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sábado, 14 de marzo de 2020

Juan 4, 5-26



En este tercer domingo de cuaresma se nos regala el hermoso texto del encuentro de Jesús con la mujer samaritana.
Es un texto maravilloso, llenos de símbolos y metáforas que nos quieren llevar a lugares profundos en nuestra experiencia espiritual.
La samaritana es símbolo de todos los buscadores espirituales, de todos los buscadores de Dios. Se puede ampliar el símbolo a toda la humanidad: el ser humano es, esencialmente, un buscador de Dios. Es el anhelo por lo divino lo que nos define. Estamos hechos así. El Misterio divino – nuestra identidad común que nos constituye – nos llama desde dentro y no encontramos la verdadera paz hasta que no nos descubramos y arraigamos en esta identidad.
Como había visto muy bien San Agustín: “Nos hiciste, Señor, para Ti e inquieto estará nuestro corazón hasta que descanse en Ti”.
La samaritana simboliza plena y bellamente este anhelo!
Un anhelo que muchas veces interpretamos mal, un anhelo a veces escondido o tapado por los deseos que nos llevan por caminos tortuosos y, a menudo, dolorosos.
El anhelo de vida plena de esta mujer estaba oculto debajo de sus necesidades afectivas: ¡cinco maridos! En sus intentos de amar y ser amada no lograba encontrar la plenitud anhelada.
Jesús con delicadeza, claridad y sabiduría la lleva a descubrirse a sí misma y a conectar con el auténtico anhelo.
El evangelista Juan para todo eso usa el símbolo del pozo. El pozo es tal vez el elemento central de nuestro texto. Todo gira alrededor del pozo.
Es muy famoso un librito del teólogo peruano Gustavo Gutiérrez publicado en 1995: “Beber de su propio pozo”. Es una muy buena y aconsejable lectura.
La samaritana y Jesús se encuentran alrededor del pozo, no un pozo cualquiera, sino un pozo con historia, con un hondo peso afectivo: el pozo utilizado por el patriarca Jacob. En este pozo se resume y concentra la historia de Israel y de sus búsquedas de Dios.
El pozo simboliza nuestra interioridad. Esta interioridad humana muchas veces desconocida y que nos parece inaccesible. Vivimos tan en la superficie y tan distraídos que ni nos percatamos de su existencia. En la interioridad vive el anhelo, en las profundidades del pozo.
Jesús con un amor delicado y paciente lleva a la mujer a darse cuenta de su interioridad. La mujer buscaba afuera y Jesús la lleva adentro. La necesidad de amor que la mujer buscaba “afuera” está “adentro”, en lo profundo, en su propio pozo.
En lo profundo se encuentra el “agua viva”: otro maravilloso símbolo.
El agua viva expresa nuestra verdadera identidad – lo que los budistas llamarían iluminación – lo que somos, el Espíritu que nos anima.
En la superficie – en el mundo de los deseos – solo encontramos agua estancada o agua que nos quita la sed por un breve tiempo.
Solo el agua viva se transforma en manantial.
Jesús quiere conducirnos a este manantial, así como ha conducido a la samaritana.
En cada uno hay un pozo abierto al infinito, en cada cual existe una interioridad que anhela ser descubierta y donde el agua fluye fresca y pura.
Jesús nos conecta con esta Fuente, con este Manantial. La salvación y la plenitud no nos vienen de afuera, viene desde adentro, desde lo profundo.
Es hora de buscar ahí, es hora de conectar con nuestro propio pozo.
A veces nos faltan herramientas o así nos parece.
¿Cómo conectar con nuestro propio pozo, con nuestra interioridad habitada?
Las herramientas son siempre las mismas: silencio, lectura, estudio, oración, quietud, soledad.
Debemos aprender a manejar dichas herramientas para poder bucear en nuestro pozo.
Cuando conectamos con nuestra profundidad – que es la profundidad de Dios – comprenderemos las palabras de Jesús: “Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad” (5, 24).
El Misterio indecible e innombrable que llamamos “Dios” es el Misterio de la Vida que nos envuelve, nos engendra, nos sostiene desde dentro. Es el Gran Respiro, el Gran Aliento.
No podemos objetivar, encerrar o manipular el Misterio. No es una Verdad mental y reducible a dogmas y conceptos. No es una Verdad que podamos poseer.
¡Qué gran conversión tenemos que hacer los cristianos y la iglesia!
El Misterio invisible es justamente Espíritu. El Espíritu es como el viento: imprevisible, invisible, libre y no manipulable. Debemos también estar atentos a no encerrar el Misterio en la sola categoria de “Espíritu” y no perder su carácter simbolico.
Las palabras – todas las palabras – son simples indicadores de Eso que nos supera y que no podemos decir. También Espíritu.
Adorar al Misterio en Espíritu y verdad entonces puede significar estar totalmente abiertos y disponibles a la Vida y ser fieles a nosotros mismos.
La única verdad vivible y razonable es la fidelidad a uno mismo. No hay otra. Claro: escuchando, compartiendo, dejandonos guiar e iluminar por los que consideramos maestros, amigos, pastores.
Pero al fin hay que llegar a la propia verdad y a la propia fidelidad. Ahí se juega todo.
La conciencia personal que habita nuestra interioridad es también la voz del Misterio inefable. Como ya decía el beato Cardenal Newman (1801 – 1890): “la conciencia es el primero de todos los vicarios de Cristo” (citado en el catecismo de la iglesia catolica n. 1778).
Cuando aprendemos a ser fieles a nosotros mismos descubriremos que es la misma fidelidad al Amor que nos habita, al Gran Respiro.  






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