En el texto de hoy el evangelista Lucas
nos da todo el marco histórico de la predicación de Juan el Bautista. Lucas
siempre subraya la historia para revelarnos lo concreto del evento Jesús de
Nazaret y anclarlo a la realidad.
Dios se revela en la historia y desde la
historia, personal y colectiva.
También en nuestra historia individual,
concreta y original. También en este tiempo histórico de la humanidad.
Y toda historia tiene un punto en común:
el aquí y el ahora. Siempre fue aquí y siempre fue ahora: la Vida solo es y
acontece “aquí y ahora”.
Si vivimos el Eterno Presente todo – de
cierta manera – nos es contemporáneo.
Por eso la otra cara de la historia es
su acontecer adentro del Misterio eterno de Dios y por eso mismo es una
historia de salvación y una historia ya salvada.
No tenemos que absolutizar la historia,
sino vivirla desde la plenitud que ya late en ella. La cosmovisión cristiana
con su concepción lineal de la historia tendría que ser revisitada y completada
con otras cosmovisiones.
Por otro lado Lucas quiere mostrarnos la
“superioridad” de Jesús con respecto a Juan. La cita de Isaías (40, 3-5) que
Lucas pone en los labios de Juan atestiguaría el mesianismo de Jesús que Juan
reconoce y acepta.
Cuando Lucas escribe es probable que
siguiera existiendo cierta tensión y oposición entre los discípulos del Bautista
y los de Jesús. El mismo Jesús – parece bastante cierto según varios estudiosos
– habría sido discípulo de Juan antes de emprender su propio camino.
Esta tensión sigue presente en nuestros
días, afuera y adentro de la iglesia.
Cada grupo se cree detentor de la verdad
o de supuestos privilegios e iluminaciones. Cada grupo se cree “especial” y
esto obviamente conduce a considerar los demás grupos “menos especiales”. Se
crean tensiones y hasta conflictos.
Es el juego del “ego” y el ego religioso
es el más peligroso. Hay que estar sumamente atentos y vigilantes.
El evangelio nos muestra el camino: no
poseemos la verdad; la verdad nos posee. No necesitamos “ser especiales”; ya lo
somos. No hay que buscar ser originales; también ya lo somos.
El texto de hoy – justamente en la cita
del profeta que Lucas pone en boca de Juan – nos regala la fenomenal pista del desierto.
“Una voz grita en el desierto” (3, 4).
El desierto es una imagen y una metáfora
bíblica excepcional. Tiene un doble y opuesto significado: lugar privilegiado
de encuentro con Dios y lugar de tentación y purificación.
En realidad
ocurre a menudo que vivamos las dos caras del desierto en la misma experiencia.
Jesús mismo –
en el simbólico texto de las tentaciones (Mt 4, 1-11) – vivió las dos
dimensiones: purificación y encuentro.
La imagen del
desierto evoca unos principios esenciales para nuestro crecimiento humano y
espiritual: soledad, silencio, interioridad.
El encuentro
con Dios pasa por el encuentro con nuestro “yo” profundo y viceversa. Recordamos
la famosa sugerencia de San Agustín: “No salgas de ti mismo; en tu interior
habita la verdad.”
Para ir en
profundidad necesitamos estas tres dimensiones que el desierto nos ofrece.
Sin soledad,
sin silencio, sin interioridad un camino espiritual es prácticamente imposible.
Soledad: física y espiritual. Va quebrando las falsas imágenes de uno mismo,
afianza la autoestima, ahuyenta los fantasmas y hace crecer la valentía.
Silencio: afina la escucha de la conciencia, de la voz de Dios. Afina la visión
interior. Instala en la quietud y la paz, derrumba lo superfluo y superficial.
Interioridad: nos hace crecer en el auto-conocimiento, nos hace más abiertos y
sensibles, más compasivos y atentos. Nos regala el gusto por la belleza y la
contemplación.
Aprovechemos
este tiempo de Adviento para regalarnos y regalar tiempos de verdadero
desierto.
Entregándonos
al desierto ocurrirá otra vez el eterno milagro: florecerá.
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