viernes, 31 de mayo de 2024

Marcos 14, 12-16.22-25


 


Celebramos hoy la fiesta de la Eucaristía, fiesta de la Presencia del Resucitado en el sacramento del pan y del vino, fiesta de la Comunión y de la Alianza.

 

A nadie se le escapa, me parece, la profunda crisis que está atravesando este sacramento tan importante y apreciado en la Iglesia Católica.

 

Una crisis – y la etimología griega nos lo confirma ya que indica “decidir” – no es algo negativo, sino un momento de profundo cambio, una invitación a crecer y a extraer luz de la oscuridad.

 

Generalmente e inconscientemente el ser humano, frente a una crisis, toma dos posturas: o se encierra en un dogmatismo estéril o abandona el barco y se entrega al sin sentido, “tirando al niño con el agua sucia”, como dice el refrán.  

Es lo que también vemos en esta crisis de la Eucaristía.

 

Intentemos acá optar por algo más difícil, pero más consciente y que, a mi criterio, puede conducirnos a crecer, a trascender la crisis y a encontrar una nueva luz.

 

Trascender una crisis consiste en recuperar lo valioso y lo perdido y a reinterpretar a la luz del presente.

 

En el caso de la Eucaristía estamos llamados a recuperar el sentido de la Presencia, de la Alianza y de la Unidad y a reinterpretar en un sentido Cósmico.

 

La Eucaristía es, antes que nada, signo y símbolo de la Presencia. El Misterio de Dios es el Misterio de la Presencia. Vivimos desde la Presencia y en la Presencia, también en su forma de Ausencia. Desde Dios la Ausencia es otra forma de la Presencia, como la muerte es una manifestación más de la Vida. La Eucaristía nos recuerda que todo es Presencia, cuando lo sabemos ver.

 

La Eucaristía es Alianza. El texto de hoy es claro: “Esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza, que se derrama por muchos” (14, 24). La categoría de la Alianza – el pacto de amor y fidelidad entre Dios y su pueblo – es la categoría central de la revelación bíblica y Jesús no podía que insertarse en esta tradición. Resuenan las fundamentales palabras que encontramos en Jeremías y que marcan un antes y un después: “Llegarán los días – oráculo del Señor – en que estableceré una nueva Alianza con la casa de Israel y la casa de Judá. No será como la Alianza que establecí con sus padres el día en que los tomé de la mano para hacerlos salir del país de Egipto, mi Alianza que ellos rompieron, aunque yo era su dueño – oráculo del Señor –. Esta es la Alianza que estableceré con la casa de Israel, después de aquellos días –oráculo del Señor –: pondré mi Ley dentro de ellos, y la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios y ellos serán mi Pueblo” (31, 31-33).

Jesús recupera esta Alianza y, a través del signo del pan que anticipa y resume su total entrega, nos dice que esta Alianza es irrompible y eterna.

 

La Eucaristía es Unidad. La Eucaristía es el sacramento y el gesto que nos recuerda de dónde venimos y hacia donde vamos: lo Uno. El mismo pan se fracciona y reparte. El mismo pan, la misma Presencia nos nutre. Somos Uno y el pan eucarístico nos lo recuerda de una forma muy concreta, emotiva y afectiva.

 

Ahora podemos reinterpretar la Eucaristía en su sentido Cósmico. A la luz de la evolución de la Consciencia y de la visión mística y no-dual podemos comprender que, como afirman muchos místicos y teólogos, el Universo es, metafóricamente, “el cuerpo de Dios”.

Jesús, tomando el pan en sus manos, ¡está tomando toda la realidad! No podemos reducir la Eucaristía al solo y simple pedacito de pan. La Eucaristía nos abre al cosmos, nos ayuda a descubrir la encarnación de Dios en el Universo entero. En ámbito cristiano uno de los precursores actuales de esta visión, fue sin duda el gran Teilhard de Chardin; en su famoso libro “La Misa sobre el mundo”, Teilhard ahonda en esta experiencia cósmica y mística.

 

Nos dice: “Cuando Cristo desciende sacramentalmente a cada uno de sus fieles, no lo hace sólo para conversar con él (…), cuando dice, por mediación del sacerdote: «Este es mi cuerpo», estas palabras desbordan el trozo de pan sobre el que se pronuncian: hacen que nazca el Cuerpo místico entero. Más allá de la Hostia transustanciada, la operación sacerdotal se extiende al Cosmos mismo (…). La Materia entera experimenta lenta e irremediablemente, la gran Consagración.”

 

Recuperar así la Eucaristía, hará que el Espíritu nos transforme también en eucaristía: vida agradecida y entregada.

Nos convertiremos también nosotros en sacramento de la Presencia: ¡que extraordinario y conmovedor!

Terminemos con una oración maravillosa del mismo Teilhard:

 

Me postro, Dios mío, ante tu Presencia en el Universo, que se ha hecho ardiente. Y en los rasgos de todo lo que encuentre, y de todo lo que me suceda, y de todo lo que realice en el día de hoy, te deseo y te espero.

 

 

 

 

 

sábado, 25 de mayo de 2024

Mateo 28, 16-20


 


Celebramos hoy a la Santísima Trinidad. A nivel mental y conceptual no podemos y no conviene decir mucho: el Misterio nos supera y nos trasciende.

Solo podemos intuir elementos y dimensiones que nos guíen en la dirección correcta y, sobre todo, que nos puedan iluminar y servir para nuestro crecimiento espiritual.

 

Antes que nada, el Misterio trinitario es un Misterio de Presencia, así como Jesús lo reveló.

El texto de hoy nos lo dice a claras letras: “yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo” (28, 20).

 

Mateo encierra todo su evangelio en el Misterio de la Presencia, el “Dios con nosotros”, el Emanuel: “La Virgen concebirá y dará a luz un hijo a quien pondrán el nombre de Emanuel, que traducido significa: «Dios con nosotros»”; así nos dice Mateo en el capítulo 1 y termina afirmando la Presencia hasta el fin del mundo.

 

Resuenan las palabras de Pablo en los hechos de los apóstoles: “en él vivimos, nos movemos y existimos” (17, 28).

 

Toda la Escritura, toda la Revelación judeo-cristiana se puede resumir en la categoría de la Presencia: Dios está siempre y nosotros estamos en Dios. Dios es, y nosotros, desde Él y en Él, somos.

 

Esta Presencia – aquí viene algo extraordinario y conmovedor – tiene dos características esenciales: el deseo y el movimiento.

Deseo y movimiento revelan la estructura amorosa de la Presencia y de la realidad, de todo lo que es.

La Presencia es Amor y el Amor es Presencia.

 

El Amor es, esencialmente, relación y podemos comprender la relacionalidad del amor a partir del deseo y del movimiento.

 

A partir de un lenguaje metafórico, podríamos decir: El Padre desea al Hijo y se mueve hacia él, el Hijo desea recibirse del Padre y volver a Él, y el Espíritu es el incesante movimiento.

 

Esta es, en el fondo, la estructura del amor. Si reflexionamos sobre nuestra experiencia humana del amor veremos que siempre tiene estas tres dimensiones esenciales: presencia, deseo y movimiento.

 

El amor es un acto de presencia: aquí estoy, para ti, ahora.

El amor es deseo: algo me atrae irresistiblemente.

El amor es movimiento: salgo de mi mismo para ir hacia el objeto de mi amor y regreso a mí.

 

Desde siempre la mística subraya estas tres dimensiones y hoy quiero compartir con ustedes esta visión a partir de un místico especial y original: Dante Alighieri (1265-1321) y su “Divina Comedia”.

 

La Divina Comedia, sin dejar de ser un texto literario y poético es, esencialmente, un texto místico, reflejo de la experiencia espiritual de Dante.

No por nada, la Comedia, fue definida como el “quinto evangelio” o el “último libro de la Biblia”.

 

¿Qué encontramos en el centro de la Divina Comedia?

¿Cuál es el eje alrededor del cual todo gira?

 

Deseo y movimiento, justamente. Asombrosamente. Maravillosamente.

 

Solo si tenemos presente este eje, podremos comprender cabalmente este fascinante texto místico-literario.

 

El Paraíso – canto 1, verso 1 – empieza así: “La gloria di colui che tutto move” – “La gloria de Aquel que todo lo mueve”.

 

El Paraíso, y toda la obra termina así (canto 33, verso 145): “l’amor che move il sole e l’altre stelle” – “El amor que mueve el sol y las demás estrellas”.

 

Dante hace como Mateo, juega con la inclusión, para darnos un mensaje contundente: Mateo incluye su obra desde la Presencia y Dante la suya, desde el movimiento.

 

El infierno – notamos la genialidad de Dante – es justamente lo opuesto: la fijación, lo estático, lo rígido. Nada se mueve, el deseo está muerto: el mismísimo Lucifer – en el centro del infierno, el noveno circulo – está congelado de la cintura para abajo. Nada de fuego ahí: el fuego se mueve, el hielo no.

 

El Misterio de Dios lo intuimos desde la Presencia, el deseo y el movimiento. Es la ley y la dinámica del amor.

 

¿Queremos conocer la Trinidad?

 

Vivamos. La vida lo tiene todo. La vida nos enseña, la vida es sabia y es maestra. Dios mueve y se mueve en la vida.

Vivamos desde la Presencia, demos cabida al deseo y dejémonos mover por el amor.

 

 

 

 

sábado, 18 de mayo de 2024

Juan 20, 19-23


 

 

En esta fiesta de Pentecostés se nos presenta el brillante relato de la aparición del Resucitado, según el evangelista Juan. En los relatos de las apariciones, estamos invitados a ir más allá de lo metafórico y simbólico, para descubrir el mensaje que encierran para nosotros hoy: ¡Hoy “se nos aparece” el Resucitado! ¡Hoy se nos revela el Espíritu!

 

Uno de los puntos claves de las apariciones – tal vez es el mensaje principal – es el eje Espíritu/paz.

 

El Espíritu del Resucitado trae la paz.

Donde está el Espíritu está la paz, donde está la paz está el Espíritu.

 

Nos dice Pablo: “el Reino de Dios no es cuestión de comida o de bebida, sino de justicia, de paz y de gozo en el Espíritu Santo” (Rom 14, 17). También lo reafirma en el famoso texto de Gálatas 5, 22: “el fruto del Espíritu es: amor, alegría y paz, magnanimidad, afabilidad, bondad y confianza, mansedumbre y temperancia.

 

En estos tiempos convulsionados, tiempos de guerras, de conflictos, de inestabilidad política y económica, de crisis sociales y religiosas, el don de la paz que el Espíritu nos ofrece, es esencial y es el rumbo a seguir.

 

Sin paz, todo se descolora, todo pierde sentido y fuerza.

Sin paz hasta las cosas bellas, merman en su belleza.

Sin paz, el amor cae en el voluntarismo.

Sin paz no hay futuro y la alegría huye.

 

La paz lo es todo.

La paz es luz en la oscuridad, la paz es esperanza en el dolor.

 

Esta centralidad de la paz, la vieron muchos maestros y místicos.

 

San Juan Bosco llegó a afirmar: “Quién tiene paz en su consciencia, lo tiene todo.

Y el santo ortodoxo, Serafín de Sarov (1759-1833), dice: “Adquiere la paz interior y miles a tu alrededor encontrarán la salvación.

 

La paz fundamental y primigenia surge desde dentro, desde el corazón. Empieza siempre por uno mismo.

Nos dice el Dalai Lama: “Tenemos que aprender a enfrentarnos a nuestras emociones destructivas. Si lo hacemos, seremos capaces de comprender que el corazón cálido es la base de la paz mundial.

 

La paz es don y tarea. Como todo.

La paz nos la regala el Espíritu, cuando nos encuentra vacíos, abiertos, desapegados, disponibles.

 

Nos dice el profeta Isaías (26, 12):

 

Señor, tú nos darás la paz,

porque todas nuestras empresas

nos las realizas tú.

 

Desde la paz comprendemos que es el Espíritu que actúa a través de nosotros.

 

Para entrenar la paz es necesario aprender a descubrir la plenitud en lo poco, en la pobreza, en lo simple.

El poeta sufí Hafiz lo expresa así:

 

En el jardín del mundo, una rosa

para mi es suficiente;

muchas, una más bella en ese jardín crece:

la bella mía es suficiente.

Fuera, en el prado, toda la sombra que pido

cae del ciprés que llamo mío

 

Cuando descubrimos que el momento presente es perfecto y suficiente, la paz nos inunda, el Espíritu nos la regala.

 

Terminemos con un poema/oración al Espíritu que nos habita y nos guía a la verdadera paz:

 

Espíritu de la Luz,

inúndanos de la Presencia.

Respiro del Padre y deseo del Hijo,

ven a nosotros.

 

Ven a cada corazón

que anhela el Infinito Amor.

 

Ven a cada alma,

que te invita silenciosa.

 

Espíritu, humilde susurro

y puerta siempre abierta:

regala la paz al mundo.

 

Tú eres La Paz,

tú lo eres todo;

sostén último de la realidad.

 

Sobre nuestra nada, Tú.

Somos nada y sólo desde ti,

somos, fuimos y seremos.

 

Fuente y Manantial,

Gozo y Libertad,

Vida y Deseo infinito.

 

Solo queremos agradecer,

y ser. Ser Jesús para el mundo.

Ser. Ser presencia.

 

Regálanos la confianza absoluta,

la confianza plena,

y que nuestra vida sea un himno

a la confianza.

 

Ser y dejarnos ser;

amor y dejarnos amar.

Vacío sereno y luminoso.

miércoles, 8 de mayo de 2024

Marcos 16, 15-20

 


Celebramos hoy la fiesta litúrgica de la Ascensión y el texto que la acompaña es el final del evangelio de Marcos.

 

Es un texto que debemos leer, sin duda, en clave metafórica y simbólica: por un lado, tenemos suficiente certeza para afirmar que las palabras que Marcos pone en los labios de Jesús no son de él, en realidad, sino que reflejan el sentir de la comunidad post-pascual y su deseo evangelizador.  

Por otro lado, no podemos tomar la ascensión de Jesús en su sentido literal y materialista, como no podemos tomar al pie de la letra, parece obvio, la expresión: “el Señor Jesús fue llevado al cielo y está sentado a la derecha de Dios” (16, 19)… ¡en la plenitud de la Vida Divina no hay sillas y no hay derecha ni izquierda!

 

¿Cuál es, entonces, el sentido de esta fiesta?

 

Desde la perspectiva cristiana y en términos cristianos, podemos decir que la Ascensión es el cumplimiento de la Encarnación: la humanidad que bajó del cielo, de Dios, vuelve al cielo.

Se cierra el círculo amoroso de la revelación de Dios y tenemos un final feliz; siempre el final es feliz y, si no es feliz, todavía no es el final.

 

Desde una perspectiva más amplia – abarcando las tradiciones religiosas y espirituales de la humanidad – el mensaje central se confirma: cielo y tierra están unidos, divinidad y humanidad son las dos caras de una misma realidad.

 

Es el extraordinario y perenne mensaje de la mística: el fondo de la realidad y de lo real, es lo Uno.

Este Principio Uno – tiene mil nombres y ningún nombre – se revela y se manifiesta en nuestro mundo y en el universo, en infinitas formas.

 

Podemos profundizar y extasiarnos siguiendo la metáfora: el cielo vive en la tierra, la tierra vive en el cielo. Cielo y tierra no están separados, el mismo Amor los une y en ellos el mismo Amor se revela y actúa. Nuestro cielo es la tierra y nuestra tierra es el cielo.

 

Se cae el velo que separa y fragmenta la realidad, se cae el muro que separa a las naciones, y a los corazones.

Se cae la ilusión de la separación de Dios.  

Se caen los miedos, se cae la culpa, se cae la obsesión y la burda centralidad del pecado.

Se caen los motivos que generan conflictos, se cae la búsqueda compulsiva de sentido y de felicidad.

 

Todo se nos da, todo es don y regalo.

Todo es Presencia, Revelación y Mensaje.

 

En la tierra el cielo se manifiesta y la tierra anhela el cielo. Todo está aquí, en su forma efímera y transitoria, pero real. La eternidad se manifiesta el tiempo y el amor se revela en lo frágil; el tiempo anhela lo eterno y lo frágil anhela la plenitud del amor.

 

Estamos llamados a vivir el cielo en la tierra, a descubrir el amor en lo frágil y en el dolor.

Estamos llamados a revelar la Presencia oculta de Dios en lo cotidiano, en lo sencillo y en lo frágil.

El Espíritu nos invita a vivir juntos cielo y tierra, quietud y movimiento; como nos sugiere Gandhi, en un maravilloso texto de 1945:

 

La gota de agua que se ha separado del océano podría tener un momento de descanso, pero la que está en el océano no conoce tal descanso. Lo mismo sucede con nosotros. Tan pronto como nos hacemos uno con el Océano, ya no hay descanso para nosotros y, de hecho, ya no tenemos necesidad de descansar nunca más. Incluso nuestro propio sueño es acción, porque dormimos con el pensamiento de Dios en nuestro corazón. Esta actividad continua constituye el verdadero reposo. Esta agitación incesante contiene el secreto de la paz inefable. Es difícil describir este supremo estado de experiencia humana. Lo han alcanzado muchas almas entregadas y también podemos alcanzarlo nosotros.

 

 

 

 

viernes, 3 de mayo de 2024

Juan 15, 9-17

 


 

En este sexto domingo de Pascua, seguimos con la lectura del maravilloso capítulo 15 de Juan.

El texto de hoy es un himno a la amistad, un himno a dos alas: el amor y la alegría.

 

Es sumamente interesante que Jesús se refiera a la amistad como al fundamento del amor: “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (15, 13).

 

Se podría decir con suficiente certeza que, para el maestro de Nazaret, la amistad es el fundamento de toda vivencia del amor en nuestra experiencia y aventura humana.

 

Es como si la amistad fuera la sólida base desde donde construir las demás expresiones del amor humano: la pareja, los hijos, los padres, el trabajo y, obviamente, los amigos.

Podríamos ver el amor como un desarrollo de la amistad, una amistad que toma una forma y un color concreto.

 

La amistad dice relación humana: el amor es relación.

La amistad dice confianza: el amor es confianza.

La amistad dice entrega: el amor es entrega.

La amistad dice perdón: el amor es perdón.

La amistad dice escucha: el amor es escucha.

 

Por eso la amistad nos hace volar.

Cuando todo se derrumba, nos queda la amistad.

Cuando caemos, la amistad nos levanta.

Cuando gozamos, la amistad duplica el gozo.

 

Y la amistad tiene dos alas, como dijimos: el amor y la alegría.

 

El evangelio de Juan es el evangelio del amor, de la alegría y de la paz: son como los tres ejes alrededor de los cuales gira el cuarto evangelio.

 

Amor, alegría, paz y amistad constituyen entonces un círculo divino y espiritual que se retroalimenta: una dimensión alimenta la otra.

Por eso, si queremos hacer una pequeña y rápida evaluación de nuestro estado de salud espiritual, nos podemos preguntar sobre estas cuatro dimensiones:

 

¿Cómo va mi entrega en el amor?

¿Cómo está mi alegría?

¿Estoy en paz?

¿Vivo la amistad?

 

Decía el escritor ruso Antón Chéjov: “Los infelices son egoístas, injustos, crueles e incapaces de comprender al otro. Los infelices no unen a las personas, las separan.”

 

Jesús conocía bien el corazón humano y por eso une estrictamente el amor y la alegría, nuestras dos alas.

 

El amor nos lleva a la alegría y la alegría nos hace más capaces de amar.

 

Lo sabemos muy bien por nuestra propia experiencia: cuando estamos bien, cuando la alegría nos habita, amar a los demás nos resulta más fácil y placentero. Cuando estamos preocupados o angustiados, la entrega en el amor se hace más difícil.

 

El camino espiritual es el camino hacia el gozo: “Les he dicho esto para que mi gozo sea el de ustedes, y ese gozo sea perfecto.” (15, 11).

 

El evangelio y el mensaje de Jesús es para tu plenitud y tu gozo: ¡no lo olvides!

Este gozo va de la mano con el aprendizaje del amor y con la vivencia de la amistad.

 

Y cuando una amistad está orientada hacia el Misterio, se convierte en éxtasis.

Por eso terminemos con esta fabulosa invitación del maestro Rumi:

 

Manténganse juntos, amigos.
No se dispersen, ni se duerman.
Nuestra amistad vive
de estar despiertos.

 

Etiquetas