En este tercer domingo de Cuaresma, se nos presenta un texto sorprendente y muy fuerte: Jesús echa del templo con cierta violencia, a vendedores y cambistas.
El acontecimiento inusual es transmitido por los cuatro evangelistas, signo seguro de un fundamental anclaje histórico. Además los evangelistas no hubieran compartido un acontecimiento que rompe con el actuar “normal” del maestro, si no hubiera ocurrido realmente.
Se nos quiebra la imagen de un Jesús esencialmente dócil, tolerante, pacifico.
Dejémonos cuestionar por el relato evangélico, intentando penetrar en su significado y dejando de lado una actitud defensiva para que la imagen de Jesús que nos hemos construido no se destruya.
Es bueno y necesario que la vida nos destruya las imágenes y las creencias.
Afirma el rabino Abraham Kook: “Todas las definiciones de Dios llevan a la herejía”.
Esta advertencia nos viene muy bien a los cristianos, tan acostumbrados a encerrar al Misterio divino en definiciones, dogmas y ritos.
Después de esta necesaria introducción intentamos descubrir el mensaje que nos reserva el texto.
Jesús actúa con cierta violencia. Sin duda nos sorprende.
Me parece descubrir dos vertientes que se unifican en el gesto de Jesús.
Por un lado Jesús se enoja y pierde la paciencia: ¡qué maravilla! Jesús es un ser humano como nosotros! Jesús tiene ego!
La teología cristiana repitió hasta el hartazgo la plenitud humana de Jesús de Nazaret, pero en la practica muchas veces la fe de la iglesia es “monofisita”: prioritariamente se considera en Jesús su divinidad.
Jesús es radicalmente y plenamente humano y también él tuvo que asumir y trabajar su parte oscura. Lo hemos visto en su experiencia en el desierto.
Por otro lado, podemos interpretar el gesto violento de Jesús en sentido simbólico y profético.
Juan nos sugiere una pista cuando, para justificar a Jesús, cita un salmo: “el celo de tu Casa me devora” (Sal 69, 10).
Sin duda Jesús tenía en la mente el famoso y tajante texto de Isaías:
“¿Qué me importa la multitud de sus sacrificios? dice el Señor. Estoy harto de holocaustos de carneros y de la grasa de animales cebados; no quiero más sangre de toros, corderos y chivos. Cuando ustedes vienen a ver mi rostro, ¿quién les ha pedido que pisen mis atrios? No me sigan trayendo vanas ofrendas; el incienso es para mí una abominación. Luna nueva, sábado, convocación a la asamblea... ¡no puedo aguantar la falsedad y la fiesta! Sus lunas nuevas y solemnidades las detesto con toda mi alma; se han vuelto para mí una carga que estoy cansado de soportar. Cuando extienden sus manos, yo cierro los ojos; por más que multipliquen las plegarias, yo no escucho: ¡las manos de ustedes están llenas de sangre! ¡Lávense, purifíquense, aparten de mi vista la maldad de sus acciones! ¡Cesen de hacer el mal, aprendan a hacer el bien! ¡Busquen el derecho, socorran al oprimido, hagan justicia al huérfano, defiendan a la viuda!” (Is 1, 11-17).
Setecientos años antes, Isaias decía las mismas cosas con la misma fuerza.
Jesús quiere purificar el Templo. El Templo de Jerusalén es sin duda la institución central del judaísmo y, como ocurre siempre con el nivel institucional, el tiempo va degradando la inspiración original.
No puedo no pensar en nuestros Santuarios cristianos desparramados a lo largo y ancho del planeta: alrededor de santuarios y basílicas el comercio de lo religioso es contundente. En algunos y puntuales casos, la situación es escandalosa.
Todo se comercializa, todo se vende, todo se compra. Logramos tratar de esta manera el mismísimo Misterio divino.
Por eso perdemos el eje, el centro: la gratuidad.
Jesús nos invita con fuerza a volver al eje, a la gratuidad.
La Casa del Padre es Casa de oración, nos dice.
Lo mismo que decir que la relación con Dios pasa por la interioridad, la disponibilidad, la entrega.
Por eso Juan nos sugiere una hermosa interpretación: el nuevo Templo es el cuerpo de Jesús (2, 21).
Jesús abre una vía directa de comunicación y relación con Dios.
Esta es la gran noticia del evangelio.
Estamos llamados a vivir como Jesús. El “cuerpo” no es solo el cuerpo de Jesús, obviamente. El cuerpo es también nuestro cuerpo y, en su pleno sentido simbólico, el “cuerpo” es la realidad.
La realidad – lo que es, aquí y ahora – es el terreno del encuentro con Dios.
Toda la realidad es metáfora y símbolo de lo divino. La realidad es la mediación esencial hacia lo divino que empapa y sostiene la misma realidad.
Una última e importante acotación.
El gesto violento de Jesús me hace recordar sus mismas palabras: “Desde la época de Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de los Cielos es combatido violentamente, y los violentos intentan arrebatarlo” (Mt 11, 12).
Es uno de los versículos de más difícil interpretación y sin duda no es una apología de la violencia.
A mi entender y a la luz de nuestro texto de hoy una posible interpretación sería la siguiente.
Hay situaciones que requieren y exigen limites claros. Educar es saber poner los limites. En situaciones puntuales poner unos limites claros pasa por la firmeza y por la “mano dura”.
Todos los padres lo saben. Jesús también lo sabía… tal vez hoy se pasó un poco.
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