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viernes, 25 de octubre de 2024

Marcos 10, 46-52


 


Maestro, que yo pueda ver”: es el profundo deseo del ciego Bartimeo.

Maestro, que yo pueda ver”: es mi única oración explicita, desde hace años.

Maestro, que yo pueda ver”: es el anhelo interior – a menudo escondido – de cada alma.

 

La ceguera, en la Biblia y en la espiritualidad es, sobre todo y antes que nada, metáfora.

 

Es la metáfora por excelencia de una percepción errada, sesgada o parcial de lo real.

Es la metáfora de una falta de comprensión, ya que “ver es comprender”.

Es la metáfora de una visión superficial y egoica, de uno mismo y de la vida.

 

Jesús y el evangelio, utilizaron mucho esta metáfora.

Leemos en Juan (9, 39-41):

 

Después Jesús agregó: «He venido a este mundo para un juicio: Para que vean los que no ven y queden ciegos los que ven». Los fariseos que estaban con él oyeron esto y le dijeron: «¿Acaso también nosotros somos ciegos?». Jesús les respondió: «Si ustedes fueran ciegos, no tendrían pecado, pero como dicen: “Vemos”, su pecado permanece»

 

El primer paso para “ver” entonces es, paradójicamente, reconocer que “no vemos”.

 

¿Qué significa reconocer que somos ciegos?

 

Significa reconocer nuestra nada y nuestra total dependencia de lo divino. Dicho de otra forma: dejar de creernos los grandes sabios e iluminados.

Significa reconocer nuestros límites, nuestros condicionamientos.

Significa reconocer que el ser humano es siempre un ser en “perspectiva”: vemos la realidad no como es, sino como somos.

 

Afirma Melloni: “No podemos dejar de conocer situacionalmente, a partir de un yo siempre condicionado temporal y espacialmente. Más allá del yo se extiende lo Real, que tiene muchos más ángulos de acceso que aquel por el que uno llega.

 

Vemos la realidad a partir de numerosos filtros. Solo por citar los más importantes: la cultura, las creencias, la educación.

No podemos evitar y evadirnos de estos filtros, por eso el primer paso hacia una visión más profunda, es el reconocimiento de que nuestra visión siempre está condicionada.

Somos seres “en perspectiva”: vemos desde un punto, no podemos ver la realidad simultáneamente a 360 grados. Para verla así tenemos que movernos, para cambiar el punto de visión. Cuanto más uno se mueve y gira alrededor de los 360 grados, más su visión es ajustada y completa. Pero acá también hay un detalle: en este movimiento, yo mismo voy cambiando y la realidad también. Es probable que cuando volveré a un mismo punto de visión (la perspectiva), ya estaré viendo otra cosa.

 

Entonces, humildad. Siempre humildad.

 

Humildad que no tiene nada que ver con la baja autoestima o con una “falsa humildad”, incapaz de reconocer y aceptar nuestros dones y valía.

Es la sencilla y sabia humildad del reconocimiento de nuestros límites constitutivos: límites que son también nuestra grandeza y nuestra posibilidad de crecimiento.

Aprender a ver es, entonces, el centro de todo camino espiritual.

El primer paso, ya lo hemos visto, es reconocer nuestra ceguera y, desde ahí, pedir luz, como Bartimeo: “Maestro, que yo pueda ver”.

El Espíritu nos guiará entonces a otro modo de ver, a otra visión.

El Espíritu nos entrenará a la visión “desde dentro”, nos enseñará a ver lo invisible.

 

Como afirma Rumi:

Cada uno ve lo invisible, en proporción a la claridad de su corazón.

 

Creceremos en la confianza, en la verdadera fe: ver a Dios en todo.

Entonces ocurre la “magia”: desde cada punto, desde nuestra perspectiva única, “veremos la totalidad”, sin perder la visión parcial, también necesaria.

La pregunta que siempre nos tenemos que hacer y que puede purificar nuestro corazón y nuestra visión es:

¿Estoy “viendo” a Dios, aquí y ahora?”.

 

Si me honesta respuesta es: “si”, significa que estoy viendo.

Si mi respuesta es “no”, significa que tengo que mirar más en profundidad.

 

Terminemos con un maravilloso texto de Baba Kuhi, poeta sufí iraní del siglo XI:

 

En el mercado y en el claustro, solo vi a Dios.
En el valle y en la montaña, solo vi a Dios.
Lo he visto detrás de mí,
en la hora de la tribulación
y en los días del favor y la fortuna.
No vi alma ni cuerpo,
accidente ni sustancia,
causas ni cualidades:
solo vi a Dios.
Abrí mis ojos,
y gracias a la luz
de Su rostro circundándome,
descubrí en todas las miradas,
al Amado.

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