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sábado, 13 de marzo de 2021

Juan 3, 14-21

 


 

Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna” (3, 16): según muchos estudiosos este versículo podría resumir el mensaje de Jesús y de la fe cristiana en su totalidad.

Dios amó tanto al mundo. Dios ama el mundo.

No podría ser de otra manera. Este el gran y único mensaje.

¿Por qué no podría ser de otra manera?

La razón es sencilla cuanto profunda.

El mundo no está separado del Misterio que llamamos “Dios”. El mundo, el universo y cada cosa existente es expresión, manifestación y revelación del mismo Misterio.

Este es el eje de la visión mística y no-dual. Esta es la clave del cambio de época. Clave que nos empuja a salir del sueño y de la pesadilla de la separación.

No hay separación. Esta es la ilusión fuente de todos los males.

El Misterio de Vida y de Amor que anunció Jesús y que llamamos “Dios” es la raíz y la fuente de todo lo existente.

El Universo no existe “afuera” de Dios y separado de Dios.

El Universo existe y se desarrolla “adentro” de Dios y es revelación del mismo Dios… como una ola de agua no está separada del océano, sino que lo revela de una forma particular.

¿La ola “es” el océano? Si y no.

Hay que mantener la paradoja de lo real. La ola “es” el océano en cuanto está inseparablemente unida a él y lo revela y “no es” el océano en cuanto es una forma única que no lo agota.

Si decimos que el Universo “es” Dios, caemos en el panteísmo y reducimos el Misterio infinito e inabarcable a lo finito.

Si decimos que el Universo “no es” Dios, caemos en la separación, la angustia y el vacío existencial.

Dios amó tanto al mundo”: ¡claro! El mundo lo revela y lo manifiesta. El mundo es su visibilidad y exterioridad.

Nada existe afuera del Amor, nada hay que no sea amor. Esta es la percepción correcta y Jesús vino a mostrarnos esta percepción.

Jesús tuvo esta conciencia de lo real, esta visión mística.

Sus palabras y sus actos nos revelan fehaciente y constantemente esta visión.

Estamos llamados a entrar en esta visión, a purificar nuestra percepción.

Estamos llamados a ver el Amor oculto que sostiene cada cosa y realidad. Estamos llamados a ver lo Uno debajo del disfraz de lo múltiple.

La unidad es el camino.

Siempre nos tenemos que preguntar:

¿Estoy viendo lo Uno debajo de las diferencias?

¿Estoy viendo el Amor debajo de cada cosa?

 

Por todo eso, el juicio no tiene lugar: nunca.

Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (3, 17): el juicio lo inventamos los humanos cuando nos desconectamos de la Fuente y nos creemos poseedores de la verdad. Los cristianos y la iglesia en muchos casos – tal vez más sutilmente – seguimos juzgando, etiquetando, separando.

Seguimos, en general, con un bajo nivel de conciencia y todavía no hemos comprendido el alcance del amor de Dios.

Quién descubre con su propia experiencia personal que “Dios amó tanto al mundo”, sale del juicio para siempre.

 

Solo un crecimiento del nivel de conciencia nos permite escapar del juicio.

Este es el camino de la luz y hacia la luz. La conciencia es luz, luminosidad que logra ver lo profundo de lo real.

Por eso que nuestro texto termina con una invitación a caminar desde la luz y en la luz.

La luz es el más potente símbolo de la conciencia. La luz nos permite ver. La luz es visión y comprensión.

Cuando se ve y se comprende, el juicio cae por si solo.

 

Como afirma maravillosamente la filosofa española Mónica Cavallé: “Esa atención amorosa e imparcial es la fuente de la comprensión. Esta comprensión es el germen de la transformación. Ambas constituyen la esencia de la sabiduría.

O como afirma el místico sufí Rumi: “Cada uno ve lo invisible, en proporción a la claridad de su corazón.

 

 

 

 


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