Seguimos con el discurso de las
bienaventuranzas y hoy también el texto nos ofrece pistas y sugerencias
fundamentales para nuestro caminar, respirar y vivir.
“¿Puede un ciego guiar a otro ciego?” (6, 39): comienza así nuestro
texto. Comienza con esta clara advertencia de Jesús.
El tema de la ceguera siempre fue muy presente en la
historia de la espiritualidad y en las religiones.
En casi todas las
tradiciones espirituales la plenitud de vida y el encuentro con Dios se
transmite justamente a través de la iluminación y la visión. Los cristianos
hablamos de Cristo como luz y Cristo Luz. El mismo evangelio de Juan lo afirma
rotundamente: “Yo soy la luz del mundo”
(Jn 8, 12).
Salir de la ceguera y
aprender a ver es entonces fundamental.
El tema es complejo y solo
nos orienta y nos salva una profunda autenticidad: ¿quién puede decir que ve y quien no? ¿Quién puede decir a otro que no
está viendo? ¿Quién y cómo se evalua la visión?
Necesitamos ser auténticos y
humildes a lo hora de ver.
El mismo Jesús vio la
complejidad del asunto:
“He venido a este mundo para un juicio: para que vean los que no
ven y queden ciegos los que ven. Los fariseos que estaban con él oyeron
esto y le dijeron: «¿Acaso también nosotros somos ciegos?». Jesús les
respondió: «Si ustedes fueran ciegos, no tendrían pecado, pero
como dicen: “Vemos”, su pecado permanece».” (Jn 9, 39-41).
¿Cómo salir de la ceguera?
¿Por donde arranca el camino de la iluminación y de la visión?
Sin duda por uno mismo, como
siempre. Y sin duda alguna dejando de lado el juicio.
Una cosa es cierta: cuando
juzgamos – a nosotros mismos, a los
demás, a una situación – no estamos viendo. Somos ciegos.
Jesús lo dice con la famosa
imagen de la paja y la viga.
“¿Por qué miras la paja que hay en el ojo de tu hermano y no ves la viga
que está en el tuyo?” (6, 41)
Esta simple, conocida y
repetida frase concentra siglos de avances en la ciencia psicologica. Jesús que
no era psicologo pero como hombre interior y maestro de contemplación había
descubierto una de la verdades más profundas y revolucionarias de la psique
humana.
Tal vez el primero que dio
forma y color a esta verdad fue el psiquiatra suizo Carl Gustav Jung con su
teoria sobre la sombra.
Podemos resumir así: lo que
veo en el otro que me molesta y duele tiene que ver más conmigo que con el
otro. El otro es simple espejo de lo que no he resuelto en mí.
Tan simple la cuestión como
tan esencial y revolucionaria: si la
practicaramos. Si la practicaramos…
El otro es siempre mi
maestro, como yo por otra parte soy también maestro.
Todos somos a la vez,
maestros y discipulos. ¡Qué maravilla!
Por eso que Jesús dijo: “no se hagan llamar
“maestro”, porque no tienen más que un Maestro y todos ustedes son hermanos. A
nadie en el mundo llamen “padre”, porque no tienen sino uno, el Padre
celestial. No se dejen llamar tampoco “doctores”, porque sólo tienen un Doctor,
que es el Mesías” (Mt 23, 8-10).
La Vida es la única
Maestra: bien lo sabemos. Jesús es maestro y se sabe maestro porque es Uno con
la Vida. ¡Qué belleza y que sabiduría!
“¿Por qué miras la paja que hay en el ojo de tu hermano y no ves la viga
que está en el tuyo?” (6, 41)
El otro entonces es
espejo que me refleja mi zonas de
sombras, mis heridas, mis fragilidades. El otro me refleja los aspectos que
requieren que yo los reconozca, acepte, asuma y transforme en luz. El otro,
sobre todo, me dice cuanto lejos estoy de Casa.
Especialmente cuando
el otro – persona o situación – es causa de dificultades y dolor es un signo
elocuente que me sugiere cuan lejos estoy de mi Fuente y de mi Casa. La Casa
del Ser, la Casa del Amor.
El otro es siempre
un maestro que me devuelve a mí mismo, que me invita a encontrarme, aceptarme,
amarme, perdonarme.
La clave está en
escuchar nuestra sensibilidad y emotividad. El espejo siempre va a tocar las
cuerdas emotivas de nuestro ser y mucho menos las racionales.
Pongamos un par de
ejemplos, simplificando mecanismos espirituales y psíquicos muy complejos.
Si estoy escuchando
en el informativo un suceso de violencia y esto mueve mi emotividad – rabia, enojo, violencia – es un signo
evidente que esa misma violencia está en mi interior y no está resuelta. El
hecho exterior me recuerda que estoy afuera de mi propio centro y tengo heridas
para asumir, sanar, transformar. La violencia que escuché o que vi en el
informativo tiene que ver más conmigo que con el hecho en sí.
El otro. Si leyendo
esta reflexión – más allá que racionalmente
puedo no compartirla u opinar distinto – mi sentir y mi emotividad se mueven en
el sentido del juicio, del rechazo, de la cerrazón “el problema” es más del
lector que del autor de la reflexión. La reflexión está reflejando en el lector
sus heridas no resueltas y sus deseos de apertura y libertad reprimidos.
De vez en cuando
mis reflexiones suscitan algún tipo de rechazo o juicio especialmente en los
sectores conservadores de la iglesia. Más allá de las opiniones diferentes – sumamente aceptables y respetables – si
las reflexiones generan malestar emocional “el problema” no es mío, sino de
aquel – persona o institución que sea – que se siente afectado.
Las reflexiones van
a “tocar” – hacen de espejo – algo no
resuelto, no reconocido o reprimido. Puede que la persona (o la
institución) sea rígida y cerrada con ella misma y por no lograr verse así (no
se reconoce) condena y juzga la reflexión. O puede que la persona (o
institución) tiene mucho deseos de apertura y liberación pero no se permite dar
cabida a estos deseos (el tremendo peso de lo racional) y por eso lo reprime
condenando “afuera” (la reflexión) lo que no acepta “adentro”.
La clave está en la
paz. La profunda paz y alegría del
corazón nos dicen siempre la verdad y nos guían por el sendero correcto.
Una emotividad en
paz y que puede expresar un sentir
distinto y hasta una critica
desde esa misma paz es el signo de una persona resuelta, madura, centrada. La
persona está en Casa, en el Amor.
Cuando estamos en
nuestro Centro, cuando vivimos desde el
Amor que somos, solo puede haber Paz y Calma. Esa Paz y esa Calma me dirán
si estoy en Casa o me salí.
Si somos honestos
siempre nos daremos cuenta que es nuestra viga en el ojo la que nos impide ver
bien.
Nos volveremos de
esta manera agradecidos con cualquier otro y cualquier situación.
Este camino de
lucidez nos llevará a volver a nuestra esencia y a comprender que todo depende
de nuestra visión.
Nos son las
situaciones externas, por cuantos duras pueden ser o parecer, no son los demás
la causa de mi infelicidad o mis problemas: es mí ceguera.
No estoy viendo la
belleza siempre presente y desbordante. No estoy viendo la Presencia del Amor
que soy, que es y que todo llena. No estoy viendo porque en el fondo, tengo
miedo, estoy juzgando y me estoy juzgando.
La luz. Necesitamos
esta luz, la luz de la visión, la luz de la transparencia. Necesitamos esta luz
y necesitamos de dejar de culpar a los demás y al mundo por nuestros “males”.
Nadie tiene la culpa, la culpa no existe.
Existe la ceguera.
Y salir de la ceguera es el único camino para ver esa misma Luz, siempre
presente.
Salir de la ceguera
es el único camino para ver que solo el Amor es y existe. Hasta que no veo esto
y no estoy profundamente en paz, no estoy viendo bien.
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