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domingo, 21 de octubre de 2018

Marcos 10, 35-45


Maestro, queremos que nos concedas lo que te vamos a pedir”: el texto de hoy empieza así, con esta petición de los apóstoles Santiago y Juan.
Petición que esconde una manera de comprender a Dios y de vivir la fe que sigue viva – o sobreviviendo – también hoy.
Es una manera de vivir la fe que intenta (casi siempre es un mecanismo inconsciente) manipular a Dios para nuestro supuesto bien y para nuestros deseos: una visión mítica-racional de la divinidad que poco o nada tiene que ver con el Misterio innombrable que llamamos “Dios”.
Es una manera de vivir la fe que pierde de vista lo central del evangelio y de cada auténtica experiencia espiritual: la gratuidad y la belleza.
El existir es puro don, la Vida Una de la cual participamos es puro don y belleza que no necesita de nuestros esfuerzos ni de nuestros deseos.
Santiago y Juan quieren manipular al maestro y caen donde todos caemos: egoísmo, ambición y poder.
Es el juego continuo y astuto del ego, que se hace más sutil y peligroso, cuanto más se hace religioso. El ego religioso es el más terrible, porque  justamente “utiliza” a la divinidad para satisfacer su ambición y revestirla de espiritualidad.
Es lo que – de cierta manera y en muchos casos – sigue pasando en la iglesia.
Es la eterna trampa del poder que nos atrapa y desvía del camino del amor y del servicio. El poder que tanto daño hace en la política, la sociedad civil, la iglesia, las comisiones de fomento, los distintos grupos humanos.

¿Por qué el poder atrapa tanto?
El poder atrapa tanto porque nace de la necesidad del yo de autoafirmarse. El “yo” siempre intenta ser reconocido y afirmado. Es parte también de la búsqueda de seguridad. Búsqueda de seguridad que es una necesidad psicológica humana importante, pero cuando esta necesidad toma las riendas de nuestras vidas nos confundimos y entramos en un callejón sin salida.

Por eso trascender a este “yo” ilusorio es la tarea esencial del camino espiritual. Todo camino espiritual autentico llevará a reconocer la ilusión de este “yo” y sus pretensiones y nos revelará el camino del amor y del servicio como verdaderos caminos a nuestra más profunda identidad. Identidad que, justamente, se encuentra más allá del “yo”.

Es justamente lo que descubrió y vivió el maestro de Nazaret: “el mismo Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud” (10, 45).
Cierto poder es necesario, así como cierta autoridad. Es el ejercicio autoritario y ambicioso del poder que Jesús condena con fuerza: “Ustedes saben que aquellos a quienes se considera gobernantes, dominan a las naciones como si fueran sus dueños, y los poderosos les hacen sentir su autoridad. Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes.” (10, 42-43).

Como afirma Pagola: “Nadie está por encima de los demás. No hay amos ni dueños. La parroquia no es del párroco. La iglesia no es de los obispos y cardenales. El pueblo no es de los teólogos. El que quiera ser grande que se ponga a servir a todos.

La iglesia y en especial la jerarquía necesita una revisión urgente en este sentido.
El problema no está en la existencia del poder, sino en el ejercicio de ese poder. Jesús no quiere que los apóstoles ejerzan el poder como lo ejercen los jefes políticos. Sin embargo, resulta chocante que el texto evangélico en el que Jesús prohíbe eso, de forma tajante (Mt 20, 26; Mc 10, 43), no se cita ni una sola vez en los documentos principales de la iglesia. Resulta inevitable pensar que el magisterio eclesiástico ha escogido del Evangelio lo que ha justificado su poder y su forma de ejercer el poder, al tiempo que se ha marginado lo que plantea el más serio problema al ejercicio del poder eclesiástico.” (J.M. Castillo).

El texto de Castillo es muy duro, por cierto. La verdad duele muchas veces. Pero es un dolor que – reconocido y asumido – puede sanar y rejuvenecer.
Vuelve a aparecer, en las palabras de Castillo, una incoherencia que ya hemos mencionado: la diferencia de criterios a la hora de leer e interpretar el evangelio. En este caso también el magisterio manipuló el texto para justificar su poder y sus privilegios.
Sin duda se dieron pasos de acercamiento para ser más fieles al evangelio y se están dando. Faltan otros.

Todavía en la iglesia se vive pendiente de títulos y honores varios, muchos ambicionan solapada o abiertamente cargos, roles, vestimentas, títulos. A menudo se vive en un clima de control y opresión de la conciencia y de la libertad individual.
Obviamente se justifica este ejercicio de poder a través del “ego religioso”: el “yo” religioso aduce que su poder le viene de Dios y de la gracia del Espíritu Santo.
No dudo de la Presencia del Espíritu. Más aún: estoy convencido y sé de que llena el Universo y todas las cosas.
Dudo de una manera autoritaria y elitista de entender el Espíritu: algunos que creen poseer “más” Espíritu que otros o están convencidos de que este Espíritu les permita y autorice a ejercer cierto poder sobre los demás.

A mi entender y a partir de mi vivencia el camino va por un doble y paralelo sendero.
Por un lado es necesario trascender el “ego”, ir más allá del “yo”: es un signo de los tiempos, no solo en ámbito eclesial o religioso, sino también el política, la ciencia, la sociedad civil. Estamos terminando y saliendo de una etapa de la evolución humana, la etapa mítico-racional, etapa que dio muchos frutos en humanización y desarrollo humano, pero también la etapa de las dos guerras mundiales, de los genocidios más atroces de la historia, de las migraciones masivas escapando de guerras y pobreza… Sin trascender el “yo” no hay futuro para la humanidad: la misma tierra amenazada y contaminada lo reclama. Sin trascender el “yo” es imposible darnos cuenta de la profunda unidad que todo engendra y sostiene. Sin trascender el “yo” no será posible ir más allá de las diferencias religiosas y políticas y no podremos descubrir que la tierra es nuestra madre, el agua nuestra hermana, los pájaros nuestros amigos, los árboles nuestros maestros.
No podremos descubrir que, en esencia, somos uno. Uno con todos y con todo.  

En segundo lugar apuntar al servicio concreto, ordenado, desinteresado, anónimo.
Es el servicio del amor que se hace entrega generosa y humilde. Es el servicio que Jesús vivió y que quedó plasmado en nuestro texto: “el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero, que se haga servidor de todos.” (10, 43-44)
Es el servicio que viven centenares de personas. Personas anónimas: conocidos, vecinos, mamás de familias, papás trabajadores, gente siempre preocupada por los demás.
Hay gente grande en el mundo, gente “grande” por este servicio cotidiano y sencillo del amor. Esta gente grande que no aparece en las pantallas, no tiene miles de seguidores en las redes sociales ni suculentas cuentas bancarias. Hay mucha más de lo que pensamos. Estoy agradecido con toda esta gente. Es ahí donde se vislumbra lo mejor de la humanidad.
La jerarquía y el magisterio tienen mucho que aprender de toda esta “gente grande”: bastaría escuchar, estar más atentos, más abiertos, más humildes.
Tal vez el primer paso podría ser dejar de lado de una vez para siempre los títulos rimbombantes (monseñor, excelencia, eminencia, cardenal, arzobispo, reverendo, doctor, profesor…) y quedarnos con el hermoso nombre que nos dieron nuestros padres al nacer. Tal vez podríamos quedarnos con el titulo de “padre”, más bíblico y que expresa justamente una entrega… aunque, también en este caso, sería mejor dejar la elección a la gente. La paternidad espiritual no se exige, sino que, en todo caso, es reconocida.
Junto con eso dejar unas vestimentas eclesiásticas que más que nada recuerdan la triste iglesia feudal y la parte más oscura de la edad media.

Jesús se vestía como la gente de su tiempo. Su signo distintivo eran el amor, la bondad, la alegría, la transparencia. Tal vez la iglesia necesitó signos exteriores porque perdió los auténticos signos interiores y vitales.
Cuando la vida es auténtica no se necesitan signos especiales. La vida misma es el único y más elocuente signo.
Una vida entregada habla por sí sola. Una vida amada y amante no precisa signos.
Dejemos que la vida hable. Dejemos que nuestro silencio amante se transforme en servicio. Dejemos que el amor que somos renueve y transforme este mundo maravilloso.








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