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sábado, 15 de septiembre de 2018

Marcos 8, 27-35



Nos encontramos en el corazón del evangelio de Marcos. Justo en la mitad de su escrito Marcos contesta a la gran pregunta que subyace a su evangelio: ¿Quién es Jesús?
En un gran creciendo – como si de una sinfonía de Beethoven se tratara – los primeros ocho capítulos llegan hasta la revelación que hoy se nos ofrece. Los demás capítulos confirmarán esa misma revelación hasta su culmen: la Pascua.

¿Quién es Jesús? Es la pregunta fundamental para el discípulo. Es la pregunta que marcó la historia del cristianismo y de la sociedad occidental. Una pregunta que tuvo miles de respuestas distintas y originales.

Pregunta que – según el mismo Marcos – Jesús mismo planteó aquel día a sus discípulos en Cesarea de Felipe. Lugar hermoso por cierto: las preguntas importantes necesitan contextos importantes.

¿Quién dice la gente que soy?
La pregunta de Jesús esconde una pequeña y amorosa “trampa”. Es la pedagogía de los grandes e iluminados espíritus: no nos dan todo hecho sino que simple y maravillosamente sugieren pistas para que encontremos nuestro único y original camino.
Como expresa este cuento zen:
En cierta ocasión se quejaba un discípulo a su Maestro: «Siempre nos cuentas historias, pero nunca nos revelas su significado». El maestro le replicó: «¿Te gustaría que alguien te ofreciera fruta y la masticara antes de dártela?».

La pregunta de Jesús es solo una cara de la medalla. Del otro lado está la otra impostergable y fundamental pregunta que Jesús no explicita: ¿Quién eres tú?
Parece obvio, aunque en la práctica no lo es: ¿Cómo puedo contestar sobre la identidad de otro si no sé quien soy yo?
Eso vale sin duda también para Jesús de Nazaret.
Las respuestas hechas o preconfeccionadas – teológicas o doctrinarias que sean – no sirven de mucho. Lo que marca y sella un camino es lo experiencial. Es la visión.
Las respuestas hechas o sugeridas pueden ayudar en un primer momento, pueden alentar en la búsqueda, pueden orientar.
Pero, lo que trasforma una existencia, es la inmediatez de un encuentro personal.
Por eso la mística desde siempre apunta a eso: la experiencia directa, cueste lo que cueste.
A los monjes budistas les cuesta horas y horas clavados en silencio en sus cojines.
A los cristianos a menudo años de entrega solidaria, de servicio y dolor compartido.
Los caminos son distintos pero conducen a lo mismo: rozar el Misterio, atreverse a mirarlo de frente sin querer atraparlo.

¿Quién es Jesús? y ¿Quién soy yo? son entonces las dos preguntas escritas en la misma y única hoja. Apuntan al Misterio último, a la realidad definitiva.
Ahondando en mí mismo tendré más lucidez para descubrir quien es Jesús; y conociendo cada vez más a Jesús me descubriré a mí mismo.
Trabajar con seriedad estas preguntas exigen unas fundamentales actitudes: interioridad, silencio, profundidad.
En nuestra sociedad a menudo exterior, ruidosa y superficial no es fácil.
Hay que dar el primer paso. Y seguir, paso a paso. Los frutos vendrán, abundantes y sabrosos.

¿Quién es Jesús? y ¿Quién soy yo?: más allá de la doble respuesta – cada cual tendrá las suyas a partir del momento espiritual en el cual se encuentra – el evangelio de hoy sugiere una pista importante.
La vida histórica de Jesús se define por la entrega. El texto lo sugiere a claras letras, tanto que Pedro se escandaliza. Jesús es el hombre entregado, el hombre que desplazó su ego para servir y para amar hasta el final.
¿No es esa una hermosa y clara pista para nuestro caminar?
Jesús descubrió que el Misterio de amor se expresa en la Vida en todas sus formas. Por eso se hizo amante de la Vida hasta poder decir: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10).
Jesús se entiende a sí mismo y entiende su misión a partir de la vida: ahí encuentra a su Dios y nuestro Dios, a su Padre y nuestro Padre, al Espíritu de Amor que alienta desde siempre.
Anclarse en la Vida y fluir con la Vida se convierte entonces en “El Camino” que conduce a la inmediatez del encuentro con el Misterio insondable.

El Maestro de Nazaret sigue ahí, como Presencia amante que sigue inspirando. Así fue para el gran filosofo danés Kierkegaard (1813-1855): “Señor Jesús, tú no viniste para ser servido, ni tampoco para ser admirado o, simplemente, adorado. Tú has deseado, solamente, imitadores. Por eso, despiértanos si estamos adormecidos en este engaño de querer admirarte o adorarte, en vez de imitarte y parecernos a ti.

Así es para mí: “Maestro Jesús, pasaste por esta tierra viviendo desde el Amor y regalando luz. Tu mirada de fuego encendió corazones y pulverizó la hipocresía. Me enseñaste el camino de la ternura y del silencio. Me compartiste tu visión y me condujiste tan adentro que ya no existe separación: solo Amor, Puro Silencio, Cristo bendito por los siglos. En ti me reflejo, en ti me encuentro y tu me defines.



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