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miércoles, 8 de mayo de 2024

Marcos 16, 15-20

 


Celebramos hoy la fiesta litúrgica de la Ascensión y el texto que la acompaña es el final del evangelio de Marcos.

 

Es un texto que debemos leer, sin duda, en clave metafórica y simbólica: por un lado, tenemos suficiente certeza para afirmar que las palabras que Marcos pone en los labios de Jesús no son de él, en realidad, sino que reflejan el sentir de la comunidad post-pascual y su deseo evangelizador.  

Por otro lado, no podemos tomar la ascensión de Jesús en su sentido literal y materialista, como no podemos tomar al pie de la letra, parece obvio, la expresión: “el Señor Jesús fue llevado al cielo y está sentado a la derecha de Dios” (16, 19)… ¡en la plenitud de la Vida Divina no hay sillas y no hay derecha ni izquierda!

 

¿Cuál es, entonces, el sentido de esta fiesta?

 

Desde la perspectiva cristiana y en términos cristianos, podemos decir que la Ascensión es el cumplimiento de la Encarnación: la humanidad que bajó del cielo, de Dios, vuelve al cielo.

Se cierra el círculo amoroso de la revelación de Dios y tenemos un final feliz; siempre el final es feliz y, si no es feliz, todavía no es el final.

 

Desde una perspectiva más amplia – abarcando las tradiciones religiosas y espirituales de la humanidad – el mensaje central se confirma: cielo y tierra están unidos, divinidad y humanidad son las dos caras de una misma realidad.

 

Es el extraordinario y perenne mensaje de la mística: el fondo de la realidad y de lo real, es lo Uno.

Este Principio Uno – tiene mil nombres y ningún nombre – se revela y se manifiesta en nuestro mundo y en el universo, en infinitas formas.

 

Podemos profundizar y extasiarnos siguiendo la metáfora: el cielo vive en la tierra, la tierra vive en el cielo. Cielo y tierra no están separados, el mismo Amor los une y en ellos el mismo Amor se revela y actúa. Nuestro cielo es la tierra y nuestra tierra es el cielo.

 

Se cae el velo que separa y fragmenta la realidad, se cae el muro que separa a las naciones, y a los corazones.

Se cae la ilusión de la separación de Dios.  

Se caen los miedos, se cae la culpa, se cae la obsesión y la burda centralidad del pecado.

Se caen los motivos que generan conflictos, se cae la búsqueda compulsiva de sentido y de felicidad.

 

Todo se nos da, todo es don y regalo.

Todo es Presencia, Revelación y Mensaje.

 

En la tierra el cielo se manifiesta y la tierra anhela el cielo. Todo está aquí, en su forma efímera y transitoria, pero real. La eternidad se manifiesta el tiempo y el amor se revela en lo frágil; el tiempo anhela lo eterno y lo frágil anhela la plenitud del amor.

 

Estamos llamados a vivir el cielo en la tierra, a descubrir el amor en lo frágil y en el dolor.

Estamos llamados a revelar la Presencia oculta de Dios en lo cotidiano, en lo sencillo y en lo frágil.

El Espíritu nos invita a vivir juntos cielo y tierra, quietud y movimiento; como nos sugiere Gandhi, en un maravilloso texto de 1945:

 

La gota de agua que se ha separado del océano podría tener un momento de descanso, pero la que está en el océano no conoce tal descanso. Lo mismo sucede con nosotros. Tan pronto como nos hacemos uno con el Océano, ya no hay descanso para nosotros y, de hecho, ya no tenemos necesidad de descansar nunca más. Incluso nuestro propio sueño es acción, porque dormimos con el pensamiento de Dios en nuestro corazón. Esta actividad continua constituye el verdadero reposo. Esta agitación incesante contiene el secreto de la paz inefable. Es difícil describir este supremo estado de experiencia humana. Lo han alcanzado muchas almas entregadas y también podemos alcanzarlo nosotros.

 

 

 

 

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