En el contexto de este tiempo de
Adviento celebramos – el 8 de diciembre – la fiesta de la Inmaculada Concepción
de María.
Es una fiesta muy querida por los
cristianos y por la iglesia. Una fecha muy especial también para la
Congregación a la cual pertenezco: Oblatos de María Inmaculada.
Es una fiesta que surge con el dogma de
la Inmaculada Concepción del 1854. Una fiesta que resume la importancia y la
belleza de María para todo el mundo cristiano y para muchísimos que a pesar de
no practicar una religiosidad explicita sienten por María un afecto especial.
La figura de María concentra casi todos
los anhelos del corazón humano y por eso es tan amada: la infinita belleza de
la maternidad, el deseo de sentirnos amados y aceptados así como somos, la
necesidad de comprensión y ternura, la extraordinaria belleza de la mujer.
¿Cómo
entender hoy esta fiesta de la Inmaculada?
El dogma de 1854 define que María de
Nazaret – en vista de su maternidad divina – fue preservada del pecado
original. Es Inmaculada: sin mancha; (“macula”
en latín es “mancha”).
Hasta que no desentrañamos lo que pueda
significar el “pecado original” será difícil – por no decir imposible – una
comprensión cabal de la Inmaculada.
La doctrina del “pecado original”
necesita una urgente reinterpretación. Según esta doctrina (¡seguimos viviendo
de doctrinas! ya basta…) el ser humano nace con una falla que tiene que ser
reparada. Desde ahí podemos comprender la absurda (y anti-evangélica) centralidad
que el pecado ha jugado en la iglesia y en el cristianismo. Se leyó el evento
extraordinario de Jesús de Nazaret en función del pecado… Jesús habría venido
esencialmente para liberarnos del pecado… Por ende, en la historia de la
humanidad, la centralidad y el protagonismo lo tendría el pecado y no el amor
de Dios revelado en Jesús. Es la “felix culpa” del pregón pascual: “¡Feliz culpa que mereció tal redentor!”
El pecado sería “original” porque da
origen a todo el proceso de la salvación: ¡el pecado sería más importante que
la creación, la venida de Jesús, su muerte y resurrección, el amor de Dios!
¿Se
nota lo paradójico y absurdo?
Desde esta absurda visión podemos
entender las consecuencias nefastas en las vidas de muchísimas personas a lo
largo de los siglos: sentimientos de culpas enormes, miedos, frustración,
tristeza, enojo, hipocresía.
Si vamos a la fuente de la doctrina del
“pecado original” descubrimos dos cosas importantes.
Por una lado que se fundamenta en un (1, digo 1) versículo de la Biblia (“Por lo tanto, por un solo
hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así
la muerte pasó a todos los hombres, porque todos pecaron” – Rom 5, 12) interpretado unilateralmente y afuera de contexto.
Por el otro que fue
practicamente “un invento” de San Agustín en el siglo IV. Agustín – excelente
teologo y obispo por otra parte – tenía algún problema con la sexualidad y de
ahí que asoció el acto sexual por el cual se engendra la vida con el “pecado
original”.
Basta leer con atención el
evangelio para darse cuenta que la centralidad del mensaje cristiano es la
bendición de Dios, el amor, la alegría, la vida.
En el origen está el amor,
la paz y la alegría, no el pecado.
El pecado no tiene entonces
nada de “original”, en su doble sentido: no dio origen a nada y tiene muy poco
de novedad, fantasía, creatividad.
Si vamos al termino griego
del Nuevo Testamento que da origen a la palabra “pecado” descubrimos algo
interesante y fundamental. El termino griego es hamartia que significa “errar al tiro”, es decir,
equivocarse. El sentido evangelico de “pecado” entonces se centraría en la ignorancia
y en esta comprensión nos encontramos admirable y sorprendentemente en sintonia
con todas las religiones y tradiciones espirituales de la humanidad.
Entender
el “pecado” en clave de ignorancia más que en clave moral nos
libera de la culpa y nos libera para la responsabilidad.
La
responsabilidad de crecer en lucidez y comprensión.
Este
crecimiento responsable en comprensión nos lleva a conectar con nuestra
verdadera identidad, con nuestra auténtica naturaleza, con los que somos.
Acá
empalma perfectamente la Inmaculada. Ahora podemos comprender cabalmente su
significado.
Celebrar
la Inmaculada es celebrar lo que somos, nuestra esencia, nuestro “lugar” más
íntimo. Es reconocer que nuestra esencia está siempre bien, siempre a salvo y
no es alcanzada por el pecado.
Lo
que somos es vida divina – hijos de Dios – y esta vida es vida eterna y
vida plena. El “pecado” afecta a la superficie de nuestras existencias pero no
puede tocar la esencia: esta es la Buena Noticia del evangelio, esto es
celebrar la Inmaculada.
María
nos recuerda quienes somos. Nos recuerda y nos conecta con nuestra infinita
belleza, con nuestro ser divino.
Relacionarse
con María es entonces mucho más que una simple devoción. Es mirar nuestra
propia belleza y valor, es darnos cuenta del Amor que todo lo sostiene y
engendra.
Nos
preguntamos para terminar nuestra reflexión:
¿Qué fue lo central en la
vida de María?
El
silencio, sin duda. María es la mujer del Silencio, la mujer de la
interioridad.
Con
su vida María nos suguiere delicadamente que solo el silencio interior nos
conduce al descubrimiento y a la conexión consciente con nuestra esencia.
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