sábado, 15 de noviembre de 2025

Lucas 21, 5-19


 

Ni siquiera un cabello se les caerá de la cabeza” (5, 18): ¡a Jesús le gustaban los cabellos! En otra oportunidad dijo: “Ustedes tienen contados todos sus cabellos: no teman, porque valen más que muchos pájaros” (Lc 12, 7).

¡Es interesante notar como Jesús asocia siempre los cabellos a la confianza!

No podemos olvidar el bellísimo gesto de la prostituta: “colocándose detrás de él, se puso a llorar a sus pies y comenzó a bañarlos con sus lágrimas; los secaba con sus cabellos, los cubría de besos y los ungía con perfume” (Lc 7, 38). También acá los cabellos se sitúan en un contexto de extrema confianza y ternura.

 

El cabello, como todo del resto, tiene su lado luminoso y su lado oscuro: por un lado, nos protege la cabeza expresando belleza y vitalidad y por el otro es algo muy delicado y muy frágil. Un poco de estrés o una tiroides que no funciona bien, y el cabello se cae… sin decir, lo tenemos claro, que se cae también con el paso de los años.

 

Se acerca el Adviento y los textos evangélicos que se proponen para nuestra reflexión, reflejan el género apocalíptico: un recurso literario que nos invita a ser conscientes de la brevedad de los tiempos, de la presencia de conflictos y de la necesidad de la fidelidad y la vigilancia.

Nos vienen muy bien estos textos porque, aunque la humanidad desde siempre experimenta la incertidumbre, la brevedad del tiempo y los conflictos, este tiempo que se nos regala vivir tiene, sin duda, un tinte especial y muy fuerte.

 

Estamos en un cambio de época, estamos en una época bisagra: ¿lo podemos ver?

 

La decadencia del sistema político es notoria: sospecho que la mayoría de los gobernantes no pasarían indemnes a una evaluación psiquiátrica. La crisis de las religiones, también es evidente: estancamiento, anacronismo, exterioridad, hipocresía.

Siguen los conflictos, aumenta la pobreza, la contaminación del planeta es brutal, seguimos lanzándonos bombas los unos a los otros.

 

Sin embargo, vamos evolucionando. La evolución de la consciencia es imparable. El Espíritu no se somete a nuestra estupidez y sigue abriendo puertas, sigue desarmando egos, sigue sembrando luz y esperanza.

 

Los caminos de Dios, no son los nuestros. Ya lo había escuchado y transmitido Isaías, hace dos mil quinientos años: “Como el cielo se alza por encima de la tierra, así sobrepasan mis caminos y mis pensamientos a los caminos y a los pensamientos de ustedes” (55, 9).

 

En esta época incierta, la humanidad tiene que soltar la necesidad compulsiva de control y aprender a confiar: la ciencia y la racionalidad no colmaron las expectativas y los delirios humanos de omnipotencia y tampoco lo hará la era tecnológica y tecnocrática.

 

En este cambio de época, la humanidad está llamada a desarrollar la visión espiritual, a ver mejor, a ver más en profundidad. Necesitamos cambiar nuestra cosmovisión, integrando todas y cada una de las dimensiones.

 

Creemos saber, y el Espíritu nos revela nuestra ignorancia.

Queremos controlar la vida, y el Espíritu nos desarma y nos sorprende.

Creemos saber lo que es el amor, y el Espíritu nos cuestiona y nos muestra otra cara del amor.

En esta época incierta, a nivel individual y social, Jesús nos dice: “Ni siquiera un cabello se les caerá de la cabeza.”

 

Ni siquiera uno: no hay detalle que se escape a la vista de Dios. No hay detalle que Dios no sostenga con amor y ternura. No hay detalle que no esté envuelto en su misericordia. Nada se escapa de su mano.

Dijo el rabino Shimón, en el Midrash: “Cada brizna de hierba que hay en el mundo tiene su ángel en el cielo que la golpea en la cabeza y le dice: ¡Crece!.

 

Nuestra esencia y nuestra belleza están siempre a salvo: desde siempre y para siempre. Somos revelación de Dios, somos amor, somos uno con Él, desde Él, por Él, hacia Él.

 

Esta es la raíz de la confianza. Esta, también, es la raíz de la visión.

¿Cómo vivir este tiempo, entonces?

 

Confiando, en primer lugar.

Saliendo de la queja, del apuro, de la esclavitud del pensamiento.

No perdiendo el tiempo en discusiones inútiles, dejando los juicios, renunciando a la estupidez.

Estando más atentos al Espíritu.

Sembrando calma, luz, sabiduría. Escuchando el silencio.

 

En síntesis: viviendo conectados.

No al wifi, sino a nuestro ser y al Espíritu que nos habita.

El Espíritu nos está mostrando que estamos desconectados de lo que somos y que, el despertar espiritual y la evolución de la consciencia, van de la mano de la conexión.

 

 

 


 

sábado, 8 de noviembre de 2025

Juan 2, 13-22

 


 

Celebramos, en este domingo, la fiesta de la dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán en Roma. En mis años de estudio pasaba todos los días por esta basílica, ya que la Pontificia Universidad de Letrán – donde estudié por siete años – está justo detrás de la basílica.

 

Es una fiesta que suena medio anacrónica y eurocentrista, especialmente para los que vivimos lejos de Roma… la fiesta intenta, entre otras cosas, recordarnos la unidad de la iglesia a lo largo y ancho del mundo. Tomemos lo positivo y vamos al evangelio.

 

El texto evangélico que la liturgia nos propone hoy, nos ofrece unas claves de lectura muy bellas, sorprendentes y desafiantes: la violencia y la Casa.

 

Se conoce el texto como la “purificación del templo”: un gesto tremendamente fuerte de Jesús y uno de los pocos acontecimientos relatados por los cuatro evangelistas. Su raíz histórica para indiscutible: más allá de su presencia en los cuatro evangelios, si no hubiera acontecido históricamente, sería muy improbable que los evangelistas nos transmitieran una imagen de Jesús que va aparentemente en contra de su estilo de vida y de su enseñanza sobre el perdón y la misericordia.

 

Jesús nos sorprende: su gesto es violento. ¿Por qué negarlo?

 

Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas” (2, 15): ¿esta no es violencia acaso? ¿Por qué maquillar el texto? En nuestra sociedad muy sensible a la violencia – y por otro lado muy violenta – Jesús hubiera sido denunciado y posiblemente procesado.

 

Como siempre, ser honestos con el texto y con nosotros mismos, es esencial.

Simplemente, debemos comprender; intentar comprender, por lo menos.

 

En otro momento, Jesús también dijo: “Desde la época de Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de los Cielos es combatido violentamente, y los violentos intentan arrebatarlo” (Mt 11, 12).

 

El gesto de Jesús, a mi parecer, tiene dos vertientes: por un lado, nos muestra la humanidad real del maestro. Jesús, como todo ser humano, tiene ego y, en este caso, perdió la paciencia y su ego tomó algo de control.

Por el otro nos sugiere que, en casos puntuales, el amor puede volverse firme, duro y hasta violento.

 

¿Por qué? Porque el amor auténtico va siempre de la mano de la verdad. Y la verdad, lo verdadero, es lo que es: para asumirlo, a veces, necesitamos gestos fuertes.

A veces, para ser fiel a sí mismo, debemos ejercer algo de violencia.

En lo concreto y cotidiano de nuestra vida – lo saben especialmente los padres y los educadores – lo vivimos especialmente a través de la experiencia de los limites: poner límites para ser fiel a uno mismo y para ayudar al otro a crecer, necesita de firmeza y, en casos puntuales, de violencia. También proteger a quien se ama de posibles agresiones, puede necesitar algo de violencia: una madre, por ejemplo, podrá ciertamente entregar su vida para su hijo pero, en el caso que la vida de su hijo sea amenazada actuará, legítimamente, con violencia. Investiguen ustedes y encontrarán muchos ejemplos y situaciones.

 

No hay amor sin verdad, ni verdad sin amor. Un amor que reniega de la verdad, deja de ser amor y se convierte en otra cosa.

Este es nuestro gran desafío: mantener unidos, amor y verdad.

 

La otra clave es La Casa.

 

El Templo de Jerusalén y nuestros templos, tienen una fundamental dimensión simbólica.

El celo por tu Casa me consumirá” (2, 17), dicen los discípulos intentando justificar el acto violento del maestro.

Y Jesús dijo: “no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio” (2, 16).

La sacralidad de los templos hechos con piedras, es el reflejo y el símbolo de nuestra sacralidad: somos templo del Espíritu.

San Pablo, en la segunda lectura, lo expresa así: “¿No saben que ustedes son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?” (1 Cor 3, 16).

 

Honramos a los templos exteriores y físicos, porque nos reflejan el templo interior y espiritual. Honramos y cuidamos los templos exteriores, para honrar el Templo del Universo, de la Creación, de la Vida.

Por eso Jesús le dice a la samaritana: “los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque esos son los adoradores que quiere el Padre. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad” (Jn 4, 23-24).

 

Somos la casa de Dios y Dios es nuestra Casa. Cada lugar es hogar y en cada lugar, Dios habita.

La Vida es La Casa, el vivir es La Casa. Todo es un templo, donde Dios se revela.

Comprender que la Vida es La Casa, es comprender que todo es sagrado, todo es Presencia.

Y la vida se convierte en bendición y en fiesta continua.

 

 

 

 

 


sábado, 1 de noviembre de 2025

Juan 11, 17-27


 


En este día en el cual recordamos a los fieles difuntos, el evangelio se centra, justamente, en el tema de la vida.

 

La muerte es uno de los grandes temas de la humanidad, juntos con el del dolor y del mal.

 

Dolor, mal y muerte constituyen la triada que, desde siempre, pone en crisis a la humanidad, cuestiona a los filósofos, desafía a los teólogos, angustia a los seres humanos.  

 

Nos centramos, en nuestra reflexión de hoy, en el tema de la muerte, sea por la celebración actual y sea porque, “resuelto” el tema “muerte”, resulta más fácil abordar los otros dos temas.

 

Podríamos resumir todo el evangelio en esta extraordinaria sentencia de Jesús: “yo he venido para que tengan Vida, y la tengan en abundancia” (10, 10).

 

Jesús ama la vida y nos revela al Dios de la vida. Nos revela que Dios es Vida y que la Vida es Dios.

 

La primera lectura, del libro de la Sabiduría, nos decía:

Las almas de los justos están en las manos de Dios, y no los afectará ningún tormento. A los ojos de los insensatos parecían muertos; su partida de este mundo fue considerada una desgracia y su alejamiento de nosotros, una completa destrucción; pero ellos están en paz.

 

Parecían muertos”: la muerte es, en el fondo, una apariencia. La muerte no afecta lo real: estamos en las manos de Dios, estamos en la paz. Por eso que Jesús hablaba de la muerte en términos de “sueño”: “la niña no está muerta, solo duerme” (Lc 8, 52), dice de la hija del jefe de la sinagoga.

 

Jesús, fiel y enraizado en toda la tradición bíblica y en la fe de su pueblo, nos revela a un Dios que ama la vida y quiere la vida para todos.

 

En el Génesis se nos dice: “Entonces el Señor Dios modeló al hombre con arcilla del suelo y sopló en su nariz un aliento de vida. Así el hombre se convirtió en un ser viviente” (2, 7).

Y dice el salmo: “En ti está la fuente de la vida” (36, 10).

Dios no deja de soplar vida. Ahora, desde siempre y para siempre.

 

Maestro Eckhart tiene una imagen muy fuerte: ¿Qué hace Dios todo el día? Dios engendra. Desde toda la eternidad Dios está sobre el lecho de las parturientas y engendra.

 

Por eso Jesús ama la vida, esta vida. En esta vida Jesús encuentra a Dios: en los pájaros del cielo y en los lirios del campo, en la levadura en la masa y en el grano de mostaza. Y donde la vida mengua – en los pobres, en los que sufren, en los excluidos, – Jesús se hace presente y sopla el Espíritu vivificante.

 

Jesús levanta la vida y abre a la vida: kum y efatá. Son de las pocas palabras hebreas que encontramos en el evangelio y que son claves para comprender todo su mensaje.

 

Podemos leer todo el evangelio, toda la vida y enseñanza de Jesús a partir de estas palabras. Jesús no habla de salvación en los términos abstractos de la cultura y de la filosofía griega, “salvación” como liberación del alma del cuerpo. En arameo no existe la palabra “salvación” con este sentido y por eso, Jesús, no la pudo haber utilizado. Jesús habla de vida, de vivificar. Donde en los evangelios encontramos “salvación”, podemos entender “dar vida o vivificar”.

Es la idea que encontramos en nuestro texto: “Yo soy la resurrección y la vida” (11, 25): Juan utiliza, en este caso, para decir “vida”, el termino griego zoé. “Zoé” se refiere justamente a la vida como vida vivificante, vida viva, la vida que brota del manantial fresco y perenne: El que tenga sed, venga a mí; y beba el que cree en mí. Como dice la Escritura: De su seno brotarán manantiales de agua viva” (Jn 7, 37-38).

 

Juan tiene otros términos para referirse a la vida: bios y psiqué. “Bios” se refiere a la simple vida biológica, mientras “psiqué” se refiere a la vida emocional/afectiva, a la mente y a la voluntad: es la vida psíquica del ser humano. Pero a Jesús le interesa más que nada la “zoé”: la vida viva, la vida que da fruto, la vida divina y abundante que se nos regala. Es el termino, por mucho, más usado por Juan, para expresar la “vida”.

Jesús mismo vive lo paradójico de esta vida, no se escapa del destino humano de la contradicción: por un lado, sabe muy bien que la “muerte es un sueño”, que no es real, que no afecta lo que somos; y por el otro ama esta vida, no quiere morir: en la agonía del Getsemaní, aparece claramente este aferrarse de Jesús a esta vida.

 

Jesús marca admirable y espléndidamente nuestro camino: amar la vida, vivir la vida con pasión, dar fruto y, cuando llegue la hora del “sueño de la muerte”, entregar la vida a Dios con total confianza, desde la certeza que nacimos en la Vida, vivimos en la Vida, morimos en la Vida.

 

 

 

 

 

 

 

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