En este “domingo XXI durante el año” se
nos presenta uno de los textos más duros y exigentes del evangelio: entrar por
la puerta estrecha.
Todo empieza por la pregunta de un
persona anónima: “Señor, ¿es verdad que
son pocos los que se salvan?” (13, 23).
Es la misma pregunta del hombre rico que
quería seguir a Jesús: “Maestro bueno,
¿qué debo hacer para heredar la Vida eterna?” (Mc 10, 17).
Es la pregunta típica del “ego
religioso”: el ego – la identificación con la mente – solo se preocupa de su
seguridad y “su salvación”. El ego vive del miedo y de la sensación de
separación. La creencia ilusoria de ser un “yo separado” activa el miedo, la
necesidad de salvación y nos ciega frente a la Presencia Transparente del Amor.
Jesús en los dos casos no contesta
directamente a la pregunta. Jesús va por otro camino: no le interesa el tema de
la salvación en sí mismo, le interesa que las personas tengan una vida plena,
que se sientan amadas, que descubran el amor de Dios en el aquí y en el ahora.
Esta es Salvación, más allá de todos
los conceptos y especulaciones que podamos hacer.
“Traten
de entrar por la puerta estrecha”, afirma Jesús.
¿Qué será esta puerta? En el evangelio
de Juan, Jesús se identifica con esta puerta: “Yo soy la puerta. El que entra por mí se salvará; podrá
entrar y salir, y encontrará su alimento” (Jn 10, 9).
Parece que la experiencia de plenitud,
una vida realizada y dichosa, va de la mano con el atravesar una “puerta
estrecha”.
Es la ley de la paradoja que nos
envuelve y nos acompaña. Ley de la paradoja que descubrieron y vivieron todas
las tradiciones religiosas y espirituales de la humanidad.
El evangelio la formula así: “Les aseguro que si el grano de trigo
que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da
mucho fruto” (Jn 12, 24) y “El que
encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará”
(Mt 10, 39).
Afirma lucidamente Enrique Martínez
Lozano: “La vida es una constante
paradoja. Y cualquier persona que se aventura por el llamado «camino
espiritual» es sorprendida por la presencia de la misma en cada paso de la
marcha. Una paradoja es una contradicción aparente que, al ser asumida, se
resuelve en una verdad mayor: perder y ganar, el rayo de tiniebla, la soledad
sonora, la música callada, el vacío pleno, subir es bajar, morir es vivir. La
paradoja, que aflora en cada palabra sabia, no es sino reflejo de la polaridad
de lo real y de la naturaleza, también polar del ser humano. Y nos indica que
la resolución adecuada no pasa por suprimir uno de los polos, sino por abrazar
a ambos en una unidad mayor, en el nivel no-dual.”
La “puerta estrecha” es asumir la
paradoja de la existencia y aprender a abrazar la vida en su totalidad.
Asumir la paradoja y trabajarla es
esencial para el desarrollo psiquico y espiritual: “Justamente las cosas que deseamos evitar, descuidar y abandonar resultan
ser la «materia prima» de la que procede el verdadero crecimiento” (Andrew
Harvey)
También indica la necesidad de disciplina. La tradición cristiana habla
de ascesis. Hay un peligroso
malentendido en cuanto a la vida espiritual y su crecimiento. Creemos que la
vida espiritual crece por arte de magia, por pura gracia, sin necesidad de
disciplina y práctica. Reducimos la vida espiritual a los sentimientos sin
darnos cuentas que estos últimos no tienen consistencia ni solidez.
También en esta dimensión notamos la
paradoja en acción: si es cierto que lo que somos está ya dado y ya lo tenemos
no es menos cierto que el descubrimiento y el desarrollo de lo que somos
necesita nuestro compromiso, cierta disciplina y cierta práctica. Nos
disciplinamos y practicamos no para alcanzar algo que no tenemos, sino para
vivir en plenitud lo que ya somos.
Los budistas lo tienen claro: la tarea
diaria de la meditación es su práctica esencial y esta práctica es, al mismo
tiempo, iluminación. El camino es la meta.
Los cristianos lo podemos comprender
desde la vivencia del amor: cuando, en Cristo, nos descubrimos amor y amados no
podemos hacer otra cosas que “amar”. Nuestro amor se convierte en nuestra más
auténtica predicación y evangelización y todo lo demás se convierte en secundario
y manifestación (celebración) del amor mismo. El camino es la meta.
La “puerta estrecha” indica también la
presencia consciente. Aprender a estar presentes es un ejercicio diario. Crecer
en conciencia es una verdadera “puerta estrecha”. A menudo somos victimas de la
inconsciencia y de la identificación con el pensamiento; actuamos en piloto automático
y vivimos simplemente reaccionando a los
estímulos externos. Todo eso nos aleja de nuestra esencia, de nuestro auténtico
ser. Salir de la identificación con la mente – el falso “yo” – es una práctica
que requiere atención. Cada vez que
nos sorprendamos en estado de inconsciencia podemos entrar por la “puerta
estrecha”: estar presentes a nosotros mismos, ser más conscientes.
La puerta cerrada del dueño de casa (13,
25) es la puerta de la inconsciencia. Es la puerta de la Vida que se abre solo
a los que están conscientes, abiertos, disponibles. Abrirse conscientemente a
la Vida es entonces otra de las claves. No es suficiente una adhesión externa y
superficial: “Hemos comido y bebido
contigo, y tú enseñaste en nuestras plazas” (13, 26). Para entrar en la
plenitud de la Vida, aquí y ahora, no alcanza un conocimiento racional y un
asentimiento intelectual: “¿Tú crees que
hay un solo Dios? Haces bien. Los demonios también creen, y sin embargo,
tiemblan” (San 2, 19).
La experiencia de la plenitud de Vida,
del éxtasis de la Vida, es regalada a todo aquel que abre conscientemente las
puertas del corazón. El éxtasis de la Vida se abre a todo ser humano que acepta
y asume el regalo de la Vida en su totalidad.
No hay barreras de religión, de cultura,
de raza para experimentar la maravilla de la Vida, la belleza infinita del
Amor: “vendrán muchos de Oriente y de
Occidente, del Norte y del Sur, a ocupar su lugar en el banquete del Reino de
Dios” (13, 29).
La “puerta estrecha” de Jesús, la
“puerta estrecha” que es Jesús (Jn 10, 9) en realidad es una puerta infinita,
siempre abierta. Verla y entrar la convierte necesariamente en
“estrecha”: es nuestro camino desde la plenitud y hacia la plenitud. Nuestro
camino que ya es meta.
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