Lucas nos presenta el “discurso
programático” de Jesús en la sinagoga de Nazaret. Es un texto complejo y profundo
en el cual Lucas recoge y resume distintas visitas de Jesús a la sinagoga.
De esta manera se comprenden también las
contradicciones del texto.
Especialmente encontramos una que – a
una mirada atenta –nos sorprende.
Al principio la gente – sugiere el texto
– está admirada de Jesús: “estaban llenos
de admiración” (4, 22).
No se entiende entonces la dura reacción
de Jesús que sigue (4, 23-28) y sobretodo el final, cuando la misma gente que
antes estaba tan contenta de la predicación del Maestro, ahora le quiere matar tirándolo
por un barranco (4, 28-29).
¿Cómo
explicarlo?
Posiblemente el versículo 22: “Todos daban testimonio a favor de él y
estaban llenos de admiración por las palabras de gracia que salían de su boca”,
siguiendo también los paralelos de Mateo y Marcos se puede también traducir en
forma negativa: “todos se declaraban en
contra, extrañados del discurso sobre la gracia (para todos) que salía de sus
labios.”
Así cobra sentido la reacción de Jesús y
el final del texto.
De igual manera, también aceptando la
traducción que tenemos en el texto litúrgico, el mensaje central que Lucas
quiere transmitirnos es claro, contundente, profundo.
Jesús se presenta antes su pueblo y su
gente como un profeta. El rasgo profético
de Jesús es reconocido y aceptado por todos y es uno de los rasgos más característicos
que los evangelios nos presentan.
Jesús no es sacerdote ni maestro de la
ley. Su profetismo arranca como todo profetismo: de una experiencia personal y
profunda de Dios. Y Jesús comparte su experiencia, también pagando el costo de
la impopularidad, la exclusión y el sufrimiento. ¡Como todo profeta! Ayer y
hoy.
Jesús ama a su pueblo y es hombre del
pueblo, de la “base”. Pero esto no deriva en un insano populismo al cual –
lamentablemente – nos han acostumbrado una gran cantidad de gobernantes políticos
y de autoridades civiles y religiosas, adentro y afuera de la iglesia.
El profeta sabe que el pueblo también
puede equivocarse. Y le dice la verdad. El auténtico y radical amor es
necesariamente hijo de la verdad.
Jesús, en su predicación, cita un famoso
texto de Isaías (61, 1-2) pero omite la frase: “un día de venganza para nuestro Dios” (61, 2).
Jesús no se reconoce en este Dios
vengativo y elitista. Por eso continua citando dos acontecimientos de la
historia de Israel que si, reflejan
su experiencia: “Yo les aseguro que había
muchas viudas en Israel en el tiempo de Elías, cuando durante tres años y seis
meses no hubo lluvia del cielo y el hambre azotó a todo el país. Sin embargo, a
ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda de Sarepta, en el país de
Sidón. También había muchos leprosos
en Israel, en el tiempo del profeta Eliseo, pero ninguno de ellos fue curado,
sino Naamán, el sirio” (4, 25-27).
El Dios de Jesús es un Dios totalmente
abierto, amante, de todos y para todos. No hay extranjeros para Dios, no hay
“preferencias”, por más que la teología así lo diga o la historia de la iglesia
y unas culturas así lo creen.
Ahí va el profetismo y la libertad de
Jesús. Jesús, amante del pueblo y de los pobres, es tremendamente fiel a sí
mismo y a su experiencia.
Estamos llamados a eso mismo. Como
afirma Pagola: “Se necesita una gran
dosis de coraje para ser fieles a las propias convicciones, cuando todo el
mundo se acomoda y adapta «a lo que se lleva». Es más fácil vivir sin un
proyecto personal de vida, dejándonos llevar por el convencionalismo. Es más
fácil instalarnos cómodamente en la vida y vivir según lo que nos dictan desde
fuera.”
Jesús, insertado en la tradición judía,
supo ser fiel a su experiencia de Dios, su intuición, su visión.
Estamos llamados a eso mismo. Estamos en
una época a menudo chata y tibia, donde reina “la cultura del rebaño”, de las
modas y de las apariencias. Un mundo individualista que, paradójicamente, niega
la verdadera unicidad y originalidad. Un mundo donde todos hacen lo mismo, compran
lo mismo, se divierten con los mismo,
miran las mismas novelas.
No hay espesor, no hay carisma ni
profuniddad, no hay auténtica experiencia.
Los políticos – de izquierda, centro o derecha
que sean – pecan todos de lo mismo: superficiales, obsesionados con el poder y
el dinero, rencorosos, a menudo corruptos, hipócritas.
Las autoridades eclesiales a menudo caen
en lo mismo también: preocupados en defender doctrinas, anclados a sus
privilegios, autoritarios.
Obviamente hablando en general y se “sistemas”.
Jesús fue por otro camino y el texto de
hoy es testigo. Es necesaria la fidelidad a uno mismo, al pueblo, a la
realidad.
El Misterio de Dios abarca en un único
abrazo estas dimensiones y no podemos vivir la una sin la otra. Jesús vive el
Misterio de Dios como la profunda belleza que todo sostiene, el fondo común que
todo abarca en un amoroso abrazo.
Y esa belleza y ese amor, Jesús anuncia
con su vida y sus actitudes.
El final del texto – sorprendente y
maravilloso – lo atestigua: “Pero Jesús,
pasando en medio de ellos, continuó su camino” (4, 30).
Jesús, el hombre libre y fiel a sí mismo,
no se deja arrastrar por las opiniones, ni en contra ni a favor. Sigue su
camino. Vive su soledad con plenitud y esta soledad es su fuerza.
De pie, con dignidad, mirada de fuego,
paso lento y seguro: Jesús se abre paso en medio de los que lo quieren matar y
nadie se atreve a detenerlo.
Es la fuerza de la soledad, la fuerza de
la experiencia, la fuerza de la visión, la fuerza de un amor radical.
Es la misma fuerza que, antes de su
pasión y muerte, atestigua el evangelista Juan poniendo en los labios del
Maestro las hermosas palabras: “El Padre
me ama porque yo doy mi vida para recobrarla. Nadie me la
quita, sino que la doy por mí mismo. Tengo el poder de darla y
de recobrarla: este es el mandato que recibí de mi Padre” (Jn 10,
17-18).
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