El conocido relato – llamado del “rico
epulón” – es exclusivo de Lucas. “Epulón” viene de “Epulo” que era el encargado
de presidir los banquetes romanos.
El texto nos abre los ojos a uno de los
grandes males de la sociedad y a un peligro siempre presente en la vida del
cristiano: la indiferencia.
Lo que Jesús quiere mostrarnos con la
parábola es la profunda indiferencia del rico hacia el pobre. No se dice del
rico que actúe con maldad, simplemente y terriblemente se subraya su completa
indiferencia hacia el pobre.
No es menor el detalle de los nombres:
el rico no es nombrado y no tener nombre en la cultura judía equivalía a no
existir. El pobre en cambio si tiene nombre: Lázaro, “Dios ayuda”.
Otra vez se nos presenta la gran
pregunta: ¿dónde radica el verdadero existir? ¿Dónde, realmente, somos?
Sabemos que la indiferencia es una de
las realidades más dolorosas. A menudo duele más la indiferencia que un acto
hostil o un conflicto. Ser indiferente es “no
ver” al otro, negar su existir.
La indiferencia nos destruye como seres
humanos porque va justamente en contra de lo que somos: compasión. La compasión
es el amor atento al otro, es el amor que justamente se da cuenta que el otro
existe, reconoce su existencia, asume su existencia y al final se da cuenta de
que – en su sentido más real y profundo – “el
otro soy yo”.
Quisiera aclarar otro concepto de indiferencia para evitar malentendidos.
Es el concepto muy usado en la tradición cristiana y especialmente en la
espiritualidad ignaciana. Cuando se habla de “indiferencia” en este contexto no
nos estamos refiriendo a la indiferencia que el evangelio condena como
antihumana.
Esta indiferencia
la podemos comprender mejor si la asociamos al concepto budista de ecuanimidad. En este sentido “ser
indiferente” es vivir profundamente abierto a la Vida, asumiendo lo que viene y
dejando ir lo que se va. Es la indiferencia/ecuanimidad de la persona
radicalmente libre y que vive en perfecta unidad con la Vida. No es una
indiferencia por falta del amor, sino por la plenitud del amor. La persona toca
la raíz de su propio ser y descubriendo en el amor su propia fuente, descubre
que el mismo amor es la fuente de todo.
Si todo es amor se puede vivir en la
indiferencia y ecuanimidad emocional y afectiva: lo que viene es amor y viene
por amor y lo que se va es amor y se va por amor. Esto vale por la realidades
que percibimos como “interiores” (pensamientos, sentimientos, emociones) y por
las que percibimos como “exteriores” (personas, situaciones, acontecimientos).
En sentido estricto entonces esta
indiferencia/ecuanimidad es la otra cara de la compasión.
La compasión es la percepción lucida y
radical de la unidad que todo lo sostiene, lo abraza, lo consume.
La indiferencia
del rico en el texto evangélico es la indiferencia del ego, la indiferencia del
que se percibe aislado del otro y del mundo. Es la indiferencia de aquel que
confunde su verdadera identidad con su ilusorio “yo”, la indiferencia de la
ceguera.
La compasión
– el eje del mensaje evangélico – es la percepción de la Vida Una y del Amor
Uno desde donde surge toda forma de existencia.
Aprender a ver es entonces la clave de
la transformación. Porque “ver” es “comprender”
y la comprensión lleva al amor.
Sin este ver hasta los milagros y los signos son inútiles y no transforman a
nadie: “Si no escuchan a Moisés y a los
Profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos, tampoco se convencerán”
(16, 31).
¿Cómo
entrenar y practicar esta forma de ver?
Tenemos unas hermosas e indispensables
herramientas: silencio y quietud.
Solo el silencio y la quietud nos
permiten ver la ilusión del ego y la ilusión de la separación. El silencio y la
quietud nos conducen al lugar de la unidad, a nuestra Casa común, a la Fuente.
El Silencio interior nos lleva al abismo de luz y de amor que somos.
No es el abismo de indiferencia y
soledad que el rico crea y percibe: “entre
ustedes y nosotros se abre un gran abismo” (16, 26).
Es el abismo infinito del Amor que es la
plenitud en la cual todos nos encontramos y somos.
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