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sábado, 2 de febrero de 2019

Lucas 4, 21-30



Lucas nos presenta el “discurso programático” de Jesús en la sinagoga de Nazaret. Es un texto complejo y profundo en el cual Lucas recoge y resume distintas visitas de Jesús a la sinagoga.
De esta manera se comprenden también las contradicciones del texto.
Especialmente encontramos una que – a una mirada atenta –nos sorprende.
Al principio la gente – sugiere el texto – está admirada de Jesús: “estaban llenos de admiración” (4, 22).
No se entiende entonces la dura reacción de Jesús que sigue (4, 23-28) y sobretodo el final, cuando la misma gente que antes estaba tan contenta de la predicación del Maestro, ahora le quiere matar tirándolo por un barranco (4, 28-29).

¿Cómo explicarlo?
Posiblemente el versículo 22: “Todos daban testimonio a favor de él y estaban llenos de admiración por las palabras de gracia que salían de su boca”, siguiendo también los paralelos de Mateo y Marcos se puede también traducir en forma negativa: “todos se declaraban en contra, extrañados del discurso sobre la gracia (para todos) que salía de sus labios.
Así cobra sentido la reacción de Jesús y el final del texto.
De igual manera, también aceptando la traducción que tenemos en el texto litúrgico, el mensaje central que Lucas quiere transmitirnos es claro, contundente, profundo.

Jesús se presenta antes su pueblo y su gente como un profeta. El rasgo profético de Jesús es reconocido y aceptado por todos y es uno de los rasgos más característicos que los evangelios nos presentan.
Jesús no es sacerdote ni maestro de la ley. Su profetismo arranca como todo profetismo: de una experiencia personal y profunda de Dios. Y Jesús comparte su experiencia, también pagando el costo de la impopularidad, la exclusión y el sufrimiento. ¡Como todo profeta! Ayer y hoy.

Jesús ama a su pueblo y es hombre del pueblo, de la “base”. Pero esto no deriva en un insano populismo al cual – lamentablemente – nos han acostumbrado una gran cantidad de gobernantes políticos y de autoridades civiles y religiosas, adentro y afuera de la iglesia.
El profeta sabe que el pueblo también puede equivocarse. Y le dice la verdad. El auténtico y radical amor es necesariamente hijo de la verdad.
Jesús, en su predicación, cita un famoso texto de Isaías (61, 1-2) pero omite la frase: “un día de venganza para nuestro Dios” (61, 2).
Jesús no se reconoce en este Dios vengativo y elitista. Por eso continua citando dos acontecimientos de la historia de Israel que si, reflejan su experiencia: “Yo les aseguro que había muchas viudas en Israel en el tiempo de Elías, cuando durante tres años y seis meses no hubo lluvia del cielo y el hambre azotó a todo el país. Sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda de Sarepta, en el país de Sidón. También había muchos leprosos en Israel, en el tiempo del profeta Eliseo, pero ninguno de ellos fue curado, sino Naamán, el sirio” (4, 25-27).

El Dios de Jesús es un Dios totalmente abierto, amante, de todos y para todos. No hay extranjeros para Dios, no hay “preferencias”, por más que la teología así lo diga o la historia de la iglesia y unas culturas así lo creen.

Ahí va el profetismo y la libertad de Jesús. Jesús, amante del pueblo y de los pobres, es tremendamente fiel a sí mismo y a su experiencia.
Estamos llamados a eso mismo. Como afirma Pagola: “Se necesita una gran dosis de coraje para ser fieles a las propias convicciones, cuando todo el mundo se acomoda y adapta «a lo que se lleva». Es más fácil vivir sin un proyecto personal de vida, dejándonos llevar por el convencionalismo. Es más fácil instalarnos cómodamente en la vida y vivir según lo que nos dictan desde fuera.

Jesús, insertado en la tradición judía, supo ser fiel a su experiencia de Dios, su intuición, su visión.
Estamos llamados a eso mismo. Estamos en una época a menudo chata y tibia, donde reina “la cultura del rebaño”, de las modas y de las apariencias. Un mundo individualista que, paradójicamente, niega la verdadera unicidad y originalidad. Un mundo donde todos hacen lo mismo, compran lo mismo, se divierten con los mismo, miran las mismas novelas.
No hay espesor, no hay carisma ni profuniddad, no hay auténtica experiencia.

Los políticos – de izquierda, centro o derecha que sean – pecan todos de lo mismo: superficiales, obsesionados con el poder y el dinero, rencorosos, a menudo corruptos, hipócritas.
Las autoridades eclesiales a menudo caen en lo mismo también: preocupados en defender doctrinas, anclados a sus privilegios, autoritarios.
Obviamente hablando en general y se “sistemas”.

Jesús fue por otro camino y el texto de hoy es testigo. Es necesaria la fidelidad a uno mismo, al pueblo, a la realidad.
El Misterio de Dios abarca en un único abrazo estas dimensiones y no podemos vivir la una sin la otra. Jesús vive el Misterio de Dios como la profunda belleza que todo sostiene, el fondo común que todo abarca en un amoroso abrazo.
Y esa belleza y ese amor, Jesús anuncia con su vida y sus actitudes.
El final del texto – sorprendente y maravilloso – lo atestigua: “Pero Jesús, pasando en medio de ellos, continuó su camino” (4, 30).
Jesús, el hombre libre y fiel a sí mismo, no se deja arrastrar por las opiniones, ni en contra ni a favor. Sigue su camino. Vive su soledad con plenitud y esta soledad es su fuerza.
De pie, con dignidad, mirada de fuego, paso lento y seguro: Jesús se abre paso en medio de los que lo quieren matar y nadie se atreve a detenerlo.
Es la fuerza de la soledad, la fuerza de la experiencia, la fuerza de la visión, la fuerza de un amor radical.

Es la misma fuerza que, antes de su pasión y muerte, atestigua el evangelista Juan poniendo en los labios del Maestro las hermosas palabras: “El Padre me ama porque yo doy mi vida para recobrarla. Nadie me la quita, sino que la doy por mí mismo. Tengo el poder de darla y de recobrarla: este es el mandato que recibí de mi Padre” (Jn 10, 17-18). 

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