En estos tiempos, por lo menos en Italia
– pero la medida se está extendiendo a otras naciones – no se puede celebrar la
Eucaristía. Estamos sin Misa. Los obispos, siguiendo las directrices del
gobierno que impiden las aglomeraciones, prohibieron las celebraciones.
Tal vez puede ser uno de los aspectos positivos
que nos regala el aguerrido virus: recuperar el verdadero sentido de la
Eucaristía.
Todas las realidades humanas con el
tiempo van perdiendo la inspiración original y el sentido: la Eucaristía no
escapa de esta verdad.
En muchos casos hemos transformado la
celebración eucarística en puro y estéril rito. Hay que seguir las rubricas y
las reglas; todo esta prefabricado y empaquetado. A menudo se repiten gestos
mecánicamente. Los gestos y símbolos en muchos casos ya no dicen nada. No hay
encuentro humano y la fraternidad es relativa.
Falta vida, falta inspiración, falta
espontaneidad.
Ahora que no podemos celebrar podemos
redescubrir el sentido central de la celebración de la eucaristía.
¿Qué
sentido tiene celebrar?
¿Qué
se celebra?
En sentido estricto solo podemos
celebrar una realidad: la vida. Solo tiene sentido la celebración de la vida. ¿Hay otra cosa?
¿No es el vivir el regalo más grande y maravilloso de la Vida misma que
llamamos “Dios”?
Toda celebración humana – por ser simplemente humana y más allá del
cristianismo – es pura celebración de la vida.
Cumpleaños, aniversarios, logros
alcanzados, amor realizado: todo es vida celebrada.
La Eucaristía no es otra cosa. Gracias a
Dios. No tenemos que buscar algo extraordinario en ella ya que lo único extraordinario
y milagroso es la vida misma, el hecho de existir. Somos. Existimos. Vivimos.
Para los cristianos la Eucaristía es la
manera cristiana de celebrar lo único
esencial: la Vida. Esencialmente la Eucaristía es celebración de la Pascua: la
Vida que vence a la muerte. La Vida más acá y más allá de la muerte. Vida
plena: siempre y por doquier.
Este es el primer fundamento.
El segundo le sigue: celebramos la Vida
al estilo de Jesús y como Jesús.
Celebrar la Eucaristía es entrar en la
Vida misma del Maestro para aprender a vivir como él vivió, pero la Vida
precede a la Eucaristía y celebrar la Eucaristía solo tiene sentido en el
contexto más amplio de la Vida: y la Vida real es siempre concreta y se
manifiesta en el aquí y ahora.
Por eso que la Eucaristía va mucho más
allá del rito: solo tiene sentido si entramos en la Vida del maestro para vivir
como él. La Vida viene antes que la Eucaristía.
La vida de Jesús la podemos resumir en
tres grandes dimensiones: gratuidad, compasión, entrega.
Jesús vivió a partir de la gratuidad: se
descubrió don y por eso vivió su existencia como un don.
Jesús descubrió que toda forma de vida
era un regalo y por eso fue compasivo y solidario. Se sintió y se vivió en
profunda unidad con todos y todo.
Jesús vio que la única manera de vivir
el don de la vida era entregándola. Por eso la entregó día tras día, hasta la
entrega final en la cruz.
La primera y fundamental “celebración de
la Eucaristía” entonces es vivir como Jesús, vivir desde Jesús. Ser Jesús. Y
esto hoy es posible a través del Espíritu que sigue soplando vida. La Vida es
el primer y fundamental sacramento.
La fidelidad esencial entonces no es al
rito en sí mismo. El rito expresa (puede expresar o no) la centralidad, la
hondura y la belleza de la vida.
Por eso que, si se puede celebrar el
rito bien y si no se puede, bien igual.
Lo esencial es la fidelidad a la vida
que nos está llamando aquí y ahora. El Misterio pasa por la vida y solo por la
vida.
Celebrar verdaderamente la Eucaristía es
entonces vivir al estilo de Jesús en el momento presente. Es esto lo que construye
la comunidad y la iglesia, más allá del rito.
Para que el gesto del pan partido y
compartido tenga sentido y valor tiene que existir una fidelidad previa a la
vida. Desde ahí todo arranca.
Por eso que tal vez sería bueno dejar de
celebrar el rito todos los días. En algunos sectores de la iglesia existe
cierta obsesión por celebrar todos los días… y nos olvidamos de la vida y
convertimos la Eucaristía en rito externo y mudo.
Jesús celebró una vez sola, al final de
su vida. Celebró la entrega definitiva y total.
La entrega de la vida es cosa seria y
honda. Repetir todos los días el gesto de la entrega del maestro puede
banalizar la celebración eucarística. Casi siempre la cantidad va a mermar la
calidad.
Es mucho más sano y humilde celebrar menos
pero con más consciencia, sin correr, con todo el tiempo necesario. Celebrar la
Eucaristía es estar dispuestos a entregarse totalmente y esto se banaliza si lo
hacemos “por obligación” (“tenemos que celebrar”) todos los días.
Necesitamos purificar la Eucaristía de
tantos aspectos superficiales que nos alejan de su verdadero sentido.
Necesitamos eucaristías con menos palabras y mucho más silencio. Eucaristías
menos formales y más arraigadas a la vida concreta. Eucaristías más fraternas,
libres, dinámicas, alegres. Eucaristías donde verdaderamente se celebra el
regalo gratuito y espontaneo de la vida y del Amor que nos ama y nos hace ser.
Gracias al coronavirus podemos
redescubrir la Eucaristía. Aprovechemos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario