El texto que la liturgia nos ofrece en
este quinto domingo de Cuaresma es muy conocido y muy citado: el perdón de la
adultera.
Es un texto que, más allá del
cristianismo, entró en muchas culturas. A menudo – como “defensa” o “ataque” – escuchamos
decir: “El que no tenga pecado, que
arroje la primera piedra” (Jn 8, 7).
Los estudiosos sospechan que este texto
no sea original de Juan, sino que el redactor final del evangelio encontró este
relato suelto y lo insertó en este punto. Por el lenguaje y la temática parece
concordar más con el estilo de Lucas.
Intentamos penetrar en el texto desde
nuestra comprensión contemplativa de lo real y desde la experiencia del
silencio.
Jesús aparece en el Templo después de
una noche de oración en el monte de los olivos. Está enseñando, según su
costumbre. Enseña después del silencio y a partir del silencio.
De repente le traen a la mujer
sorprendida en adulterio. Para sus acusadores una mujer sin nombre, sin rostro,
sin historia. Para Jesús no, obviamente: aún sin nombrarla la mira a los ojos y
le devuelve plena dignidad.
Esta mujer desconocida y humillada puede
simbolizar y resumir muy bien a todas las mujeres de nuestro tiempo que sufren
violencia, marginación, humillaciones.
Nuestra mujer es acusada y juzgada. El
evangelio abre una ventana sobre el gran tema del juicio.
La humanidad todavía no le encontró la
vuelta: seguimos juzgándonos y juzgando. No salimos de la mortal espiral del
juicio. Siempre estamos juzgando. Hasta que no salimos de esta espiral el
auténtico perdón y el auténtico amor son imposibles.
¿Por qué juzgamos? ¿Por qué nos juzgamos y juzgamos a los demás?
Las pistas, que nos regala desde siempre
la visión mística, tiene dos vertientes: por falta de aceptación y por falta de comprensión.
Por una lado el juicio surge cuando no
aceptamos. No nos aceptamos y no aceptamos la realidad así como es. El uso
verbal del condicional nos despierta la sospecha: “hubiera, tendría, debería…”.
Cuando no aceptamos entra el juicio y el
juicio es siempre mental, parcial, ilusorio, condicionado. Un juicio es siempre
interpretación.
La realidad es la que es. Somos lo que
somos. Y todo está bien, aunque nuestra mente siga etiquetando y juzgando. Lo
único existente es la realidad, no nuestros juicios sobre ella.
La aceptación radical de la realidad es
entonces el primer paso para dejar de juzgar y, consecuentemente, para actuar y
cambiar lo que se puede cambiar.
Por otro lado el juicio surge por una
terrible cuanto ingenua falta de comprensión.
La comprensión de que siempre actuamos
desde el nivel de conciencia que tenemos y, por ende, todo juicio es sumamente inútil.
Esto obviamente no significa que no podemos evaluar nuestras acciones o las
acciones de los demás, pero el reconocimiento de una acción “equivocada” es
siempre posterior a la misma e independiente del valor absoluto de la persona,
su belleza, su inocencia.
El actuar se da siempre a partir de un
nivel concreto de conciencia: ¿qué
sentido tiene juzgar?
Los que consideramos errores de juventud
– desde nuestra adultez actual – en realidad, en su momento, fueron la única manera desde la cual pudimos actuar:
con el nivel de conciencia que teníamos.
Por eso que cualquier juicio a nuestra
historia personal es inútil, dañino y un impedimento para el crecimiento
actual.
Con los demás – con el otro – pasa exactamente igual, en un doble sentido.
Por un lado el otro es un espejo de mí
mismo: si lo juzgo en realidad me estoy juzgando y si no perdono no me estoy
perdonando. El actuar hacia “afuera” siempre surge de la relación hacia
“adentro” y lo exterior es siempre reflejo de lo interior.
Por otra parte el juicio que nos hace
pensar: “yo en tu lugar hubiera hecho
otra cosa” es totalmente falso e ilusorio.
En realidad en lugar del otro hubiéramos
hecho exactamente lo mismo. Por el simple y sencillo hecho que seríamos el otro.
Así que lo verdadero es: “Yo en tu lugar hubiera hecho lo mismo”.
En lugar del otro tendríamos la genética
del otro, el árbol genealógico del otro, la historia del otro, las heridas del
otro, la educación del otro… en fin: seríamos el otro y por eso actuaríamos
exactamente como el otro.
Por eso todo juicio es profundamente hipócrita
y por eso se cae por sí solo todo posible juicio.
Solo quedan aceptación y compasión.
Justamente las dos actitudes del Maestro
Jesús con la adultera.
Acepta radicalmente a la mujer y su situación
y tiene compasión de ella: esta mujer hizo lo que pudo y como pudo.
De esta aceptación y compasión solo
puede surgir el perdón.
Un perdón total y pleno, porque no es
fruto de un esfuerzo de voluntad sino de una profunda comprensión: “el otro soy yo”.
Es la comprensión más importante que se
nos puede regalar en nuestra aventura humana, es la comprensión del Misterio de
la Unidad y la belleza.
Es la comprensión esencial del silencio
y de toda mística.
El monje trapense Thomas Merton
(1915-1968) la relata así:
“En
Louisville, en la esquina de las calles Fourth y Walnut, en el centro del
distrito comercial, fui de pronto sobrepasado con la comprensión de que amaba a todas aquellas personas, que eran
mías y yo era de ellas, que no podríamos ser extraños los unos de los otros,
aunque fuéramos totalmente desconocidos. Fue como despertar de un sueño de
separación, de autoaislamiento espurio a un mundo especial: el mundo de la renunciación
y de la supuesta santidad. Toda ilusión de una existencia santa separada, es un
sueño”
Para abrirse a esta maravillosa
comprensión que transforma nuestra mirada y nuestra existencia tenemos que practicar
la calma y la quietud. Calma y quietud abren a la confianza y la confianza nos
conduce a la comprensión.
Tal vez en este sentido podemos captar
el gesto de Jesús de escribir en el suelo con el dedo (8,6).
Nunca sabremos que escribió y sin duda, si el evangelio no lo transmitió, no es
importante.
En cambio es sugerente el gesto: Jesús
busca la calma interior. No quiere responder a tanta violencia y ceguera. El
silencio, en muchos casos, es la mejor respuesta. Cuando los egos atacan la mejor respuesta es el silencio, por lo menos
hasta encontrar la calma emocional.
La sabiduría popular sugiere la misma
actitud al afirmar: “antes de responder
hay que contar hasta diez”.
Los acusadores insisten y Jesús,
encontrada la calma, puede responder: “El
que no tenga pecado, que arroje la primera piedra.”
Responde desde el Ser y no desde el
“yo”. Responde desde el Amor y no desde el “ego”.
Conectó con la calma y la quietud,
conectó con la Presencia y desde allí surge la palabra ajustada.
Es fundamental encontrar nuestro propio
camino:
¿Cuáles
son tus gestos para conectar con la calma que eres?
¿Cuáles
son tus caminos de aceptación y comprensión?
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