Es extraordinaria la capacidad de Jesús
de elegir elementos de lo cotidiano y transformarlos en símbolos de vida. Jesús
se sirve de cosas simples y cotidianas para compartir su experiencia y para
enseñar. Obviamente que elige estos elementos a partir de su humanidad,
sensibilidad, originalidad. Por eso que tampoco hay que absolutizar estos
elementos, pero sí, podemos aprender de Jesús a estar más atentos a la vida y a
captar en todo lo que vivimos las huellas del Misterio.
Hoy Jesús se sirve de la sal y de la luz para conducirnos al descubrimiento de nuestra verdadera
identidad.
Jesús dice: “Ustedes son la sal de la tierra” (5, 13) y “ustedes son la luz del mundo” (5, 14).
No dice: “ustedes deben ser” o “tendrían
que ser”.
Jesús nos muestra directamente lo que somos
y nos invita a mirar directamente a lo esencial.
En muchos casos nuestra educación humana
y cristiana siguió la dirección moral:
“tienen que ser”. A partir de esta visión – diría
poco evangélica y bastante superficial – hemos desarrollado un humanismo y
cristianismo del “deber”, del “merito”, del “esfuerzo”. Ser buena persona
coincidía con esforzarse para ser virtuoso y así ganarse el paraíso. Una visión
así del ser humano y del cristianismo nos ha llevado – entre otros elementos
por supuesto – a la frustración, al individualismo y, en general, a la crisis
actual.
La frustración
aparece porque nos damos cuenta que no logramos con nuestros esfuerzos alcanzar
una supuesta plenitud – sal o luz
exteriores – que no nos pertenecería.
El individualismo
aparece cuando – aparentemente –
logramos algo. El ego (el falso yo) se adueña de los resultados y se cree el
artífice del logro.
Todo esto lleva a una crisis.
¡Bendecida crisis que nos empuja a
abrirnos y a ver!
Es una crisis que se manifiesta como
hipocresía, desilusión, cansancio, apatía, tristeza.
Es la crisis que surge de la creencia
que hoy Jesús deshace: somos incompletos y pecadores.
“Ustedes
son la sal de la tierra”, “ustedes
son la luz del mundo”.
Ya somos lo que estamos buscando. La luz
que buscamos es la luz que somos. La sal que buscamos es la sal que somos.
¿Qué
contienen estos maravillosos símbolos?
Sal y luz
nos conectan directamente al Ser. Nos hacen vislumbrar la esencia, más allá de
las formas en las cuales se manifiesta.
La luz “no tiene que hacer nada” para
iluminar y la sal “no tiene que hacer nada” para salar.
Nosotros “no tenemos que hacer nada” por
ser. Ya lo somos. Todo lo que intentamos “hacer” por ser se convierte en impedimento y un obstáculo para que la
esencia brille; este es el sentido del dicho zen: “El camino es el obstáculo”.
Y por eso que en el budismo se dice: “no intentes ser un Buda. Sé un Buda”.
Exactamente lo mismo podemos decir los
cristianos: “no intentes ser Cristo. Sé
Cristo”.
El intento
por ser y el hacer crean un ilusorio
espacio entre lo que somos y lo que pensamos deberíamos ser o queremos ser.
Es como la fundamental vivencia del
momento presente. En el instante que pensamos:
“tengo que vivir el presente” ya estamos afuera del mismo. No pienses en el
vivir el presente, vívelo.
Cuando “intentamos ser” lo que ya somos,
la sal pierde su sabor y la luz se esconde debajo de un cajón.
La sal da sabor simplemente siendo lo
que es y la luz ilumina simplemente siendo lo que es.
¿Por
qué nosotros “intentamos ser” lo que ya somos, intentamos ser otra cosa de lo
que somos y nos creemos separados del Ser?
Porque estamos enajenados de nosotros
mismos y estando lejos de nosotros nos percibimos
lejos del Misterio, de Dios, del Ser.
La vuelta a casa consiste en tomar
conciencia de nuestra propia esencia, en conectar con nosotros mismos. Como
afirma metafóricamente Maestro Eckhart: “Dios
ya está en su casa, somos nosotros que salimos a dar un paseo”.
Haz silencio. Aquieta tu mente y tu
corazón. Conecta con tu esencia. Lo demás fluirá armoniosamente como expresión
maravillosa de tu ser.
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