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martes, 24 de diciembre de 2019

Feliz Navidad




En los relatos del nacimiento de Jesús se mezclan historia, mito y leyenda y es muy difícil separarlos. Tal vez, poco importa.
Siempre ocurre así en todo hecho humano: lo histórico se mezcla y confunde con su interpretación y la manera de transmitirlo. No hay problema porque lo real es mucho más que lo histórico: puede coincidir o no, como en el caso de los mitos que expresan profundas realidades en lenguaje simbólico, metafórico y alegórico.

¿Nació Jesús en Belén? Puede ser, no es seguro.
¿Nació un 25 de diciembre? Sin duda que no.
¿Fueron los reyes a visitarlo? Nadie sabe con exactitud.
Podríamos seguir con más y más preguntas…

No perdamos tiempo en investigar realidades que se escapan a nuestro afán de seguridad y control. Dejemos la unilateral y obsesiva mirada científica de la modernidad y abrámonos a otra manera de conocer, experimentar, vivir.

Volvamos a lo esencial. Lo esencial – la verdad – está siempre más allá de lo visible que la ciencia quiere atrapar y dominar.
Nuestro mundo necesita volver a lo esencial y nuestras existencias individuales también.
Por eso hacemos nuestras, en esta Navidad, las sabias palabras de Angelo Silesio, místico alemán del siglo XVII: “Si Jesús naciera mil veces en Belén, pero no nace en tu corazón, de nada te serviría.
La afirmación de Silesio, a menudo tomada exclusiva y superficialmente en su sentido devocional y poético, nos invita a lo único esencial: la experiencia real y concreta de Cristo aquí y ahora.
El hecho histórico del nacimiento de Jesús de Nazaret necesariamente tiene que dejar lugar a otro hecho “histórico”: su nacimiento en tu corazón, su nacimiento en el corazón de la humanidad.

¿Qué nos puede aportar hacer memoria – aunque sea litúrgica – del nacimiento de Jesús, si su Presencia no inunda nuestra vida?
¿Dónde percibimos hoy el respirar del niño?
¿Dónde palpamos hoy, heridos por demasiado hacer, el amor del Cristo?

Evadir estas preguntas es escaparse otra vez de la verdadera Navidad.
Hay que sentarse con uno mismo, humildes y atrevidos, hasta que las preguntas se disuelvan y amanezcan – cual semilla de mostaza – las respuestas.
Hace ya dos mil años que celebramos la Navidad y el tierno corazón de la humanidad permanece a medio abrir, temeroso.
El simple rito exterior y la estupidez consumista atraparon nuestra belleza y nuestros más puros anhelos.
Vivimos, como sociedad, oscuras contradicciones: decimos que anhelamos la paz y caemos en conflictos por trivialidades, anhelamos el amor y no sabemos quienes somos, queremos vivir en familia y como familia y vivimos apurados o mirando la tele, queremos un mundo solidario y justo y seguimos despilfarrando recursos, queremos crecer en salud y calidad de vida y seguimos tomando Coca Cola.

El Espíritu de la Navidad es el Espíritu de la verdad y la coherencia.
Ya no hay un Jesús “afuera”: vino una vez, don exquisito del Padre, para decirnos que todo está adentro, cual don y tarea.
Vino, el niño de la supuesta Belén, para partirnos el alma al medio y mostrarnos la perla que ahí se esconde: el mismísimo Dios, el Amor increado.
Tan cerca se esconde el Misterio de la Encarnación que todavía, dos mil años después, cuesta verlo y asumirlo.

La conciencia humana de Jesús se extiende por el Universo entero y tu misma conciencia mora en ella.
¿Qué es la conciencia? El Misterio invisible del saber y del sabor: darse cuenta de las cosas y sentirlas.
Por eso que el símbolo más adecuado para la conciencia es la luz. La luz nos permite ver y conocer lo que vemos.
Conciencia es conocer y saber que conocemos. La conciencia radica en el interior invisible de nuestro ser y no hay que confundirla con la capacidad racional. Desde la pura racionalidad quedan claras las limitaciones del mismo Jesús: no sabía inglés, nada de física cuántica y neurología, nada de psicoanálisis o biología molecular. Son  las normales limitaciones que muestran la realidad de la Encarnación.
La conciencia es la capacidad de ver lo esencial de las cosas, la vida, la realidad. Acá se destaca Jesús y se destacan los grandes maestros. La conciencia de Jesús es tan abierta y transparente que puede percibir lo esencial… diría el Principito de Saint-Exupery: “Lo esencial es invisible a los ojos”.
La conciencia capta – puede captar – lo invisible y lo eterno detrás de su manifestación concreta y temporal.
Por eso se puede crecer en conciencia: ver cada vez más en profundidad, hasta captar lo invisible que, a su vez, es lo esencial.
La conciencia de Jesús es diáfana, luminosa, transparente.
Acá viene la buena noticia: somos uno con esta humana y divina conciencia. En la conciencia luminosa del Maestro existimos, vivimos, sentimos.

Hay un solo Corazón que late por el Infinito Universo, el Corazón de Cristo. Y sus latidos se pueden escuchar. Siempre. Corresponden exactamente a los latidos de tu corazón. Solo ábrete, solo escucha.
Despierta, por fin, al Jesús que nace en ti y puede renovar tu existencia y transformar el gris del cemento en los colores de las mariposas.
La Vida del niño de Belén es tu misma vida y en tu respirar se esconde su aliento.
Deja que el niño crezca en ti y se viva.
¡Feliz Navidad!



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