Nos encontramos hoy frente a una
parábola muy dura, tal vez la más dura del evangelio. La encontramos en los
tres evangelios sinópticos (Mateo, Marcos, Lucas).
Más que una parábola, en realidad, es
una alegoría.
La viña
es una hermosa imagen que la Escritura utiliza para referirse al pueblo de
Israel y que la Iglesia se aplica a sí misma como pueblo de la Nueva Alianza.
Justamente en nuestro texto, Mateo
desliza la imagen de la viña desde el pueblo de Israel hacia la nueva comunidad
cristiana.
Muy probablemente la alegoría no es
propia de Jesús, sino es fruto de la interpretación cristológica y
eclesiológica de la primera comunidad.
En clave cristológica podemos afirmar que
la comunidad de Mateo reconoce a Jesús como el enviado de Dios, rechazado y
justiciado por su propio pueblo.
En clave eclesiológica Mateo sugiere que
la viña – ser el pueblo elegido – ya no lo pertenece a Israel – “arrendará la viña a otros” – sino a la
comunidad que reconoce en Jesús al Cristo de Dios.
Estos son los mensajes centrales de la
alegoría.
Desde nuestra lectura silenciosa y
contemplativa nos preguntamos: ¿Qué
significado tiene para nosotros hoy?
Por un lado tenemos que salir de la
imagen heterónoma (externa) del
propietario de la viña que, claramente, representa a Dios.
El Misterio que llamamos “Dios” no es
algo exterior y separado de nosotros – esto
sería el teísmo – sino es el fondo último de la Realidad, la mismidad de
cada cosa, el Ser que nos hace ser.
Este pasaje es esencial. Es la clave de
toda mística; clave que se encuentra en el silencio.
El Misterio no se impone desde afuera y
no nos impone nada desde afuera. El Misterio nos inspira desde dentro, desde la
Unicidad que nos constituye.
Esto significa que no puede haber una
fidelidad externa al proyecto de Dios sin una fidelidad interna. La una es el
reflejo de la otra.
Jesús fue fiel al proyecto del Padre,
siendo fiel a sí mismo, a su conciencia, a su inspiración.
El aparente conflicto de la sociedad
moderna entre “heteronomía” – obedecer a
una ley exterior, sea cual sea, – y la ansiada “autonomía” del ser humano
es un conflicto, justamente, aparente e ilusorio. Podemos decir, mental.
En realidad no hay conflicto.
En términos religiosos, el proyecto de
Dios coincide con lo que nuestra
esencia desea.
Descubrir esta coincidencia es la fuente de una paz radical y un amor espontaneo,
sereno, alegre.
Dicho más claramente: lo que mi esencia
o mi ser profundo desean, es el proyecto, la voluntad de Dios para mí.
El problema radica en que no conectamos
con este deseo profundo, lo tergiversamos, le tenemos miedo y nos perdemos en
deseos superficiales, limitados, distorsionados.
Descubrir y conectar con nuestro deseo esencial es entonces la clave para
el desarrollo humano y espiritual y para llegar a manifestar y revelar lo que
ya, en esencia, somos.
Ahí muere definitivamente el conflicto
aparente entre lo exterior y lo interior y terminan también los conflictos y
las incomprensiones entre las religiones o los grupos religiosos.
Por el otro lado, la alegoría de la viña nos muestra el
conflicto entre la naciente comunidad cristiana y el pueblo judío.
La raíz de todo conflicto religioso –
absurdo y contradictorio en su propia esencia – surge de la pretensión de ser
dueño absoluto de la Verdad y, por eso, tener algunas ventajas sobre los demás.
Esta pretensión también es
contradictoria en su propia esencia: la Verdad siempre se escapa a los intentos
humanos de atraparla y controlarla. Por definición la Verdad es inaprensible.
Lo que Jesús le dice a los dirigentes religiosos
al finalizar la parábola puede valer, obviamente, también para nosotros hoy: “el Reino de Dios les será quitado a ustedes,
para ser entregado a un pueblo que le hará producir sus frutos” (21, 43).
Lo expresa muy claramente José Antonio
Pagola:
“El
peligro siempre es el mismo. Israel se sentía seguro: tenían las Escrituras
Sagradas; poseían el templo; se celebraba escrupulosamente el culto; se
predicaba la Ley; se defendían las instituciones. No parecía necesario nada
nuevo. Bastaba conservarlo todo en orden. Es lo más peligroso que le puede
suceder a una religión: que se ahogue la voz de los profetas y que los sacerdotes,
sintiéndose los dueños de la «viña del señor», quieran administrarla como
propiedad suya. Es también nuestro peligro. Pensar que la fidelidad de la
Iglesia está garantizada por pertenecer a la Nueva Alianza. Sentirnos seguros
por tener a Cristo en propiedad. Sin embargo, Dios no es propiedad de nadie. Su
viña le pertenece solo a Él. Y si la iglesia no produce los frutos que Él espera,
Dios seguirá abriendo nuevos caminos de salvación.”
En muchos casos esto ya está ocurriendo:
mucha gente va dejando la iglesia para buscar caminos frescos, nuevos y que
producen frutos, en sus vidas y en las vidas de los demás.
Hay que estar atentos, hay que
despertar. La atención y el despertar nos ubican en una total humildad y
apertura.
Los seres humanos – y con ellos las religiones – tenemos un acceso parcial y relativo a
la Verdad. Solo captamos chispas desde nuestra situación situada, concreta,
histórica.
Conectar con el deseo esencial – desde
el silencio mental – nos abre al Misterio que en todos y en todo se revela y se
manifiesta.
Nos convertimos en humildes ventanas
abiertas al Infinito, donde todo y todos tienen cabida.
¿Hay
algo más hermoso y apasionante?
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