Estamos en el tercer domingo de
Adviento: domingo “de la alegría”. La alegría por el Mesías que se acerca y
renueva nuestras existencias.
La misma alegría que se esconde detrás
de la pregunta de Juan el Bautista con la cual empieza el texto evangélico de
hoy:
“¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?”
Juan, desde la soledad de la
cárcel, es invadido por las dudas: ¿Será Jesús el enviado, el prometido, el
liberador?
Las primeras comunidades
cristianas vivieron la tensión de la relación entre Juan y Jesús y sus
respectivos discípulos: ¿quién es el más grande?
Los evangelios reflejan esta
tensión y Mateo quiere dejar en claro la cuestión: Jesús es el enviado y Juan
vino a prepararle el camino.
La respuesta de Jesús a la
pregunta de Juan: “¿Eres tú el que ha de
venir o debemos esperar a otro?” es fundamental e iluminadora.
“Vayan a contar a Juan lo que ustedes oyen y ven: los ciegos ven y
los paralíticos caminan; los leprosos son purificados y los sordos oyen; los
muertos resucitan y la Buena Noticia es anunciada a los pobres” (11, 4-5).
Es una respuesta desde la
vida, no desde lo teorico. No es una respuesta teologica, sino experiencial. No
es una respuesta racional, sino sumamente concreta.
Con Jesús la vida es
renovada y sanada a la raíz.
Es vida plena y digna para
todos.
El texto reafirma la
vocación que Jesús mismo se atribuye en Juan 10, 10: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia”.
Esta centralidad de la vida y para la vida es el eje del evangelio y no hay que perderlo de
vista. Nos protege de caer en la hipocresía
(y darnos cuenta que caimos) y nos conduce por los caminos creativos del amor.
Si nuestra experiencia
cristiana y nuestra propuesta misionera no toca la vida, no dignifica la vida,
no transforma la vida es signo de que estamos enredados en una fe mental, es
decir, en creencias.
La profesión de fe que todos
los domingos repetimos con nuestros labios – el Credo – encuentra su validez y verificación en lo cotidiano; y
la cotidianidad es siempre muy concreta, desafiante, sencilla.
Recitar el credo y hablar del amor de nada sirve si no tocan nuestras existencias y no
trasforman la vida en el aquí y ahora.
El evangelio nos invita a
revisar nuestra vida a la luz de la coherencia y la fidelidad.
Podemos entonces contestar
también nosotros a Juan: ¡es Jesús si! ¡No tenemos que esperar a otro!
Jesús nos reveló y regaló
todo lo que es necesario saber para una vida plena y fecunda.
La espera no tiene que ver
con un hipotetico cuanto irreal futuro. La esperanza es la certeza que en lo
profundo ya late la verdad y la plenitud.
Es cuestión de aprender a
ver. Por eso el texto de hoy insiste tanto en el tema del ver.
“Vayan a contar a Juan lo que ustedes oyen y ven…” (11, 4).
“¿Qué fueron a ver al
desierto? ¿Una caña agitada por el viento? ¿Qué fueron a ver? ¿Un hombre vestido con
refinamiento? Los que se visten de esa manera viven en los palacios de los
reyes. ¿Qué fueron a ver
entonces?” (11, 8-9).
Visión y realidad son las dos caras de la misma moneda: aprender a ver la
realidad la transforma y transformar la realidad nos hace ver mejor.
Más concreto: si veo que lo
esencial de lo real es el amor, ese mismo amor se irá manifestando cada vez
más. Si transformo la realidad a partir del amor mi visión se irá purificando y
afinando para ver lo único real: el amor mismo.
En el fondo es la dialectica
clasica de la mística y la profecía.
Mística es ver a Dios en todo, profecía es ver a todo en Dios.
O, en palabras de Nisargadatta:
“El amor dice: «Yo soy todo».
La sabiduría dice: «Yo soy nada». Entre ambos fluye mi vida”.
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