Nos acercamos al tiempo de Adviento y la liturgia nos va presentando los textos que nos hablan metafóricamente del “fin del mundo” y de la “segunda venida de Cristo”: es el famoso y complejo “genero apocalíptico”, presente en este capítulo trece de Marcos y al cual la Escritura dedica todo el libro del Apocalipsis. Es un género literario que se sirve de símbolos, metáforas, imágenes, números, para revelarnos algo misterioso: revelación es, justamente, el significado del término griego “apocalipsis”.
Una de las técnicas literarias del género apocalíptico es la catástrofe: si desconocemos el género literario, corremos el peligro – y de hecho ocurrió y ocurre – de tomar a la letra las expresiones catastróficas y destructoras de los textos y perdemos la clave de lectura del Evangelio que siempre es, como significa la misma palabra, “Buena Noticia”.
En el fondo, detrás de los textos apocalípticos, está un maravilloso y simple mensaje: “todo va a estar bien”.
La fabulosa mística inglesa, Juliana de Norwich, sin duda lo había comprendido, cuando escribió: “todo acabará bien, todo acabará bien, y sea lo que sea, acabará bien.”
Y en otro lugar nos dice: “no vi ni una pizca de enojo en Dios, en el corto o en el largo plazo.”
La clave radica, como siempre, en nuestra capacidad de ver.
¿Qué hay detrás del mal, del pecado, del dolor del mundo?
¿Qué hay detrás de mi pecado y de mi dolor?
Si nos quedamos en la superficie no captamos la revelación apocalíptica.
Jesús nos enseña a ver. Jesús nos comparte su visión.
“Aprendan esta comparación, tomada de la higuera: cuando sus ramas se hacen flexibles y brotan las hojas, ustedes se dan cuenta de que se acerca el verano” (13, 28): Jesús sabe “leer” la naturaleza, logra ver algo que nosotros no logramos ver.
Jesús sabe que todo es un libro abierto que necesita visión, interpretación, profundidad. Todo es mucho más de lo que parece y en todo, Dios se revela y se oculta, misteriosamente.
La realidad es un velo luminoso que dice y no-dice, muestra y esconde.
Dios se revela, ocultándose y se oculta, revelándose.
El camino y el crecimiento espiritual es un camino apocalíptico y la catástrofe que tenemos que vivir, es el derrumbe de nuestro ego – individual y colectivo –, y el derrumbe de nuestra manera superficial, auto-centrada (mirarse el ombligo) e infantil de ver.
“Brotan las hojas”: empezamos a ver de otra manera. Detrás del “derrumbe”, hay vida, algo nuevo está naciendo.
Dentro del invierno, duerme la primavera: ¿lo podemos ver?
Dentro del dolor, duerme la alegría y se despierta.
Dentro de la muerte, palpita la vida.
Dentro del fracaso, espera un éxito insospechado.
“Sus ramas se hacen flexibles”: la vida es flexible, porque la vida fluye, es dinámica. Son los conceptos que son rígidos y fijos. La mente racional y los conceptos no pueden “ver más allá”. Flexibilizar la mente es clave para poder ver la maravilla que se oculta detrás del velo.
Por eso, el rol del Espíritu es quebrar nuestra cáscara, derrumbar las paredes que hemos construido para defendernos, y abrir nuestra visión: algo nuevo está naciendo.
Siempre algo nuevo está naciendo.
“Yo hago nuevas todas las cosas”, nos dice justamente, hacia su final, el libro del Apocalipsis (21, 5), como para decir: ¡no hay final!
Todo pasa, todo cambia. Nuestro texto lo dice así: “El cielo y la tierra pasarán”.
Es la famosa impermanencia que nos recuerda el budismo. Es el “cambia, todo cambia” de Mercedes Sosa.
¿Qué es, entonces, lo que permanece?
¿Hay algo que permanece?
Marcos pone en los labios de Jesús: “mis palabras no pasarán” (13, 31).
Hay algo que no pasa, por cierto. Debemos entender también estas palabras en clave metafórica, apocalíptica, profunda.
¿Qué se esconde detrás de las palabras?
El Silencio Creador, el Espacio Vacío, la Consciencia Una.
Es el Misterio Infinito que llamamos Dios y que se revela en todo lo que pasa.
Apuntemos ahí. Como hizo Juliana de Norwich. Ella vio y nosotros podemos ver, como ella.
“Debemos alegrarnos grandemente de que Dios habite en nuestra alma, y debemos alegrarnos más aún de que nuestra alma habite en Dios. Nuestra alma es creada para ser la morada de Dios, y la morada de nuestra alma es Dios, el Increado. Es gran inteligencia ver y conocer interiormente que Dios, que es nuestro creador, habita en nuestra alma, y es una inteligencia mayor ver y saber interiormente que nuestra alma, que es creada, habita en Dios en substancia, substancia por la cual, a través de Dios, nosotros somos lo que somos.”