Marcos nos presenta hoy el fuerte
contraste entre la mentalidad y la visión de Jesús y las de los discípulos.
Jesús habla de dolor y vida entregada y los discípulos de ambición y honores.
La pregunta que Marcos pone en boca de
Jesús es cortante y recuerda el famoso texto de la carta a los hebreos: “la Palabra de Dios es viva y eficaz, y más
cortante que cualquier espada de doble filo: ella penetra hasta la raíz del
alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula, y discierne los
pensamientos y las intenciones del corazón” (Heb 4, 12).
Es la pregunta que el evangelio nos hace
a nosotros hoy: “¿De qué hablaban en el
camino?” (9, 33).
¿De
qué hablamos los cristianos? ¿De que habla la iglesia?
Tengo dos impresiones: hablamos demasiado
y hablamos con frecuencia de temas superficiales y secundarios.
Las dos cosas, obviamente, están
relacionadas: al hablar mucho y al carecer de interioridad nos perdemos en
banalidades. A falta de silencio, sobran las palabras inútiles.
Toda esta verborragia nos hace perder el
centro y el contacto con la realidad. La discusiones internas de la iglesia
giran entorno a temas muy lejanos de la existencia concreta de la gente, de sus
búsquedas e intereses.
Volver al silencio y a la sobriedad de
la palabra es entonces la clave para centrarse una y otra vez en el corazón
humano. Jesús hablaba poco; María menos… “por
algo será”, en una expresión popular.
Marcos nos muestras unos discípulos con
miedo y avergonzados de sus discusiones en abierta contradicción con la postura
del Maestro. Jesús habla de servicio y ellos de ser importantes.
¿Quién
es importante? ¿A quien consideramos importantes hoy?
“Para nosotros,
importante es el hombre de prestigio, seguro de sí mismo, que ha alcanzado el
éxito en algún campo de la vida, que ha logrado sobresalir sobre los demás y
ser aplaudido por las gentes. Esas personas cuyo rostro podemos ver
constantemente en la televisión: líderes políticos, premios Nobel, cantantes de
moda, deportistas excepcionales…¿Quién puede ser más importante que ellos?”
(J.A. Pagola).
El criterio evangélico va por otro lado.
Bien lo sabemos. Lo sabemos los cristianos de todos los colores y bien lo sabe
la iglesia católica.
Pero cuesta. Nos cuesta a todos: la
atracción del poder y los privilegios tiene un efecto casi mágico y adictivo.
Seguimos otorgando títulos y
distinciones, privilegiando el poder económico y las apariencias, alabando a
unos y marginando a otros.
El aviso claro de Jesús nos puede
despertar: “El que quiere ser el primero,
debe hacerse el último de todos y el servidor de todos” (9, 35).
El gran escritor ruso León Tolstói
(1828-1910) a los 82 años se fugó de su casa escapando de la comodidad, los títulos
y las apariencias, para morir pobre en una estación de trenes. Para ser fiel a
su conciencia, al evangelio y a sus maravillosos libros.
Estamos a tiempo. Casi siempre hay
tiempo, para quien logra atrapar el instante presente y hundirse, enamorado, en
él.
¿Quién
es más importante?
El que sirve, el que se entrega. Anónimo,
desconocido. Miles y miles de cristianos y no cristianos, gente común y
sencilla, sin títulos ni ambiciones, sin mucho dinero ni poder. Estos son los
importantes para el evangelio: ¡vaya paradoja!
Quiero cantar al anonimato y dar gracias
a los miles, anónimos y amantes, anónimos y entregados. ¡Gracias! Conozco a
centenares. Estos cambian el mundo. El anonimato entregado es el verdadero
motor del mundo. El anonimato es humilde y silencioso, atento y flexible. Sabe
ponerse de lado al momento oportuno. Ama la oscuridad y la ilumina. El
anonimato evangélico tiene el único nombre digno de ser dicho y alabado: amor.
Quiero vivir anónimo, aunque de vez en
cuando, la luz te llama por un momento a cantar. Aunque es necesario a veces
que el silencio se haga poesía.
Quiero ensalzar a este bendito
anonimato.
Es el anonimato del niño que Jesús llama
y pone en el medio de sus ambiciosos discípulos (9, 36-37).
Este niño anónimo que Jesús abrazó con
ternura quedó como el modelo para los seguidores del Maestro de todos los
tiempos. Un niño anónimo que se sintió amado y pudo construir su vida a partir
de ese Amor y de ese abrazo.
Esta importante referencia a la niñez
nos invita a reflexionar sobre una de las claves de nuestra sociedad: la educación.
¿Estamos
educando para el éxito, la fama, el dinero, la apariencia, la competitividad?
¿O
estamos educando para el amor, la belleza, la solidaridad, la fraternidad?
La educación, que a menudo está arriba
de las mesas de los grandes, necesita una profunda revisión. El enfoque puesto
en la información tiene que ceder su primacía
a la vida. Tenemos excelente
universitarios y profesionales que no son capaces de saludar o de lavar un
plato.
Formar
para la vida es lo esencial, la información sigue a la vida. Formar para creer
en el amor, para servir, para aprender a respetar a todo ser viviente. Formar
para descubrir la belleza que late en toda forma de vida, formar para cuidar
una flor y sonreír a un anciano. Formar para barrer un patio y acompañar al
dolor, formar para superar un conflicto y descubrir nuestra propia paz.
Esto, a mi modo de ver, es lo esencial
en la educación.
Y desde ahí, el anonimato que tanto nos
asusta, se reviste de color y de luz, derrochando por doquier el único Nombre
que no se puede nombrar: el amor silencioso.
Amor sin nombre en cuyo regazo todos los
nombres confluyen y en cuyo silencio todas las palabras descansan.
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