El texto que nos propone hoy la liturgia
es muy duro. Es un texto que – fundamentado en una actitud de Jesús –
desenmascara los peligros de la religión y del rito. En resumida cuenta
peligros que podríamos sintetizar de esta manera: hipocresía, engaño,
ritualismo.
Es asombroso como el cristianismo y la
iglesia caímos y caemos con facilidad en estos peligros que Jesús señaló
tajantemente a los fariseos. Se da la impresión que en la iglesia leemos estos
textos como si fueran dirigidos simple y llanamente a los fariseos sin darnos
cuenta que hicimos y continuamos haciendo – con frecuencia – lo mismo. Hasta se
instalan en el mismo sistema.
El grande George Orwell (1903-1950)
señaló el mismo problema en su famosa novela “Rebelión en la granja”. Vale la pena leer o releer el pequeño
libro.
En la iglesia hemos desplazado el eje
central y evangélico del amor hacia el rito, las normas y las reglas. Haciendo
esta operación el caer en la hipocresía es casi una consecuencia “normal”.
Los ritos sin dudas tienen su valor,
porque en ellos se configura concreta e históricamente una religión. Pero,
cuando se pierde el eje, se convierten en obstáculos.
Afirma lucidamente José María Castillo:
“Los ritos son tan importantes que
constituyen todo el sistema de signos que mantiene a la religión. Pero los
ritos tienen un inconveniente importante: son acciones que, debido a la
exactitud y al rigor de su observancia, se constituyen en un fin en sí mismo”.
Si lo pensamos con atención es
exactamente lo que sucedió con los sacramentos.
Perdido el eje del amor, se convirtieron
en su propio fin, con las consecuencias que bien conocemos, por experiencia
propia o de otros: la recepción de un sacramento no dice nada y no transforma a
la persona y la hipocresía de una doble vida se hace evidente.
Participamos de ritos y recibimos
sacramentos y no crecemos. Quedamos estancados. Nuestro amor y nuestra entrega
no definen la existencia.
El evangelio pone al descubierto toda
esta mentira. El genial teólogo uruguayo Juan Luis Segundo hablaba de Jesús
como el gran “desenmascarador”.
Jesús revela el engaño que se produce
anteponiendo el rito a la ética.
Y sigue ocurriendo: ministros muy
preocupados de celebrar la Eucaristía y los demás sacramentos con todos los
pormenores y la solemnidad y después son muy pocos humanos con los demás.
Cuando no ocurre algo peor, como evidencian los escándalos actuales también en
las altas jerarquías eclesiásticas.
El tajante monito de Jesús vale para
nosotros hoy. Y vale especialmente para los que tienen algún tipo de autoridad.
“¡Hipócritas!
Bien profetizó de ustedes Isaías, en el pasaje de la Escritura que dice: Este pueblo me honra con los
labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinde
culto: las doctrinas que enseñan no son sino preceptos humanos. Ustedes
dejan de lado el mandamiento de Dios, por seguir la tradición de los hombres”
(Mc 7, 6-8).
¿Dónde
encontramos un camino de salida?
¿Dónde
encontramos un antídoto eficaz contra el peligro hipócrita siempre al acecho?
Marcos nos lo recuerda hoy: la
interioridad.
“Ninguna
cosa externa que entra en el hombre puede mancharlo; lo que lo hace impuro es
aquello que sale del hombre” (Mc 7, 15).
“…es
del interior, del corazón de los
hombres, de donde provienen las malas intenciones, las fornicaciones, los
robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, los
engaños, las deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el
desatino. Todas estas cosas malas proceden del interior y son las que manchan al hombre” (Mc 7, 21-23).
No hay otro camino.
Desde dentro surge la vida y esta interioridad hay que cuidar, custodiar,
alimentar.
En la iglesia hemos perdido en buena
medida el eje y el rumbo porque nos hemos perdido en los laberintos de una
superficialidad que encandila y en la esterilidad de una liturgia que ya no
comunica el Misterio.
La preocupante superficialidad de las
sociedades occidentales – que se expresa sobre todo en los medios y en las
redes sociales – nos atrapó: preferimos ver una novela por la tele que leer un
buen libro, elegimos escuchar todo tipo de música en lugar de darnos espacios
de silencio, optamos por más y más diversiones banales que por encuentros
profundos, gastamos el tiempo en cosas prescindibles y nos olvidamos de las
imprescindibles.
La superficialidad nos hizo perder el núcleo
evangélico: el amor, la ternura, la compasión, la solidaridad. Nos
tranquilizamos la conciencia con el rito: ahí el gran engaño.
Hipocresía y engaño no son novedades.
Desde siempre desafían nuestra autenticidad e interioridad. La carta de
Santiago que también leemos hoy en la liturgia termina así: “Si alguien cree que es un hombre religioso,
pero no domina su lengua, se engaña a sí mismo y su religiosidad es
vacía. La religiosidad pura y sin mancha delante de Dios, nuestro Padre,
consiste en ocuparse de los huérfanos y de las viudas cuando están necesitados,
y en no contaminarse con el mundo” (Sant 1, 26-27).
Hipocresía y engaño nos acompañan
siempre y nos recuerdan nuestra fragilidad. Tal vez no hay nadie completamente
libre de todo eso. Reconocerlo y asumirlo es un primer y fundamental paso.
Crecer en autenticidad y lucidez es el siguiente.
No estamos solos: el Espíritu sigue
creando lucidez y tantos están despertando.
Tanta gente y tantos cristianos ya no
soportan este engaño y esta hipocresía. Llega un punto donde la hipocresía,
propia y ajena, se vuelve insoportable. Entonces empieza el despertar y el ver.
Estamos empezando a ver, estamos
volviendo al amor. Los escándalos y las incoherencias de la iglesia – jerarquía
y laicos – nos está despertando. Con dolor por cierto. Pero bienvenido dolor si
se nos abren los ojos.
Agradezco a tantos y tantas que empezaron
este camino y que me abrieron los ojos.
Agradezco a muchos hermanos y hermanas
por su testimonio coherente y auténtico y pido perdón por mis incoherencias e
hipocresía.
Pero no puedo ya callar.
La maravillosa y única autenticidad del
silencio me empuja y libera.
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