Jesús se entera de la muerte de Juan el Bautista y se retira “a un lugar desierto para estar a solas”.
Jesús se regala tiempos de desiertos y
de soledad.
Sabe que son esenciales.
A menudo las experiencias “fuertes” de
la vida nos exigen estos tiempos. Los tiempos de soledad y silencio son
fundamentales para poder ir en profundidad, para enfrentarse a los miedos,
discernir los caminos, echar raíces.
No es sabio ni prudente esperar a estos
“momentos fuertes” para tomarnos tiempos de silencio y de soledad: hay que
practicar desde ya.
Aprendemos
a estar a solas, estando solos.
Aprendemos
a estar en silencio, estando en el silencio.
Aprendemos
a amar el desierto, estando en él.
La soledad y el silencio constituyen la
fuerza para el compromiso al servicio del que necesita.
Soledad y silencio son la clave de la comprensión, son el motor de la compasión.
Continua nuestro texto: la gente sigue a
Jesús, lo “per-sigue”, no lo deja descansar. Quiere verlo, quiero escucharlo.
Muchas veces pasa esto con las personas
iluminadas y disponibles: los perseguimos, sedientos de luz, hambrientos de la
verdadera paz.
La muchedumbre busca al Maestro y sus
palabras. La gente busca el silencio y la soledad de Jesús, fuente de sus
palabras de vida.
El hambre de la gente no es solo hambre
de pan: es hambre de escucha, hambre de sentido, hambre de una palabra
auténtica.
Jesús puede responder al hambre humana
porque respondió a la suya propia. Jesús se encontró a sí mismo, encontró su
raíz divina y la raíz común y por eso puede actuar con sabiduría y desde una
entrega amorosa.
Así lo entendió y lo explicó muy bien el
teólogo Jürgen Moltmann: “Quien quiere
colmar su propio vacío interior prestando ayuda a los demás, solo difunde su
mismo vacío. ¿Por qué? Porque cada ser humano, a diferencia de lo que quisieran
los individuos activos, obra para los demás más con su propio ser que con su
hablar y actuar. Solamente quien se encontró a si mismo podrá también darse a
si mismo.”
El eje del actuar de Jesús es entonces
la compasión.
Compasión que también es el eje de toda
auténtica espiritualidad y camino religioso.
Todo camino espiritual que no conduzca a
la compasión es un engaño y una mentira. Una actitud compasiva y amorosa es la
verificación de la autenticidad del camino espiritual.
¿Qué
es la compasión y de dónde surge?
La compasión no tiene nada que ver con
la lástima, con un sentido de superioridad o con el activismo.
La compasión es el amor que se reconoce
en el otro y surge desde la experiencia de la unidad.
-
“¿Cómo
debemos amar a los otros?”, preguntó el discípulo.
-
“No
hay otros”, respondió el maestro.
Cuando logramos ver “al otro” como parte
de nosotros mismos, extensión de nosotros mismos y expresión del mismo Amor,
surge la compasión.
El Amor es la experiencia de la Unidad y
de lo Uno: me reconozco en lo otro, en lo distinto.
Esta es la fuente de la compasión que es
la clave de un mundo más justo, fraterno y solidario.
Una sociedad más justa y solidaria no se
construye a partir del “hacer” o de una planificación política, por cuanto
ambas puedan ser útiles y hasta necesarias.
Una sociedad más justa y solidaria se
construye desde la comprensión espiritual del Amor Uno que nos engendra y
sostiene a cada instante. Ese Amor Uno que también da valor y consistencia a lo
distinto y a las diferencias.
Paradójicamente solo el reconocimiento
de la radical Unidad que somos, permite valorar y respetar lo distinto.
Esta hermosa compasión tiene en el comer
juntos una de sus más bellas expresiones.
Jesús hace sentar a la gente, bendice
los panes y los peces y todos comparten el alimento.
Comer es mucho más que “introducir una determinada ración de
calorías en el organismo”, afirma Xabier Basurko.
Comer es un acto humano, profundamente
humano. Un acto que tenemos que recuperar en su hondura radical.
Comer nos recuerda nuestra indigencia y
fragilidad.
Comer nos recuerda que todo es un regalo
y fruto del trabajo, a la misma vez. Nos recuerda el valor de la tierra y la
naturaleza.
Comer nos recuerda el valor del
compartir, de la alegría, de la fiesta, de la comunión.
Comer, compartiendo la mesa en familia o
con amigos, nos revela nuestra identidad más profunda y radical: seres en comunión y seres de comunión.
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