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viernes, 29 de marzo de 2019

Lucas 15, 1-3.11-32.


Estamos en el cuarto domingo de Cuaresma – llamado “domingo de la alegría” – y la liturgia nos regala una de las parábolas más conocidas y más amadas: “el Padre misericordioso”.
Tal vez es la parábola más lograda de Jesús donde la metáfora de Dios como un Padre extremadamente bueno y misericordioso alcanza su cumbre.
Es una parábola sumamente rica y cuestionadora. Rica por sus múltiples facetas y puntas y cuestionadora porque pone en tela juicio las actitudes religiosas, de ayer como de hoy.

Sugiero una interpretación que ponga al centro un nuevo personaje: la Casa.
La metáfora de la Casa es muy amada y usada por Jesús.
Recordemos unos pasajes:
Todo escriba convertido en discípulo del Reino de los Cielos se parece a un dueño de casa que saca de sus reservas lo nuevo y lo viejo” (Mt 13, 52).
“¿Acaso no está escrito: Mi Casa será llamada Casa de oración para todas las naciones?” (Mc 11, 17).
En la Casa de mi Padre hay muchas habitaciones” (Jn 14, 2).
Un enfasis especial tiene la parabola de la casa construida sobre la roca (Mt 7, 24-27).

La Casa expresa nuestra verdadera y auténtica identidad. La Casa es lo que somos, más allá de lo transitorio, lo superficial, lo aparente.
La Casa expresa la Vida, la Paz, el Amor que están en el nucleo de cada ser viviente y de cada cosa.
Vida, Paz y Amor: palabras que apuntan al Misterio indecible de lo real y de nuestra más profunda identidad.

El Padre siempre está en Casa. Ya lo decía maravillosamente Maestro Eckhart: “Dios siempre está en casa. Somos nosotros que salimos a dar un paseo”. Dios siempre está disponible, abierto, anclado a nuestro ser y regalandonos el ser a cada momento. Somos nosotros que nos hemos alejados y alienados de nuestra identidad, identidad que se encuentra en lo profundo. Identidad y profundidad, admirablemente, coinciden.

Los dos hijos de nuestra parabola se fueron, justamente. El menor se fue fisicamente y el mayor en realidad nunca estuvo en casa: estando fisicamente en casa, su corazón estaba sumamente lejos.

El menor representa la rebeldía y la búsqueda de autonomia. Representa la necesidad de romper con una imagen de Dios que nos hemos construido y con el deseo de un autosufiencia superficial y esteril. Es la búsqueda de muchisimas personas hoy en día: se alejan de una religión que sienten como impuesta, exterior, hipocrita. Se alejan de una falsa imagen de Dios que ellos mismos se han construido. Se alejan también buscando a un dios más real, cercano, vivo.

El mayor representa la hipocresia, la falsa fidelidad y el resentimiento. Representa el cumplidor de leyes y tradiciones cuyo corazón nunca experimentó el verdadero amor. También esta actitud está muy presente en la religiosidad y en la iglesia. Mucho cumplir y poco amor. Mucho cumplir, mucho juicio, mucha envidia y poca apertura.

Con esta parabola Jesús desmonta las actitudes hipocritas y superficiales al acercarse a la divinidad y a la religiosidad. Es una critica a la religión que abre de par en par las puertas de la espiritualidad.
Porque solo la espiritualidad está en Casa. La espiritualidad – vivir desde el Espíritu – refleja y conduce al Ser y a nuestra esencia.
La espiritualidad es una dimensión constitutiva del ser humano que va más allá de lo religioso. La religión y lo religioso son siempre relativos: están anclados a la historia y las culturas. La espiritualidad está anclada a lo eterno del corazón humano.
En nuestra parabola el Padre nos dice continuamente con sus actitudes que la Casa es nuestra. Una Casa siempre abierta, disponible, festiva, acogedora. Es la Casa del Amor, aquí y ahora. La Casa del eterno presente.
Lo reitera también al hijo mayor: “Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo” (Lc 15, 31).
La Casa es nuestra esencia, nuestra interiorad. Siempre está y no puede no estar.
Representa el Amor que somos, que es y que todo lo llena.

Alejarse de la Casa es tal vez un camino psicologico necesario para nuestro crecimiento y para la definitiva toma de conciencia de que siempre estuvimos, estamos y estaremos en Casa.

Pero hay que volver. Hay que volver a esta Casa que nunca abandonamos. Y se vuelve a través de la interioridad.
Es el camino que en la parabola sugiere el hijo menor: el joven “entró dentro de sí mismo” (Lc 15, 17). Volviendo a la interioridad toma conciencia de su alienación y alejamiento del Padre y de la Casa. Y emprende el camino del regreso.
El regreso es marcado por la ausencia de juicios, la misericordia más radical y la fiesta.
Se celebra y la vida se convierte en fiesta: lo que tendría que ser, siempre. También en sus momentos más oscuros.
Porque no hay oscuridad que no sea vencida por la luminosidad de esta Casa, no hay odio que no sea disuelto en el oceano de la misericordia, no hay dolor que no sea transformado en gozo.
Estar en Casa es celebrar, celebrar en cada momento de nuestras existencias el abrazo infinito del Padre.
Al final Casa y Padre se confunden amorosamente en el Misterio que nos abraza.
¿La Casa es el Padre o el Padre es la Casa?



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