Nos encontramos frente a una página de
excepcional envergadura y profundidad.
Lucas sigue presentando el discurso de
Jesús sobre las bienaventuranzas el cual hoy se centra en dos grandes ejes: el
amor a los enemigos y el no juzgar.
El amor a los enemigos es tal vez uno de
los rasgos más característicos del evangelio y del cristiano, aunque no
exclusivo. Siglos antes de Jesús, Buda ya había enseñado el amor a los enemigos
y así otros maestros espirituales.
En el evangelio y en la praxis de Jesús
este amor universal e inclusivo toma una fuerza toda
particular y se reviste de dimensiones de entrega, ternura, radicalidad. El
evangelio es el anuncio de un Amor
compasivo, radical y universal.
Obviamente en nuestro contexto hablar de
enemigos es medio anacrónico. La
palabra “enemigo” la reservamos para los grandes conflictos, las guerras, las
luchas de poder o de clase, la divisiones políticas. No es común que tengamos
“enemigos”.
Tal vez no tengamos “enemigos” de esta
especie – ojalá así sea – pero sin duda vivimos la experiencia del conflicto
cotidiano, de la incomprensión, de las pequeñas injusticias, del rechazo del
saludo, de un pleito, una rabieta, violencia verbal, discriminación, marginación,
calumnia, juicio.
En todas estas facetas “cotidianas”
podemos también reconocer al “enemigo”. En este sentido enemigo es todo lo que no nos hace vivir la plenitud de la paz y
del amor. Tenemos “enemigos” interiores y exteriores. Los exteriores ya los hemos mencionado: toda persona o situación que
nos molesta y afecta nuestra paz.
A menudo los interiores – miedos, heridas, pasiones descontroladas, emotividad
acumulada – son más complicados y tenaces que los externos.
Hay que trabajar las dos dimensiones.
En general una vez que nos hemos
reconciliado con los enemigos interiores es mucho más fácil reconciliarnos – perdonar – con los exteriores.
El camino de reconciliación y de perdón
– hacia uno mismo y hacia los demás – pasa siempre por la sabiduría de la comprensión.
Comprensión
que empieza con aceptar y asumir lo que somos y sentimos.
Este paciente trabajo interior nos
llevará a descubrirnos en profundidad. Descubriremos y experimentaremos la
belleza de la unidad: nuestro fondo es el fondo común de toda la realidad.
Ahí surge – y solo desde ahí – la
profunda verdad del dicho: “el otro soy
yo”.
Es la raíz de la compasión. Por eso que Jesús mismo nos invita: “Sean misericordiosos, como el Padre de
ustedes es misericordioso” (6, 36). En otras palabras: “sean compasivos,
porque el Padre es Compasión.”
El Papa Francisco está centrando su
ministerio en esta maravillosa verdad: Dios es Compasión, Dios es misericordia.
Cuando tocamos esta verdad todo se
transforma.
Lo que ocurre es que esta verdad no es
intelectual, ni doctrinal, ni catequética. Esta verdad se hace carne en
nosotros a través de la experiencia personal
y directa.
Una vez que nos hemos descubierto en
nuestra identidad común, la compasión, se abre por sí sola la comprensión: el otro soy yo.
Entonces, el “otro soy yo” pasa de ser
una simple frase poética para convertirse en la verdad más profunda del
Universo: somos uno. Nuestra identidad es compartida, aunque se expresa de
maneras distintas. El Amor es Uno, la Vida es Una.
En la compasión las diferencias no son
anuladas, sino ordenadas y armonizadas para la belleza total y plena.
Desde esta compasión y comprensión ya no
existe “enemigo” ni existe “juicio”.
En el fondo, también lo que percibo como
“enemigo” – y que en un plan superficial puede serlo – soy yo.
El perdón entonces surge y se abre
camino no como un esfuerzo de la voluntad o una obligación moral.
Surge de la visión de nuestro auténtico
ser. Surge de la compasión de Dios que nos configura y sostiene.
La experiencia del perdón es sin duda la
experiencia central del Misterio de Dios.
“El
perdón cristiano brota de una experiencia religiosa. El cristiano perdona
porque se siente perdonado por Dios. Toda otra motivación es secundaria.
Perdona quien sabe que vive del perdón de Dios. Esa es la fuente última. «Perdónense
mutuamente como Dios los ha perdonado en Cristo» (Ef 4, 32).Olvida esto es
hablar de otra cosa muy diferente del perdón evangélico. Por eso el perdón
cristiano no es un acto de justicia. No se le puede exigir a nadie como un
deber social. Jurídicamente el perdón no existe. El código penal ignora el
verbo «perdonar» (Pagola).
Oler el aroma del perdón es prueba
cierta de la autenticidad de una experiencia de Dios. Hasta que descubriremos
que desde siempre hubo perdón, solo perdón, nada más que perdón. Es decir:
compasión, solo compasión y misericordia.
Veremos entonces que la culpa en realidad no existe y fue una
invención religiosa para controlar las conciencias. Nos mintieron y nos
mentimos. La culpa que generó tantos estragos, es pura ilusión.
Descubriremos que lo que llamamos “pecado”
solo tuvo lugar adentro de esta misma Compasión. “Afuera” de la Compasión nada
existe ni subsiste. Es el misterio del mal, del dolor y del pecado ya resuelto
desde lo eterno. Ya perdonados en el Océano silencioso del Ser.
Es lo que vieron todos los místicos.
Es lo que vieron los amantes del
silencio.
Es lo que podemos ver, es lo que estamos
llamados a ver y a ser.
Entonces el vivir se convierte en pura poesía.
Y con un poema quiero cantarlo:
Viento
de otoño que te llevaste riendo
la
mano negra de la culpa,
hojas
muertas y de nuevo fecundas;
muéstrame
el camino ágil y silencioso.
Llévame
al pozo profundo e infinito,
y llámalo
“Dios” si se te ocurre,
porque
así es.
Pozo
dónde el agua viva del perdón,
alimenta
desde siempre los ríos humanos
y
el trinar universal.
Que
yo beba siempre y solo de este
Pozo
silencioso y materno
y
que fluya desde mis manos
tu
tierna sonrisa del perdón eterno
en
el cual, enamorado,
vivo
y vivimos.
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