lo real
de la realidad, el núcleo desde lo cual la realidad emerge momento a momento.
Núcleo que él llama “Padre”. La enseñanza de Jesús se fundamenta en sus
hermosas parábolas; parábolas que Jesús construye a partir de lo real
cotidiano. Todo el evangelio está admirablemente y sólidamente anclado a la
realidad. No tiene nada de la especulación que la teología posterior se encargó
de armar. El teólogo Jon Sobrino acuñó hace unos años la expresión “honrados con lo real” justamente para
subrayar algo esencial del evangelio que se había perdido.
Igualmente el zen es pura experiencia de lo
real. El zen “siente” con todo el ser, hasta volverse uno con la experiencia.
El zen desconfía de la especulación y siente con la vida. No piensa “sobre” la
vida, siente la vida así como se manifiesta en el momento presente. Vive.
Esta fidelidad a la realidad y esta sana desconfianza
de lo racional obviamente no plantean un rechazo de la razón o una postura
anti-intelectual. Simplemente ordenan las cosas. La mente es una herramienta
interpretativa de lo real. Usada bien es muy útil. Usada mal o, peor,
esclavizados por ella, puede resultar muy peligrosa.
4. Presente
Evangelio y zen están profundamente
enraizados en el presente. También en este caso el zen es mucho más directo y
explicito y en el evangelio es menos evidente, aunque hay páginas muy bellas y
muy clara sobre el tema.
“¿Y
quién de ustedes, por mucho que se inquiete, puede añadir un instante al tiempo
de su vida?” (Lc 12, 25. Cf Lc 12, 22-32).
“No
se inquieten por el día de mañana; el mañana se inquietará por sí mismo. A cada
día le basta su aflicción” (Mt 6, 34).
A menudo el evangelio aborda el tema del
presente a partir de la idea del vigilar y estar atentos. La parábola de las
diez vírgenes (Mt 25, 1-13), termina así: “Estén
prevenidos, porque no saben el día ni la hora”.
“Estén
prevenidos, porque ustedes no saben qué día vendrá su Señor” (Mt 24, 42).
El evangelio de Lucas gira alrededor del
“hoy”: el “hoy” es el momento crucial, el momento de la manifestación de Dios.
En el comienzo de su actividad publica
Lucas nos introduce al “hoy” eterno del Maestro. Jesús se interpreta a si mismo
como el hoy del Padre: “Hoy se ha cumplido este pasaje de la
Escritura que acaban de oír” (Lc 4, 21).
En el texto ya citado Jesús afirma: “Si Dios viste así a la hierba, que hoy está
en el campo y mañana es echada al fuego, ¡cuánto más hará por ustedes, hombres
de poca fe!” (Lc 12, 28).
En el Padre Nuestro se nos dice: “danos hoy nuestro pan de cada día” (Mt
6, 11).
San Pablo lo afirma con fuerza: “Porque él nos dice en la Escritura: En el momento favorable te escuché, y en el día
de la salvación te socorrí. Este es el tiempo favorable, este es el día
de la salvación” (2 Cor 6, 2).
La centralidad del presente viene indicada
también – de manera indirecta – a partir de la concepción del tiempo.
Dos textos
esclarecedores:
1)
“El
tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la
Buena Noticia” (Mc 1, 15). El verbo griego πεπλήρωται se traduce como “se
ha cumplido”. El tiempo está lleno, aquí y ahora. Es la misma idea que quiere
transmitir Pablo a los gálatas: “cuando
se cumplió el tiempo establecido, Dios envió a su Hijo…” (Gal 4, 4).
2)
“Después
de beber el vinagre, dijo Jesús: «Todo se ha cumplido». E inclinando la cabeza,
entregó su espíritu” (Jn 19, 30). El verbo griego τετέλεσται se puede traducir de dos
maneras: “Todo se ha cumplido” o “Consumado es”. El verbo está al
tiempo perfecto para expresar la idea de una acción terminada en el pasado
cuyos efectos continúan en el presente y en el futuro. Sugiere la idea de un
tiempo pleno, omniabarcante.
En fin, el evangelio invita continuamente a
centrar la vida en el momento presente. En la práctica, los cristianos, hemos
olvidado esta centralidad y el zen puedo ayudarnos a re-centrarnos.
La experiencia y la vivencia del zen del
presente es absolutamente central. El zen intuyó algo que se nos había
escapado: la relación entre presente y pensamiento o presente y mente.
Presente y pensamiento no pueden coexistir.
Tal vez por eso los cristianos hemos perdido esta fundamental vivencia:
haciendo del evangelio una doctrina y reflexionado sobre el mismo nos salimos
de la vida.
O se vive el presente o se
piensa/reflexiona: no existe posibilidad intermedia.
De la psicología y la física cuántica
sabemos también que en realidad la experiencia del tiempo es psicológica, no
real. Decía Einstein: “La diferencia
entre pasado, el presente y el futuro es solo una ilusión persistente” y
ponía un simpático ejemplo: “Cuando un
hombre se sienta con una chica bonita durante una hora, parece que fuese un
minuto. Pero déjalo que se siente en una estufa caliente durante un minuto y le
parecerá más de una hora. Eso es relatividad.” Lo único real es el ahora.
Bastante fácil de experimentarlo: directamente solo podemos experimentar al
ahora. Pasado y futuro solo los experimentamos indirectamente a través de la
memoria y la imaginación. De ahí vemos claramente que todo sufrimiento es
ilusorio porque se ancla en un tiempo ilusorio. En el presente – en lo único
real – no existe sufrimiento. Puede haber dolor,
pero no sufrimiento. El dolor hace parte de los limites de nuestra condición
humana pero no tiene la carga psicológica de la angustia típica del
sufriemiento.
Podemos imaginar el presente como un punto
inmóvil eterno dentro del cual se desarrolla el tiempo psicológico humano y por
ende la historia. Todo está aconteciendo ahora mismo.
Esta comprensión del tiempo y del momento
presente como lo único real transforma y obliga a reinterpretar algunos temas
centrales de la fe cristiana, como, por ejemplo la “salvación”. Si solo existe
el presente, ¿cuándo ocurre la salvación? Ahora. Aplazar la salvación en el
futuro o ponerla en un determinado momento de la historia es una operación de
nuestra mente. En realidad – bajo una perspectiva cristiana – Cristo está
muriendo y resucitando en este preciso momento. Y nosotros con él, por él y él.
Por ende se necesita reinterpretar la
historia y devolverle su carácter relativo. Hablar de la relatividad de la historia asusta y mucho. El cristianismo, como
todas las religiones de revelación histórica otorga un valor casi absoluto a la
historia: el Dios bíblico es el Dios que acompaña al pueblo, que educa a través
de procesos, que vive todas las etapas humanas de crecimiento y aprendizaje. Es
el Dios que se revela como historia y adentro de la historia. Parecería que
devolver a la historia su carácter relativo borraría todo eso. Obviamente desde
el dualismo mental es así: la mente no puede comprender al mismo tiempo
relativo y absoluto.
Desde la no-dualidad o el camino místico en
cambio las dos dimensiones coexisten, se respetan y son trascendidas.
Decir que todo está ocurriendo ahora y que
lo único real es el presente no borra lo histórico: lo salva, porque lo ancla a
lo eterno.
Entonces todas las luchas intrahistóricas
para la dignidad humana y la humanización no pierden su sentido, no pierden su
valor y no pierden lo que de entusiasmo y pasión conllevan. Simple y
maravillosamente se viven desde el punto interior inmóvil: el eterno presente
de Dios.
En este sentido el zen aporta trascendencia
al cristianismo relativizando lo histórico y el cristianismo aporta pasión y
humanización relativizando lo trascendente.
Los matices distintos
El evangelio hunde sus hermosas raíces en
la cultura judía donde el proceso de fe del pueblo se expresó en una relación
personal con la divinidad. La divinidad es un “Tu”, el Misterio es relacional.
Jesús obviamente empalma su experiencia de Dios en este tronco, el tronco de
Jesé (Is 11, 1). Jesús y el evangelio expresan el Misterio con las categorías
culturales, mentales y religiosas de su tiempo. En este ambiente cultural
podemos descubrir matices distintos entre evangelio y zen. Matices distintos
que si comprendidos bien – lejos de dividir o separar – van enriqueciendo la
expresión y la belleza de Misterio.
El zen se desarrolla en un ambiente
distinto. Hunde sus raíces en la cultura oriental empapadas de taoísmo y budismo.
No se expresa entonces como una fe personal en una divinidad. Es más bien
impersonal y místico. Experimenta la trascendencia a partir de la interioridad
y del silencio.
5. Naturaleza
El evangelio y el zen están absolutamente
enamorados de la naturaleza. Tratar el tema de la naturaleza y la creación a la
luz del evangelio y del zen es comprenderlo en profunda unidad con las
dimensiones de realidad y vida. Podríamos decir que la naturaleza
es un aspecto, una dimensión de la realidad una y de la vida una.
Muchas paginas del evangelio sugieren un
profundo amor de Jesús por la creación. Profundo amor que se expresa en la
atención y el respeto. Jesús logra percibir – lo hemos visto al hablar de la
realidad – el meollo de la naturaleza en todos los detalles que la vida le
presenta. Es tan así que sus enseñanzas se fundamentan prácticamente siempre en
la observación atenta de la creación. Jesús toma elementos cotidianos de
nuestra experiencia de la creación y los trasforma en parábolas, en gestos, en
maestros: los lirios, los pájaros, el sol, el trigo, la viña, la semilla, la
higuera, el pan y el vino…
Sin duda la naturaleza es para el evangelio
uno de los caminos privilegiados para el despertar.
San Bernardo de Claraval escribía en 1138 a
Enrique de Murdach, abad de Vauclair: “Más
se aprende en los bosques que en los libros. Los árboles y las rocas te enseñarán
cosas que no aprenderías en otros lugares”.
Esta indicación hubiera podido salir
perfectamente de la boca de un maestro zen. Tal vez con más precisión: “este
árbol” y “esta roca”. Para el zen no existe lo general, siempre la realidad
surge en el aquí y en el ahora. El zen está sumamente anclado y atento a la
vida. En cada detalle descubre la totalidad. Las enseñanzas zen – cuentos,
mondos, haikus, koan – utilizan casi siempre elementos de la naturaleza. El zen
descubre y aprovecha de la profunda unidad que descubre entre presente, realidad, vida: aquí y
ahora la vida plena se manifiesta. Y siempre en esta manifestación hay
elementos de la naturaleza. Si no manipulamos esta manifestación, “si dejamos las cosas como son” – como
subraya el zen – todo aparece en su perfección y esplendor.
6. Lo Uno
El evangelio y el zen – con matices y
enfoques distintos – invitan a trascender el dualismo para entrar en la
experiencia de lo Uno.
Es especialmente el evangelio de Juan que
subraya la experiencia de la unidad y de lo Uno que fue clave en la existencia
de Jesús de Nazaret.
Todo el capitulo 17 de Juan gira alrededor
de lo Uno. Jesús siente que el fondo de la realidad – qué llama su Padre, a
partir de las categorías socioculturales de su tiempo – es misteriosamente y
maravillosamente, Uno.
Todo brota de lo Uno y vuelve a lo Uno. Jesús
invita a sus discípulos a entrar en esta experiencia y a vivir todo a partir de
esa experiencia. En la historia de la iglesia y en la predicación se entendió
este texto como una invitación moral y volitiva: tenemos que construir la
unidad.
Desde una lectura más profunda que logra ir
más allá de los obvios condicionamiento culturales podemos leer el texto en
clave no-dual: Jesús está expresando el núcleo de lo que es, no lo que falta.
Solo existe lo Uno que es lo que todos somos: simplemente hay que reconocerlo y
vivirse a partir de ahí.
Cambia totalmente el enfoque.
Lo vemos también en el famoso texto de
Mateo, llamado del “juicio final”: 25, 31-46.
Lo que se hace o no se hace a una persona,
se hace o no se hace a Jesús mismo: “Les
aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo
hicieron conmigo” (Mt 25, 40). Obviamente hay que salir de la mentalidad
individualista y racionalista occidental. Jesús está hablando desde su
experiencia radical de lo Uno, no desde su “yo” psicológico. Interpretar el
texto como si Jesús hablara desde su “yo” personal e individual engendró todo
un devocionalismo superficial y a menudo enfermizo.
Lo que Jesús está diciendo es lo que hoy en
día afirma la física cuántica: todo tiene que ver con todo. “No se puede zarandear una flor sin afectar a
una estrella” como diría el poeta inglés Francis Thompson (1859-1907).
En el texto de Mateo no habla el “yo”
individual del Maestro de Nazaret, sino la conciencia Una y universal: el único
“Yo” (la Subjetividad Absoluta la
llama el zen) encontrando plena apertura y disponibilidad en Jesús se expresa
en él. Jesús se percibe Uno con este Yo Absoluto y se percibe como
manifestación original de lo que todos somos. Por eso “lo que se hace o no se
hace a alguien afecta a mí mismo y a todo el Universo, porque en el fondo somos
Uno y solo existe lo Uno”.
El zen confirma todo esto y lo pone al
centro de su vivencia. Al zen no le interesa si este Yo Absoluto es personal o
impersonal – cosa que angustia a mucho teólogos católicos – porque “personal” o
“impersonal” son, otra vez, simples categorías mentales. La realidad no es
personal ni impersonal, simplemente es.
A la teología católica preocupada por
salvar la “personalidad” de Dios, podemos decir que definir a Dios como persona
es encerrar una y otra vez al Misterio. El concepto de “persona” es obviamente
un concepto humano y por ende histórico, limitado, parcial. Cuando nació el
concepto de “persona” y se aplicó a Jesús en los primeros concilios dogmáticos
de la iglesia el termino expresaba y significaba algo distinto a lo que hoy
entendemos por “persona”.
Podemos afirmar más coherentemente y
humildemente que lo que llamamos “Dios” – el Misterio indecible e indefinible –
es impersonal, pre-personal, personal, transpersonal. Es el Misterio que nos
permite experimentarnos como personas. “Dios” – más allá de toda categoría – se
experimenta a sí mismo como persona en el ser humano.
Entonces el zen está más allá de toda
categoría y concepto. Dicho en otros términos: más allá de la mente. Por eso el
zen es no-mente. Pero atención: si por “no-mente” entendemos otro concepto
entonces el zen está más allá también de la “no-mente”.
Al zen le interesa experimentar la vida en
este momento. Y la Vida justamente no es un concepto y está más allá de todo
concepto y definición. Es la vida UNA que se manifiesta perfecta e indefinible
en este momento. La misma Vida de la cual el evangelio es testigo.
7. Vida
Esa misma Vida se encuentra en el núcleo
del evangelio y del zen. Interesantísimo.
El evangelio es “el evangelio de la vida y
para la vida”. Todo el evangelio es un himno a la vida. “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn
10, 10) podría ser una síntesis perfecta del evangelio.
Jesús se define a sí mismo como “camino, verdad y vida” (Jn 14,6). También
dice: “Yo soy la resurrección y la vida”
(Jn 11, 25).
Para Jesús y para el evangelio no hay
experiencia de Dios afuera de la experiencia de la vida. Vivir es experimentar
a Dios.
El padre de la Iglesia Ireneo de Lyon lo
había comprendido y acuñó la famosa frase: “La
gloria de Dios es el hombre viviente”. La “gloria” – Dios manifiesto – es
que el hombre viva y viva en plenitud.
El zen es pura vida. No piensa en la vida o
sobre la vida: simplemente vive.
8. Ver
El evangelio y el zen en su disciplina y
enseñanzas subrayan la importancia del ver.
Es importante que nos preguntemos desde ya:
¿Qué entienden por ver? Obviamente no
se refiere al ver físico, sino a la que las tradiciones místicas llaman “el tercer ojo”. El “tercer ojo” es el
ojo espiritual, el ojo que logra ver la esencia de la realidad. Evangelio y zen
apuntan a la apertura de este tercer ojo.
En sentido estricto la apertura del tercer
ojo corresponde a la iluminación en el zen o a la experiencia de la resurrección
en el cristianismo y esta apertura es gracia, don, regalo: también en eso
evangelio y zen coinciden. La apertura del tercer ojo no se provoca con
esfuerzo y voluntad. Pero si, se puede ejercitar.
Ejercitarse en el ver para el evangelio y
el zen requiere esencialmente dos dimensiones: detenimiento y atención.
Detenerse supone quietud y silencio:
notamos que también en lo que se refiere a la visión física mirar bien en
movimiento no es sencillo. Para mirar bien hay que detenerse. Es lo que la
tradición cristiana llama “contemplación”. No alcanza detenerse, se necesita el
esfuerzo de atención. El esfuerzo de atención es en realidad un esfuerzo
pasivo, un dejar de interponer interpretaciones a la realidad. La capacidad de
atención es propia del ser humano y en determinadas circunstancias brota sola.
Desarrollar esta capacidad de atención que ya tenemos es de vital importancia.
Estar atentos es dejar de pensar para recibir la realidad pura, así como nos es
regalada y se nos presenta en el momento presente. Estar atentos es dejar de
juzgar y discriminar la realidad: bien y mal, justo e injusto, me gusta y no me
gusta.
Esta suspensión radical del juicio nos
cuesta horrores a los occidentales: la revolución científica y positivista nos
acostumbró a penetrar la realidad para poseerla. Es la pretensión absurda de
tener la verdad e imponerla. Pretensión que va de la mano con el moralismo
hipócrita: trazamos superficialmente limites y estancamos los supuestos “bien”
y “mal” en esquemas rígidos y muertos. Pero la Vida no conoce esquemas rígidos
y, menos, “muertos”: justamente es Vida. La Vida abarca bien y mal, da vuelta
constante a nuestras concepciones. De un supuesto “mal” brota un bien y de un
bien aparece un “mal”. El evangelio lo dice con la imagen del grano de trigo
(Jn 12, 24): lo que parece un mal para el grano (muerte) se convierte en espiga
fecunda. La invitación evangélica a no juzgar va mucho más allá del tinte
moral: es la invitación a recibir la vida entera, en su totalidad.
Este esfuerzo pasivo de atención genera la
comprensión: logramos por fin comprender más en profundidad la vida en todas
sus dimensiones y manifestaciones.
El evangelio se refiere a menudo al tema de
la vista y la visión, especialmente con los relatos de curación de ceguera:
Mc 8, 22-26
Mc 10, 46-52 (Mt 20, 29-34; Lc 18, 35-43)
Mt 9, 27-31
Mt 12, 22
Jn 9, 1-41
Especialmente el relato de Juan es de una
fuerza simbólica abrumadora. Los últimos versículos nos confirma que Jesús se
refiere al “tercer ojo”:
“Después
Jesús agregó: «He venido a este mundo para un juicio: Para que vean los que no
ven y queden ciegos los que ven». Los fariseos que estaban con él oyeron esto y
le dijeron: «¿Acaso también nosotros somos ciegos?». Jesús les respondió: «Si
ustedes fueran ciegos, no tendrían pecado, pero como dicen: “Vemos”, su pecado
permanece».” (Jn 9, 39-41).
Más allá de las curaciones de cegueras
donde Jesús intenta abrir nuevos espacios de visión, el evangelio nos relata a
menudo la visión detenida y atenta del Maestro:
Lc 12, 22-32: la mirada sobre la naturaleza
que descubre la providencia del Padre.
Mc 10, 21: la mirada llena de amor al rico.
Lc 19, 5: la mirada que descubre a Zaqueo
sobre el árbol.
Lc 19, 41-44: la mirada compasiva sobre
Jerusalén.
El zen de igual forma insiste mucho en el
ver. “Ver las cosas como son”: en
esto consiste la iluminación (satori). Y las cosas – ya lo hemos visto –
siempre son como son. Dice el zen: “si
las comprendes las cosas son como son, si no las comprendes las cosas son como
son”. El “problema” no está en las cosas, está justamente en la visión. El
zazen (meditación sentada) es la práctica central del zen: la práctica de salir
de la interpretación de la realidad para verla tal cual es.
Las diferencias
Por último hablamos de las diferencias entre
evangelio y zen. La opción de dejar al final el tema de las diferencias no es
casual. Después de todo lo dicho podemos comprender más cabalmente donde se
ubican las diferencias: en el plano de la manifestación. El evangelio y el zen
nos mostraron como la realidad es profundamente UNA: el Misterio invisible y
eterno es UNO y se manifiesta admirablemente y plenamente en el aquí y ahora.
Las diferencias por ende se comprenden
relativamente y secundariamente como expresión
distinta de lo mismo.
Comprendidas así las diferencias – también las que
nuestro intelecto considera más radicales e insuperables – se convierten en
riqueza, añadiendo matices nuevos a lo infinito e inabarcable. Las diferencias
van manifestando rostros distintos de lo UNO. Entonces no separan. ¿Cómo pueden
separar si brotan de lo UNO, manifiestas aspectos de lo UNO y regresan a lo UNO?
Entre el evangelio y el zen subrayo dos grandes
diferencias:
a) La Palabra
El evangelio, lo hemos visto de rebote, surge de
una de las grandes religiones de la Palabra y del libro: el judaísmo. El
cristianismo que nace del evangelio es también “religión” del libro. El prologo
del evangelio de Juan lo recalca:
“Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba
junto a Dios, y la Palabra era Dios. Al principio estaba junto a Dios. Todas
las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de
todo lo que existe” (Jn 1, 1-3).
En la revelación bíblica el
Dios que se revela es el Dios de la Palabra, el Dios que habla y que crea con
su Palabra. Es un “Tú” que nos habla y al cual podemos hablar. Todo esto queda
obviamente plasmado en textos escritos – La sagrada Escritura – que
materializan la Palabra dicha y escuchada.
La liturgia cristiana se
centra en la Palabra de Dios. Dios sigue hablando a su pueblo a través de la
Palabra anunciada en la liturgia de la iglesia.
El zen desconfía de la
palabra, porque las palabras y el lenguaje humano surgen de la mente y la mente
no puede captar la realidad. La mente inquieta y buscadora siempre interpreta y
discrimina. Por eso el silencio es central.
Las palabras son simples
indicadores, el famoso “dedo que apunta a la luna”. Las palabras no son la
realidad, simplemente la indican. La realidad es silenciosa.
Más allá que en la tradición
cristiana hubo y hay experiencias y posturas muy parecida a este planteamiento
del zen, podemos intentar descubrir el enriquecimiento mutuo de estas dos
formas de acercarse a la palabra.
El zen podría enriquecerse de
la experiencia bíblica de la Palabra comprendiendo el valor fundamental de la
palabra en la comunicación humana. Las palabras y el lenguaje, a pesar de no
ser la realidad, son esenciales en la experiencia histórica y psicológica del
ser humano. Usada bien la palabra puede manifestar maravillosamente la belleza
del ser.
El evangelio y en especial la
liturgia cristiana y la oración podrían enriquecerse con la sobriedad y la
humildad que el silencio inevitablemente regala a sus amantes. En el mundo
occidental y la iglesia católica hay una terrible inflación de la palabra: nuestras
liturgias son verborragias, estamos repletos de documentos y textos que pocos
leen, el nivel de superficialidad de nuestro hablar es preocupante. Además la
fe cristiana podría recuperar la dimensión de “signo” de la palabra: las
palabras y cualquier palabra es un simple signo de algo más, el Misterio
indecible por el cual y en el cual todo palabra es dicha. Dice muy bellamente
Maestro Eckhart: “Quien no llegara a
conocer nada más que las criaturas, no necesitaría reflexionar nunca sobre
sermón alguno, pues toda criatura está llena de Dios y es un libro”.
b) El Salvador y la salvación
Otra diferencia importante la podemos encontrar
considerando el tema de la salvación. Algo ya hemos dicho. Para el cristiano es
central la fe en un Salvador: Jesús de Nazaret el Cristo nos salvó con su
muerte y resurrección. Se puede concentrar resumir en esta frase el núcleo de
la fe cristiana – kerigma – así como
es comprendida y anunciada por la iglesia. El evangelio obviamente no explicita
de esta manera la fe. Son las cartas de Pablo las que tienen las afirmaciones
más contundentes sobre esta realidad. Desde una lectura mítica y racional de la
realidad no podemos superar el nivel personal-individual: esta lectura necesita
ver en Jesús un Salvador personal. Los problemas que resultan de esta lectura
exclusiva son muchos e irresolubles: ¿qué significa “salvación”? ¿dónde está el
individuo Jesús de Nazaret en este momento? ¿Cómo entender la salvación para la
mayoría de los seres humanos que no entran en contacto con Jesús? ¿Cómo
entender la salvación para los seres humanos que vivieron antes del Jesús
histórico? ¿Cómo y dónde ver la salvación en un mundo que sigue asolado por el
odio y la violencia? Solos unas pocas preguntas a las cuales la teología
católica sin duda intentó e intenta dar respuestas. Respuestas que en las
mayorías de los casos quedan en suposiciones e intrigados juegos mentales
intentando salvar la doctrina católica clásica: y cuando no se sabe bien que
decir se recurre al Espíritu Santo. Decía acertadamente Einstein que “ningún
problema puede ser resuelto con el mismo nivel de conciencia con el que fue
creado”, lo que significa que los
problema abiertos desde un nivel de conciencia mítico y racional no se pueden
solucionar desde este mismo nivel. Tenemos que acceder a otro nivel: el no-dual
o místico. Este nivel nos ofrece una manera nueva, más profunda y más sabia de
leer la realidad, sin descartar ni rechazar lo anterior. Este nivel de
conciencia corresponde a la llamada “sabiduría perenne”: el ser humano desde
siempre tuvo la certera intuición sobre los aspectos esenciales de la realidad.
Por eso lo que el nivel místico nos hace descubrir hoy, en su raíz estaba ya
presente y latente desde los primeros textos que rastreamos en la historia
humana. Por eso “sabiduría perenne”: en el fondo lo que siempre fue, es y será.
Por distintas razones lo que llamamos “historia” a menudo sigue otros rumbos y
el hombre se pierde, se equivoca, aprende. Y vuelve a aprender lo que desde
siempre sabe: “Yo Soy” en palabras del Maestro. Leer desde el nivel místico la
persona de Jesús nos hace descubrir “otra” salvación. Jesús no nos salva a
partir de su “ego”: no es el superhéroe que la humanidad siempre añora e
idealiza. Jesús “nos” salva porque
nos muestra que la salvación es lo que somos. Somos salvación simplemente
porque somos. La conciencia de ser es
intemporal, infinita, trascendente e inmanente a la vez. En este momento puedes
ser “consciente de ser”: eso es salvación. Jesús nos revela que la
individualidad y la persona surgen del Ser, del único “Yo Soy”. Y obviamente
este conciencia de Ser es un regalo que se hace carne en un individuo y su
forma mental: por eso es salvación. La
conciencia de ser va fluyendo y expresándose en las infinidades de formas que
conocemos: cuando se cristaliza caemos en la ilusión del ego y de la
separatividad. Nos creemos individuos aislados y separados. Por eso que
autoconocimiento y salvación no se oponen, sino crecen juntos, como dos caras
de lo mismo. Más voy creciendo en la conciencia de ser, más me siento salvado, soy consciente que “ser” es un
regalo que me precede, me sostiene, me inunda continuamente. El zen no se
plantea explícitamente el tema de la salvación justamente porque radica su
experiencia en el ser que existencialmente coincide con la vida, aquí y ahora.
La iluminación – el satori – es
justamente la experiencia de ser, más allá de la experiencia de la
impermanencia. Todo pasa, pero “Yo Soy”. Es el consejo del sabio hindú
Nisargadatta: “Abandone
todas las preguntas excepto una: «¿quién soy yo?». Después de todo, el único
hecho del que usted está seguro es que usted es. El «yo soy» es cierto. El «yo soy esto»
no.”
Este “yo soy” es el mismo de
Jesús: “Yo Soy”. Trasciende lo individual, sin negarlo. Las acusaciones
occidentales/cristianas al zen (y el budismo en general) de ser doctrinas de
auto-salvación no tienen justamente en cuenta el concepto de individuo.
Aplicamos nuestro concepto de individualidad al zen y juzgamos desde ahí. Para
el zen no puede justamente haber auto-salvación porque no hay individuo en
sentido estricto. Hay salvación sin salvador individual podemos decir. Como
dice un maestro zen: “en sentido estricto
no hay un individuo iluminado, hay experiencia de iluminación”. Desde le
perspectiva cristiana podemos afirmar que “los salvadores”, “los iluminados”,
en nuestro caso el maestro de Nazaret son individuos que experimentaron la salvación. Experimentaron con claridad
el ser. Su conciencia de ser fue plena, total, inequívoca. Hubo también quien
definió la iluminación zen como “intimidad
con todas las cosas”: si todo es lo mismo surgiendo de lo UNO, la
experiencia de la iluminación/salvación es también experiencia de profunda intimidad
con todo.
En esto entonces evangelio y
zen pueden enriquecerse recíprocamente: el cristianismo enfatiza la dimensión
individual e histórica y el zen la dimensión impersonal y atemporal.
Concluyendo
Después de nuestro breve estudio comparativo sobre
evangelio y zen podemos afirmar sin duda que Jesús es el hombre zen. Obviamente
lo podemos afirmar hoy y esta
afirmación enriquece la figura del maestro de Nazaret y abre caminos de
comunión. El Jesús histórico se movió en su cultura judía del primer siglo y
posiblemente no tenía conocimiento de otras tradiciones espirituales. Más aún,
como afirman muchos: “Jesús no era
cristiano y Buda no era budista”. Los verdaderos maestros no se definen y
no fundan religiones. Simplemente viven y aman. El zen justamente se escapa a
cualquier definición e intento de manipulación. El zen es y no es, como todo maestro.
Hunde sus raíces en el Misterio indefinible del ser humano y de todo lo
existente.
Jesús es el hombre zen porque vive desde el
Misterio. Es libre y libera. No se deja atrapar ni definir. Su actuar sorprende
y cuestiona. Se deja cuestionar y sorprender. Ama al Universo y al detalle. Es
firme y compasivo, radical y tierno. Vive la plenitud del instante. Se enamora
y enamora. Hombre de la más pura soledad y más genuina comunión. Jesús, el
maestro de Nazaret. Jesús el hombre zen. Jesús nuestra identidad eterna: aquí y
ahora.
Todo esto del Jesús histórico es accesible hoy y
para todos a través de lo que hemos llamado “Cristo interior”. El Cristo
interior expresa justamente eso: nuestra esencia eterna, más allá de su manifestación histórica y concreta. Esencia eterna
que para los cristianos nos fue revelada por el maestro de Nazaret. Su caminar
por las calles polvorosas de la Palestina del primer siglo, sus palabras y sus
gestos, su entrega amorosa nos quedan como icono y memorial, historia pasada y
eterno presente. Todo condensado y resumido en un punto aquí y ahora: eterno,
omnipresente, omniabarcante. El Cristo interior.
Stefano
Cartabia OMI
stefanocartabiaomi@gmail.com
No hay comentarios.:
Publicar un comentario