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sábado, 22 de septiembre de 2018

Marcos 9, 30-37




Marcos nos presenta hoy el fuerte contraste entre la mentalidad y la visión de Jesús y las de los discípulos. Jesús habla de dolor y vida entregada y los discípulos de ambición y honores.

La pregunta que Marcos pone en boca de Jesús es cortante y recuerda el famoso texto de la carta a los hebreos: “la Palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que cualquier espada de doble filo: ella penetra hasta la raíz del alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (Heb 4, 12).
Es la pregunta que el evangelio nos hace a nosotros hoy: “¿De qué hablaban en el camino?” (9, 33).

¿De qué hablamos los cristianos? ¿De que habla la iglesia?

Tengo dos impresiones: hablamos demasiado y hablamos con frecuencia de temas superficiales y secundarios.
Las dos cosas, obviamente, están relacionadas: al hablar mucho y al carecer de interioridad nos perdemos en banalidades. A falta de silencio, sobran las palabras inútiles.
Toda esta verborragia nos hace perder el centro y el contacto con la realidad. La discusiones internas de la iglesia giran entorno a temas muy lejanos de la existencia concreta de la gente, de sus búsquedas e intereses.
Volver al silencio y a la sobriedad de la palabra es entonces la clave para centrarse una y otra vez en el corazón humano. Jesús hablaba poco; María menos… “por algo será”, en una expresión popular.

Marcos nos muestras unos discípulos con miedo y avergonzados de sus discusiones en abierta contradicción con la postura del Maestro. Jesús habla de servicio y ellos de ser importantes.

¿Quién es importante? ¿A quien consideramos importantes hoy?

Para nosotros, importante es el hombre de prestigio, seguro de sí mismo, que ha alcanzado el éxito en algún campo de la vida, que ha logrado sobresalir sobre los demás y ser aplaudido por las gentes. Esas personas cuyo rostro podemos ver constantemente en la televisión: líderes políticos, premios Nobel, cantantes de moda, deportistas excepcionales…¿Quién puede ser más importante que ellos?” (J.A. Pagola).

El criterio evangélico va por otro lado. Bien lo sabemos. Lo sabemos los cristianos de todos los colores y bien lo sabe la iglesia católica.
Pero cuesta. Nos cuesta a todos: la atracción del poder y los privilegios tiene un efecto casi mágico y adictivo.
Seguimos otorgando títulos y distinciones, privilegiando el poder económico y las apariencias, alabando a unos y marginando a otros.

El aviso claro de Jesús nos puede despertar: “El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos” (9, 35).
El gran escritor ruso León Tolstói (1828-1910) a los 82 años se fugó de su casa escapando de la comodidad, los títulos y las apariencias, para morir pobre en una estación de trenes. Para ser fiel a su conciencia, al evangelio y a sus maravillosos libros.
Estamos a tiempo. Casi siempre hay tiempo, para quien logra atrapar el instante presente y hundirse, enamorado, en él.

¿Quién es más importante?
El que sirve, el que se entrega. Anónimo, desconocido. Miles y miles de cristianos y no cristianos, gente común y sencilla, sin títulos ni ambiciones, sin mucho dinero ni poder. Estos son los importantes para el evangelio: ¡vaya paradoja!
Quiero cantar al anonimato y dar gracias a los miles, anónimos y amantes, anónimos y entregados. ¡Gracias! Conozco a centenares. Estos cambian el mundo. El anonimato entregado es el verdadero motor del mundo. El anonimato es humilde y silencioso, atento y flexible. Sabe ponerse de lado al momento oportuno. Ama la oscuridad y la ilumina. El anonimato evangélico tiene el único nombre digno de ser dicho y alabado: amor.
Quiero vivir anónimo, aunque de vez en cuando, la luz te llama por un momento a cantar. Aunque es necesario a veces que el silencio se haga poesía.

Quiero ensalzar a este bendito anonimato.
Es el anonimato del niño que Jesús llama y pone en el medio de sus ambiciosos discípulos (9, 36-37).
Este niño anónimo que Jesús abrazó con ternura quedó como el modelo para los seguidores del Maestro de todos los tiempos. Un niño anónimo que se sintió amado y pudo construir su vida a partir de ese Amor y de ese abrazo.

Esta importante referencia a la niñez nos invita a reflexionar sobre una de las claves de nuestra sociedad: la educación.
¿Estamos educando para el éxito, la fama, el dinero, la apariencia, la competitividad?
¿O estamos educando para el amor, la belleza, la solidaridad, la fraternidad?

La educación, que a menudo está arriba de las mesas de los grandes, necesita una profunda revisión. El enfoque puesto en la información tiene que ceder su primacía a la vida. Tenemos excelente universitarios y profesionales que no son capaces de saludar o de lavar un plato.

Formar para la vida es lo esencial, la información sigue a la vida. Formar para creer en el amor, para servir, para aprender a respetar a todo ser viviente. Formar para descubrir la belleza que late en toda forma de vida, formar para cuidar una flor y sonreír a un anciano. Formar para barrer un patio y acompañar al dolor, formar para superar un conflicto y descubrir nuestra propia paz.
Esto, a mi modo de ver, es lo esencial en la educación.

Y desde ahí, el anonimato que tanto nos asusta, se reviste de color y de luz, derrochando por doquier el único Nombre que no se puede nombrar: el amor silencioso.
Amor sin nombre en cuyo regazo todos los nombres confluyen y en cuyo silencio todas las palabras descansan.






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