El hermoso texto que hoy se nos presenta
es un apéndice tardío al evangelio de Juan, un agregado que por una lado
intenta transmitir al lector la experiencia del Resucitado y por el otro se
centra en las dos figuras centrales y emblemáticas de la iglesia naciente:
Pedro y Juan. Pedro que representa más la parte institucional y organizativa de
la iglesia y Juan que expresa más la parte carismática y espiritual.
El texto es simbólico y si no nos
comprometemos con esta lectura simbólica nos iremos perdiendo en callejones sin
salida.
¿Por
qué nuestro autor escribe un relato simbólico?
La respuesta es tan simple como
profunda: la experiencia directa e inmediata del Resucitado no es comunicable a
través del lenguaje común muy ligado al concepto y a la abstracción.
Reconocer el limite del lenguaje humano
para transmitir y comunicar la experiencia de Dios es una etapa fundamental – a menudo etapa de crisis – para abrirnos
a otros lenguajes: intuición, símbolo, silencio.
La experiencia pascual – centro de
nuestro texto y de todo el evangelio – no
puede ser dicha.
¿Cómo
decir el cruce de miradas de los enamorados?
¿Cómo
decir el canto del ruiseñor al entrar la noche?
¿Cómo
decir la primera mirada del bebé recién nacido?
¿Cómo
decir el sabor del chocolate caliente en una noche de invierno?
¿Cómo
decir la perfección de una margarita o de la hoja de un roble?
Quién tiene la experiencia pascual no
necesita decir nada, simplemente la vive. Quién no la tiene, intenta explicar,
perdiéndose en los conceptos, lo que no vivió.
La Pascua es Vida, Cristo es Vida.
La Vida no se explica y no exige
explicación.
La Vida pide ser vivida, pide vivirnos.
Solo desde este profundo y enamorado
arraigo en la Vida, las palabras cobran sentido y el lenguaje encuentra su
humilde cauce: poesía, símbolo, mito, metáfora, silencio.
En nuestro simbólico texto los
discípulos están en su sencilla cotidianidad, sencilla como la nuestra.
“Al amanecer, Jesús estaba en la orilla” (Jn 21, 4): amanece en
nuestra vidas cuando percibimos la Presencia del Resucitado, cuando experimentamos
la Presencia de Dios.
Presencia siempre presente,
pero a menudo no reconocida.
“¡Es el Señor!” (Jn 21, 7): el discipulo del amor lo reconoce y deja
que su corazón lo grite, lo exprese. Solo el amor reconoce la Presencia siempre
presente.
A veces necesitamos que
alguien enamorado nos sugiera o anuncie la Presencia.
La clave del reconocimiento
está en la mirada del amor y desde el amor.
Muchas veces nuestra
cotidianidad se tiñe de ausencia porque miramos con miedo y desde el miedo, y
el miedo impide reconocer la Presencia.
Donde hay miedo el amor es
imposible. Donde se mira con miedo es imposible mirar con amor.
Al reconocer la Presencia
siempre presente la cotidianidad se transforma por sí sola: hay comida, fiesta,
amistad, comunión, compartir.
La noche oscura de la
supuesta ausencia y de la inutil pesca se convierte en el amanecer de una
Presencia que todo lo llena y en la abundancia de una facil pesca.
Todo está en hundirse en la
experiencia, como la red en el mar. Hundirse en la maravillosa Vida que nos
vive y que se expresa y manifiesta en nuestra simple y fragil cotidiaidad.
Todo está en callar la mente
que etiqueta, evalua, juzga y discrimina.
¿Importará tirar la red a la derecha? ¿Importarán los 153 peces?
Detalles que solo cobran
sentido si los tomamos como invitación a la confianza y simbolo de la Presencia
desbordante del Amor.
Silenciar la mente nos hunde
en el maravilloso Oceano del Amor – pura experiencia del Dios que es Vida y del
Cristo Viviente y Presente – que vive en nuestro interior y que expresa lo que
somos.
Hundidos en este Oceano
pacifico, surgirá, cuando sea necesario, una humilde y silenciosa palabra.
Palabra de fuego, real,
consistente y necesaria.
Palabra purificada por la
experiencia.
Palabra que se transforma en
canto y poesía.
“Espíritu sin nombre,
indefinible esencia,
yo vivo con la vida
sin formas de la idea” – Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870)
indefinible esencia,
yo vivo con la vida
sin formas de la idea” – Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870)
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