El texto que la liturgia nos ofrece en
este segundo domingo de Pascua es la continuación del texto del domingo
anterior: hoy estamos al atardecer de ese mismo día, día de Pascua. El Gran Día
que la iglesia celebra en la octava de Pascua como un único día.
Amanecer y atardecer se ciñen sobre el día pascual,
como a indicar que en la Pascua todo está completo, abrazado, contenido.
La Pascua es alfa y omega, principio y
fin. Totalidad y plenitud.
El texto de hoy es una catequesis sobre la resurrección que el
evangelista y su comunidad escriben varias décadas después de los
acontecimientos narrados. Por eso que buscar el mensaje actual y perenne que se
esconde en el texto es mucho más importante que encontrar una improbable
fidelidad histórica de lo ocurrido.
La clave de lectura la encontramos en el
cierre del texto, en el último versículo: “para
que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo, tengan
Vida en su Nombre” (20, 31).
Es el gran y único mensaje del cuarto
evangelio: Jesús es Vida y vino a regalarnos la vida plena.
Justo acá se descubre el mensaje central
de la Pascua: la Vida que Jesús es y que vino a revelarnos es la Vida que
somos. Todo es Vida, solo hay Vida. Nosotros estamos participando y bebiendo a
la Fuente de la Vida Una.
Este es el maravilloso y sorprendente
mensaje pascual y solo accedemos a él desde un profundo silencio mental. Solo
una visión mística y contemplativa puede regalarnos esta cabal comprensión. Desde
la comprensión mítica-racional quedaremos siempre atrapados en dualidades y contradicciones:
interior/exterior, antes/después, alma/cuerpo, muerte/resurrección, mundo/Dios.
Por eso es esencial callar y abrirnos a
la Vida que susurra desde dentro y se quiere manifestar en plenitud, como hizo
con Jesús.
¿Cuál
es el gran regalo a quién se descubre Uno con la Vida?
La paz, sin duda. La paz que es
justamente una de las protagonistas de nuestro texto. En la catequesis de Juan
el Resucitado derrocha paz. Por tres veces dice a sus discípulos: “la paz esté con ustedes”.
La paz es el gran regalo pascual. El
gran descubrimiento de quien se entrega a la Vida con plena confianza.
Si todo es Vida y si solo hay Vida: ¿puede haber otra cosa que no sea paz?
Es la paz radical que se esconde también
en nuestros dolores, anhelos, errores.
Es la paz que habita cada corazón
humano, cada gesto y cada sonrisa. Es la paz de la creación, de los árboles y
los pájaros. Es la paz de la luna y de los enamorados. La paz de cada amanecer
y atardecer.
Una paz siempre presente, porque Uno con
la Vida.
Solo necesita ser descubierta,
comprendida, amada.
La paz exterior será solo y siempre
fruto del descubrimiento de la paz en mi corazón, en tu corazón.
Como afirma el grande San Jerónimo: “Encuentra paz dentro de tu propia alma, y
entonces el Cielo y la Tierra estarán en paz contigo.”
Esta el paz de Dios y la paz que es
Dios. Paz que supera todo lo que podamos imaginar: “la paz de Dios, que supera todo lo que podemos pensar, tomará bajo su
cuidado los corazones y los pensamientos de ustedes en Cristo Jesús” (Fil
4, 7).
Este es el gran reto del mundo de hoy.
Un mundo sediento de paz, pero un mundo que todavía busca la paz afuera sin haberla descubierto adentro.
Un mundo que busca la paz en tratados, acuerdos, negociaciones, firmas. Esta
paz es una paz ilusoria e inestable, como también lo está demostrando la
pandemia y la crisis económica mundial.
No hay paz afuera si no brota de
nuestras raíces y del reconocimiento de la Vida Una que nos habita y nos
sostiene.
Si el corazón de los políticos y de los
que tienen responsabilidades civiles, sociales y religiosas no está en paz es
imposible que construyan una paz duradera en el tejido social y en la
convivencia entre países.
Volver
a la Paz que nos habita: este es el llamado del Resucitado hoy,
el grito de jubilo de la resurrección, el don perfecto de la Pascua.
Este es el momento, ahora es el momento:
y empieza por ti.
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