Nos encontramos en el corazón del
evangelio de Marcos. Justo en la mitad de su escrito Marcos contesta a la gran
pregunta que subyace a su evangelio: ¿Quién
es Jesús?
En un gran creciendo – como si de una
sinfonía de Beethoven se tratara – los primeros ocho capítulos llegan hasta la
revelación que hoy se nos ofrece. Los demás capítulos confirmarán esa misma
revelación hasta su culmen: la Pascua.
¿Quién
es Jesús? Es la pregunta fundamental para el discípulo. Es la
pregunta que marcó la historia del cristianismo y de la sociedad occidental.
Una pregunta que tuvo miles de respuestas distintas y originales.
Pregunta que – según el mismo Marcos –
Jesús mismo planteó aquel día a sus discípulos en Cesarea de Felipe. Lugar
hermoso por cierto: las preguntas importantes necesitan contextos importantes.
“¿Quién
dice la gente que soy?”
La pregunta de Jesús esconde una pequeña
y amorosa “trampa”. Es la pedagogía de los grandes e iluminados espíritus: no
nos dan todo hecho sino que simple y maravillosamente sugieren pistas para que
encontremos nuestro único y original camino.
Como expresa este cuento zen:
En cierta ocasión
se quejaba un discípulo a su Maestro: «Siempre nos cuentas historias, pero
nunca nos revelas su significado». El maestro le replicó: «¿Te gustaría que
alguien te ofreciera fruta y la masticara antes de dártela?».
La pregunta de Jesús es solo una cara de
la medalla. Del otro lado está la otra impostergable y fundamental pregunta que
Jesús no explicita: ¿Quién eres tú?
Parece obvio, aunque en la práctica no
lo es: ¿Cómo puedo contestar sobre la
identidad de otro si no sé quien soy yo?
Eso vale sin duda también para Jesús de
Nazaret.
Las respuestas hechas o preconfeccionadas
– teológicas o doctrinarias que sean – no sirven de mucho. Lo que marca y sella
un camino es lo experiencial. Es la visión.
Las respuestas hechas o sugeridas pueden
ayudar en un primer momento, pueden alentar en la búsqueda, pueden orientar.
Pero, lo que trasforma una existencia,
es la inmediatez de un encuentro personal.
Por eso la mística desde siempre apunta
a eso: la experiencia directa, cueste lo que cueste.
A los monjes budistas les cuesta horas y
horas clavados en silencio en sus cojines.
A los cristianos a menudo años de
entrega solidaria, de servicio y dolor compartido.
Los caminos son distintos pero conducen
a lo mismo: rozar el Misterio, atreverse a mirarlo de frente sin querer
atraparlo.
¿Quién
es Jesús? y ¿Quién soy
yo? son entonces las dos preguntas escritas en la misma y única hoja.
Apuntan al Misterio último, a la realidad definitiva.
Ahondando en mí mismo tendré más lucidez
para descubrir quien es Jesús; y conociendo cada vez más a Jesús me descubriré
a mí mismo.
Trabajar con seriedad estas preguntas
exigen unas fundamentales actitudes: interioridad, silencio, profundidad.
En nuestra sociedad a menudo exterior,
ruidosa y superficial no es fácil.
Hay que dar el primer paso. Y seguir,
paso a paso. Los frutos vendrán, abundantes y sabrosos.
¿Quién
es Jesús? y ¿Quién soy
yo?: más allá de la doble respuesta – cada cual tendrá las suyas a partir
del momento espiritual en el cual se encuentra – el evangelio de hoy sugiere
una pista importante.
La vida histórica de Jesús se define por
la entrega. El texto lo sugiere a
claras letras, tanto que Pedro se escandaliza. Jesús es el hombre entregado, el
hombre que desplazó su ego para servir y para amar hasta el final.
¿No
es esa una hermosa y clara pista para nuestro caminar?
Jesús descubrió que el Misterio de amor
se expresa en la Vida en todas sus formas. Por eso se hizo amante de la Vida
hasta poder decir: “Yo he venido para que
tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10).
Jesús se entiende a sí mismo y entiende
su misión a partir de la vida: ahí encuentra a su Dios y nuestro Dios, a su
Padre y nuestro Padre, al Espíritu de Amor que alienta desde siempre.
Anclarse en la Vida y fluir con la Vida
se convierte entonces en “El Camino” que conduce a la inmediatez del encuentro
con el Misterio insondable.
El Maestro de Nazaret sigue ahí, como
Presencia amante que sigue inspirando. Así fue para el gran filosofo danés
Kierkegaard (1813-1855): “Señor Jesús, tú
no viniste para ser servido, ni tampoco para ser admirado o, simplemente,
adorado. Tú has deseado, solamente, imitadores. Por eso, despiértanos si
estamos adormecidos en este engaño de querer admirarte o adorarte, en vez de
imitarte y parecernos a ti.”
Así es para mí: “Maestro Jesús, pasaste por esta tierra viviendo desde el Amor y
regalando luz. Tu mirada de fuego encendió corazones y pulverizó la hipocresía.
Me enseñaste el camino de la ternura y del silencio. Me compartiste tu visión y
me condujiste tan adentro que ya no existe separación: solo Amor, Puro
Silencio, Cristo bendito por los siglos. En ti me reflejo, en ti me encuentro y
tu me defines.”
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