En los relatos del nacimiento de Jesús
se mezclan historia, mito y leyenda y es muy difícil separarlos. Tal vez, poco
importa.
Siempre ocurre así en todo hecho humano:
lo histórico se mezcla y confunde con su interpretación y la manera de transmitirlo.
No hay problema porque lo real es mucho más que lo histórico: puede coincidir o
no, como en el caso de los mitos que expresan profundas realidades en lenguaje
simbólico, metafórico y alegórico.
¿Nació
Jesús en Belén? Puede ser, no es seguro.
¿Nació
un 25 de diciembre? Sin duda que no.
¿Fueron
los reyes a visitarlo? Nadie sabe con exactitud.
Podríamos seguir con más y más
preguntas…
No perdamos tiempo en investigar
realidades que se escapan a nuestro afán de seguridad y control. Dejemos la
unilateral y obsesiva mirada científica de la modernidad y abrámonos a otra
manera de conocer, experimentar, vivir.
Volvamos a lo esencial. Lo esencial – la verdad – está siempre más allá de lo
visible que la ciencia quiere atrapar y dominar.
Nuestro mundo necesita volver a lo
esencial y nuestras existencias individuales también.
Por eso hacemos nuestras, en esta
Navidad, las sabias palabras de Angelo Silesio, místico alemán del siglo XVII:
“Si Jesús naciera mil veces en Belén,
pero no nace en tu corazón, de nada te serviría.”
La afirmación de Silesio, a menudo
tomada exclusiva y superficialmente en su sentido devocional y poético, nos
invita a lo único esencial: la experiencia real y concreta de Cristo aquí y
ahora.
El hecho histórico del nacimiento de
Jesús de Nazaret necesariamente tiene que dejar lugar a otro hecho “histórico”:
su nacimiento en tu corazón, su nacimiento en el corazón de la humanidad.
¿Qué
nos puede aportar hacer memoria – aunque sea litúrgica – del nacimiento de
Jesús, si su Presencia no inunda nuestra vida?
¿Dónde
percibimos hoy el respirar del niño?
¿Dónde
palpamos hoy, heridos por demasiado hacer, el amor del Cristo?
Evadir estas preguntas es escaparse otra
vez de la verdadera Navidad.
Hay que sentarse con uno mismo, humildes
y atrevidos, hasta que las preguntas se disuelvan y amanezcan – cual semilla de mostaza – las
respuestas.
Hace ya dos mil años que celebramos la
Navidad y el tierno corazón de la humanidad permanece a medio abrir, temeroso.
El simple rito exterior y la estupidez
consumista atraparon nuestra belleza y nuestros más puros anhelos.
Vivimos, como sociedad, oscuras
contradicciones: decimos que anhelamos la paz y caemos en conflictos por
trivialidades, anhelamos el amor y no sabemos quienes somos, queremos vivir en
familia y como familia y vivimos apurados o mirando la tele, queremos un mundo
solidario y justo y seguimos despilfarrando recursos, queremos crecer en salud
y calidad de vida y seguimos tomando Coca Cola.
El Espíritu de la Navidad es el Espíritu
de la verdad y la coherencia.
Ya no hay un Jesús “afuera”: vino una
vez, don exquisito del Padre, para decirnos que todo está adentro, cual don y
tarea.
Vino, el niño de la supuesta Belén, para
partirnos el alma al medio y mostrarnos la perla que ahí se esconde: el mismísimo
Dios, el Amor increado.
Tan cerca se esconde el Misterio de la
Encarnación que todavía, dos mil años después, cuesta verlo y asumirlo.
La conciencia humana de Jesús se
extiende por el Universo entero y tu misma conciencia mora en ella.
¿Qué
es la conciencia? El Misterio invisible del saber y del sabor: darse cuenta de las cosas y sentirlas.
Por eso que el símbolo más adecuado para
la conciencia es la luz. La luz nos permite ver y conocer lo que vemos.
Conciencia es conocer y saber que conocemos.
La conciencia radica en el interior invisible de nuestro ser y no hay que
confundirla con la capacidad racional. Desde la pura racionalidad quedan claras
las limitaciones del mismo Jesús: no sabía inglés, nada de física cuántica y
neurología, nada de psicoanálisis o biología molecular. Son las normales limitaciones que muestran la
realidad de la Encarnación.
La conciencia es la capacidad de ver lo
esencial de las cosas, la vida, la realidad. Acá se destaca Jesús y se destacan
los grandes maestros. La conciencia de Jesús es tan abierta y transparente que
puede percibir lo esencial… diría el Principito de Saint-Exupery: “Lo esencial es invisible a los ojos”.
La conciencia capta – puede captar – lo invisible y lo eterno
detrás de su manifestación concreta y temporal.
Por eso se puede crecer en conciencia:
ver cada vez más en profundidad, hasta captar lo invisible que, a su vez, es lo
esencial.
La conciencia de Jesús es diáfana,
luminosa, transparente.
Acá viene la buena noticia: somos uno
con esta humana y divina conciencia. En la conciencia luminosa del Maestro
existimos, vivimos, sentimos.
Hay un solo Corazón que late por el
Infinito Universo, el Corazón de Cristo. Y sus latidos se pueden escuchar.
Siempre. Corresponden exactamente a los latidos de tu corazón. Solo ábrete,
solo escucha.
Despierta, por fin, al Jesús que nace en
ti y puede renovar tu existencia y transformar el gris del cemento en los
colores de las mariposas.
La Vida del niño de Belén es tu misma
vida y en tu respirar se esconde su aliento.
Deja que el niño crezca en ti y se viva.
¡Feliz Navidad!
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