sábado, 3 de mayo de 2025

Juan 21, 1-19

 


 

En este tiempo pascual, siguen los relatos de las apariciones del Resucitado.

Su valor trasciende lo histórico – nunca verificable – y nos abre a lo simbólico y a lo místico.

Estos relatos no quieren ser un informe de lo que ocurrió, sino que quieren transmitirnos la experiencia clave: ¡Jesús vive!

Por otro lado, los relatos de las apariciones, quieren ofrecernos pistas catequéticas, simbólicas y espirituales.

 

El texto de hoy va en este sentido y tiene una profundidad inabarcable.

 

Me centraré en unos pocos aspectos.

 

El Resucitado se aparece a la orilla del lago de Tiberíades. Los pescadores, que no lo reconocen, llegan con las redes vacías. Y Jesús les dice: “Tiren la red a la derecha de la barca y encontrarán” (21, 6).

 

¿Por qué la derecha?

 

En el evangelio nada es casualidad… en realidad, nada en la vida, es casualidad: siempre y en cualquier lugar y situación, el Espíritu está actuando.

 

¿Por qué la derecha?

 

El Espíritu – a través del evangelista – quiere sugerirnos algo importante.

 

El hemisferio derecho del cerebro se ocupa de la dimensión intuitiva y creativa: desde ahí nace nuestra inspiración y todo lo que tiene que ver con la creatividad.

En el árbol de la vida de la cábala hebrea, se refleja extraordinaria y sorprendentemente la misma realidad: la columna derecha del árbol, y en especial la dimensión de la sabiduría (la Jojmá), revelan la parte intuitiva y creativa del alma humana.

 

Si leemos el texto evangélico a luz de estas intuiciones, descubrimos algo maravilloso.

 

Jesús invita a Pedro y compañía, a tirar la red del lado derecho; como si le dijera: “confíen en su intuición, ábranse a la novedad, al Espíritu creador. Salgan de la pura lógica racional”.

 

Cuando nuestra vida se va secando, se hace árida, es el momento de tirar la red del lado derecho. Es el momento de la confianza, de salir de los angostos caminos de la racionalidad. Es el momento de confiar, de atreverse, de crear.

 

Ellos la tiraron y se llenó tanto de peces que no podían arrastrarla” (21, 6): aparece la abundancia.

 

La abundancia siempre está ahí: ¿Dios no es acaso este Misterio Infinito de Amor y Belleza?

 

Cuando salimos de la pura lógica, de la necesidad de control y de la ceguera del ego, se nos abre la visión, se nos regala Vida abundante: “Les volcarán sobre el regazo una buena medida, apretada, sacudida y desbordante” (Lc 6, 38).

 

Cuando nos abrimos al Espíritu y confiamos, la vida nos recompensa con una abundancia que nos supera por completo. Es la “gracia sobreabundante de Dios”, que aparece varias veces en San Pablo (Rom 5, 20; 2 Cor 9, 14).

 

Soy testigo de todo esto y solo puedo agradecer, con suspiros y lágrimas.

 

¡Atrevámonos a tirar las redes por la derecha!

 

Es el camino hacia la plenitud del amor.

Es un proceso – individual y comunitario –, como podemos ver en el dialogo entre Jesús y Pedro.

 

Juan construye este hermoso dialogo para mostrarnos este proceso de crecimiento en la confianza y en el amor.

 

Jesús quiere llevar a Pedro al amor más alto. El Espíritu quiere llevarnos, obviamente, por el mismo camino… ¡pero tiene que vencer nuestras resistencias!

 

En el fondo, le tenemos miedo al amor y le tenemos miedo a la plenitud.

 

El amor es pura desposesión y entrega, pura confianza y libertad.

Las alturas de todo tipo – también la del amor – nos dan vértigos.

 

El primer paso es la escucha: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?”.

Como afirma el teólogo Paul Tillich (1886-1965): “el primer deber del amor es saber escuchar.” La escucha es apertura, disponibilidad. La verdadera escucha nos hace dar cuenta de cuanto somos amados y de nuestro potencial de respuesta.

La escucha nos hace conscientes de que “nosotros amamos porque Dios nos amó primero” (1 Juan 4, 19).

 

Escucharme es escuchar al Espíritu.

Escucharme me abre al Espíritu.

Escucharme me pone en marcha.

Escucharme me abrirá a la experiencia de la abundancia y a la plenitud del amor.


sábado, 26 de abril de 2025

Juan 20, 19-31


 


Jesús “sopló sobre ellos y añadió: Reciban al Espíritu Santo” (20, 22). En otra traducción encontramos: “exhaló su aliento sobre ellos”.

El evangelista Juan, sin duda, quiere llevarnos al Génesis: “Entonces el Señor Dios modeló al hombre con arcilla del suelo y sopló en su nariz un aliento de vida. Así el hombre se convirtió en un ser viviente” (Gen 2, 7).

 

La conexión entre resurrección y creación es más que evidente, como es evidente la conexión entre “aliento” y “Espíritu”.

 

Tenemos acá una veta hermosa y extraordinaria para nuestro caminar y para crecer en comprensión y en amor… una veta que se nos abre solo desde el silencio y la contemplación.

 

Dos alientos unen creación y resurrección: dos alientos, un único aliento. Dos alientos, el mismo Espíritu.

 

El soplo creador de Dios que da vida es el mismo soplo del resucitado: el circulo se cierra.

Todo tiene sentido y una armonía invisible teje los hilos de la historia y el movimiento universal.

 

El soplo del resucitado, viene a confirmar el soplo de la creación. El soplo de la creación, incluye el soplo del resucitado.

 

El mundo vive porque Dios sigue soplando e insuflando el Espíritu.

Yo vivo por este mismo soplo y vos también.

El mismo y único soplo, nos enraíza en la Vida Una.

El único soplo eterno de la creación entra en el tiempo, crea el tiempo y se concentra y resume en el soplo de Jesús.

 

Como dice el sufismo: “Dios es el Aliento, de todos los alientos”.

 

Eres respirado, instante tras instante. Dios te respira y tu respiras a Dios: es el juego de la vida y del existir. Por eso que, en todas las tradiciones espirituales, la respiración consciente tiene tanta importancia. Actualmente también la ciencia y la medicina insisten en el poder sanador y regenerador de la respiración: tenemos que re-aprender a respirar, fisiológica y espiritualmente.

 

La respiración es el mágico puente entre el mundo material y espiritual: es tangible e intangible. Es pura gratuidad, pura belleza. Nos baja a tierra y nos eleva. Nos calma y nos apasiona. Respirar es vivir, porque no solo inhalamos oxígeno, sino vida divina.

 

Me siento respirado, mi Cristo Viviente.

Tu soplo me renueva a cada instante,

me crea y me recrea.

 

Tu soplo es humilde y sereno,

fuerte y creativo,

y es mi hogar.

 

Sopla, ¡Oh Cristo victorioso!

Sopla sobre el dolor humano,

y la tierra doliente.

 

Tu soplo nos regale ojos nuevos,

ojos de Pascua,

ojos vivos y enamorados.

 

Tu soplo es mi alegría plena,

no quiero otra.

Tu soplo lo llena todo y basta.

 

Vivo en tu eterno soplo,

Amo y soy amado,

Vida de mi vida.

 

 

 

martes, 22 de abril de 2025

“Con profunda alegría”: reflexión sobre la Pascua de Francisco.


 

“Con profunda alegría”:

reflexión sobre la Pascua de Francisco.

 

Perdónenme. Lo siento, pero voy a contracorriente. No puedo con mi anhelo y mi deber de ser honesto y diré (escribiré) lo que siento.

 

Y con respecto a la resurrección de los muertos, ¿no han leído la palabra de Dios, que dice: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? ¡El no es un Dios de muertos, sino de vivientes!”: así dice Jesús en Mateo 22, 31-32.

 

El anuncio de la muerte de Papa Francisco fue dado “con profundo dolor” y se repiten frases que subrayan la tristeza.

 

¿Profundo dolor? ¿Tristeza?

¿No es el cristianismo la experiencia de la resurrección y de la fe en el Dios de la vida?

 

Hay algo que no me cierra.

Con “profunda alegría”, Francisco terminó su experiencia terrenal y goza de la plenitud de la Vida. Me alegro por Francisco, me alegro con Francisco.

El dolor humano de la separación fisica, no puede opacar el grito jubiloso: ¡está vivo! ¡Alegrense!

 

En mi vida sacerdotal pude acompañar a varios entierros y a menudo me nacía esta imagen que iba compartiendo con la gente: lo que llamamos “muerte” o “fin” de una vida humana es, en realidad, la nota final del primer acto de un espectacular concierto. ¿Qué ocurre? Todos se levantan y aplauden: ¡qué belleza! ¡Qué belleza cuando una vida humana llega a su fin!

 

Qué belleza este primer acto de la vida de Francisco: solo podemos ponernos de pie y aplaudir. ¡Qué alegría! Se terminó el acto terreno y sigue la plenitud de la Vida.

 

Nos dice San Pablo: “La muerte ha sido vencida. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está tu aguijón?” (1 Cor 15, 54-55).

En en el centro de nuestra fe y de nuestra experiencia está el Dios de la Vida, el Dios en el cual “vivimos, nos movemos y existimos” (Hec 17, 28).

Jesús nos invita a alegrarnos de su partida: “Si me amaran, se alegrarían de que vuelva junto al Padre, porque el Padre es más grande que yo.

 

Todavía no hemos comprendido al Dios de la Vida, al Dios que es Vida y en el cual todos vivimos. Estamos en los comienzos de la comprensión de lo que es y significa la resurrección.

El dolor de la muerte – de la desaparición física – se asemeja más a cierto egoísmo enmascarado y a una falta de confianza. Dios marca el tiempo y los tiempos: cuando es hora de partir es hora de partir. Simplemente partir y agradecer: con profunda alegría.

 

El dolor de la muerte es legítimo por cierto y hasta Jesús lloró por su amigo Lázaro, pero no puede opacar la Vida, el Amor y la confianza y no puede encerrar nuestro lenguaje en el estrecho marco de la noche y de la tristeza.

 

El único dolor que tiene derecho a opacar, es el dolor de los vivos, del sufrimiento inocente, de la estupidez humana.

Este dolor merece nuestras lágrimas, nuestra compasión y nuestro compromiso.

 

Cuando alguien parte, solo podemos alegrarnos y aplaudir: el concierto sigue, la música sigue.

Cuando alguien parte, solo podemos alegrarnos y aplaudir: y más aún en el caso de Francisco, un hombre mayor y enfermo y que “murió” – mira la “casualidad” – al terminar el domingo de Pascua.

 

A quien le tocará anunciar mi muerte, por favor, desde ya se lo digo, anuncie: “con profunda alegría…”.

 

 

 

 

 

 

 

 


sábado, 19 de abril de 2025

Juan 20, 1-9


 

Celebrar la Pascua es celebrar el amanecer, cuando todavía está oscuro.

Al amanecer el sepulcro está vacío y María Magdalena lo puede ver. Lo ve: abierto y vacío. Vacío y, por eso, lleno de luz.

Todos los vacíos, están llenos de luz.

El amanecer nos revela lo que siempre ocurre: la luz muestra que todos los sepulcros están vacíos.

 

Cuando vivimos en la luz, nuestra visión se aclara y entonces descubrimos que la Pascua siempre está aconteciendo. Vivimos en la resurrección, porque somos “hijos de la resurrección” (Lc 20, 36). Vivimos en la Vida, siendo vida.

Todo acontece “adentro” del Misterio inefable que llamamos “Dios”: el Universo, la historia, los mundos, tu existencia, la mía. Todo. Por eso, vivimos en la resurrección.

 

Nunca una piedra selló un sepulcro, nunca la oscuridad venció a la luz. Nunca una noche, detuvo el amanecer.

 

Somos amaneceres, llamados a alumbrar sepulcros.

Somos amaneceres, que desentierran vida por doquier.

Somos amaneceres, que revelan la luz y la cantan.

 

La Pascua nos revela que Dios creó la noche para que veamos el amanecer: y la noche es más bella y fecunda, cuando sabemos que siempre amanece.

 

La noche es bella y tiene sentido: amanece.

Los sepulcros están abiertos y huelen a violetas: amanece.

Y hasta los miedos se disuelven al amanecer: no soportan la luz.

 

Podemos vivir amaneciendo, en total confianza.

Podemos vivir danzando y podemos vivir, cantando la belleza de la noche, del sepulcro y de cada amanecer.

 

Todo tiene sentido, cuando amanece. Todo tiene sentido, todo tiene su lugar, todo su propósito y el amanecer lo sabe y lo puede ver.

 

Celebrar la Pascua es vivir. Vivir amaneciendo, una y otra vez. Vivir descubriendo los sepulcros vacíos y la fecundidad de las noches.

Celebrar la Pascua es vivir desde la Presencia, en la Presencia, hacia la Presencia.

 

Por eso podemos rezar con Martin Buber:

 

Adonde yo vaya, Tú.

Adonde me quedo, Tú.

Tú, Tú, Tú.

 

De nuevo, Tú, eternamente Tú.

Tú, Tú, Tú.

 

Cuando todo anda bien, Tú.

Cuando todo anda mal, Tú.

Tú, Tú, Tú.

 

De nuevo, Tú, eternamente Tú.

Tú, Tú, Tú.

 

Cielos, Tú. Tierra, Tú.

Arriba, Tú. Abajo, Tú.

Adondequiera me vuelva, Tú.

En cada instante, Tú.

Tú, Tú, Tú.

 

 


sábado, 12 de abril de 2025

Lucas 23, 1-49: Domingo de Ramos


 

La Semana Santa que hoy empezamos, celebrando el Domingo de Ramos, está enmarcada en un profundo silencio.

 

¿Será casualidad? Pueden imaginarse mi respuesta.

 

El texto de hoy, nos relata la pasión de Jesús según San Lucas: pocas palabras de Jesús y mucho silencio.

El sábado santo – día del sepulcro – y la noche que precede a la explosión de luz de la resurrección, están envueltos en un silencio ensordecedor.

 

La Semana Santa se abre con silencio y se cierra con silencio.

 

El proceso de Jesús, con el cual comienza nuestro texto, está marcado por un extraordinario, sorprendente y clamoroso silencio.

En su subida al Gólgota, el evangelista nos transmite unas pocas frases de Jesús y es más que probable que sean palabras del mismo Lucas, ofreciéndonos su interpretación teológica de la pasión.

 

Difícil suponer que Jesús tenga la fuerza suficiente para hablar en su caminar, después de la flagelación y cargando la cruz: silencio.

 

Jesús no le respondió nada” (23, 9), evidencia Lucas: frente a las preguntas de Herodes, Jesús calla.

Frente a las acusaciones, Jesús calla.

Frente a los gritos de la muchedumbre: “¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!”, Jesús calla.

 

¿Qué nos dice este silencio del maestro? ¿Qué nos sugiere?

 

Jesús no se defiende.

Habló cuando tenía que hablar y dijo lo que tenía que decir. Ahora calla. Habla su silencio, habla su misma entrega. Habla su corazón, habla su vida, hablan sus gestos.

Habla su mirada: ¿Pilato y Herodes habrán sostenido la mirada silenciosa del maestro?

 

El silencio de Jesús frente a su injusto proceso es demoledor. Es un silencio mucho más elocuente que mil palabras. Es un silencio que cuestiona nuestros banales intentos de defendernos de los ataques, nuestros irrefrenables impulsos a reaccionar frente a las agresiones o a las incomodidades.

 

¿Cómo vivo los conflictos?

¿Cómo enfrento los juicios y las agresiones?

¿Cómo vivo el dolor?

 

Tal vez resonaban en el corazón de Jesús, las futuras palabras del poeta Robert Penn Warren:

 

Fuera del silencio, el dicho.

En el silencio, lo dicho.

Así el silencio, en la intemporalidad, engendra tiempo,

y lo acoge de nuevo, y yo reposo

en la oscuridad y escucho el viento que se levanta del mar.

 

Quizás Jesús, mientras guardaba su pacífico y doloroso silencio frente a Herodes, escuchaba resonar en su corazón, la brisa fresca y suave del viento del lago de Tiberíades. Quizás su mente retornaba dulcemente a la voz de su madre y a su acurrucarse en su pecho, cuando niño. Quizás, en su silencio, habrá revivido los atardeceres con sus amigos y las largas charlas, habrá oído a los niños pedir su bendición y sentir que le agarraban la mano. Quizás, en su silencio, olía con nostalgia el aroma de los lirios y agradecía la belleza de la higuera y de los campos de trigo. Quizás también, su silencio estaba repleto del sabor del aceite de los imponentes olivos de Israel. Sin duda, en su silencio consciente, habrá revivido las noches solitarias pasadas en oración. Quizás su silencio, tenía el sabor del pescado a la brasa que Pedro le traía al amanecer.

 

¿Adónde iban los pensamientos de Jesús en su soledad terrible y silenciosa?

 

Su silencio estaba vacío y lleno a la vez; vacío de odio, lleno de amor y recuerdos.

Solo un silencio repleto de amor, puede permanecer de pie y hacer libre también al acusador. El silencio del maestro, libera a Pilato y Herodes y disuelve la injusticia.

 

Jesús calla; como había aprendido a callar, después de tanto dolor, Job.

Sospecho que la figura de Job, habrá paseado por el corazón del maestro, en estos momentos de silencio. Porque no solo Jesús estaba en silencio: Dios también.

El silencio de Jesús era un reflejo del silencio divino o de un susurro apenas perceptible.

 

¿Habrá escuchado Jesús las mismas y susurradas palabras que Job escuchó?:

 

Atiende, Job, escúchame; cállate, y yo hablaré.

Si tienes algo que decir, replícame, habla, porque yo quisiera darte la razón.

De lo contrario, escúchame; cállate, y te enseñaré la sabiduría” (Job 33, 31-33)

 

El Señor se dirigió a Job, y le dijo: ¿Va a ceder el que discute con el Todopoderoso? ¿Va a replicar el que reprueba a Dios? Y Job respondió al Señor: ¡Soy tan poca cosa! ¿Qué puedo responderte? Me taparé la boca con la mano. Hablé una vez, y no lo voy a repetir; hay una segunda vez, y ya no insistiré” (Job 40, 1-5).

 

Solo podemos aprender del silencio de Jesús.

 

Quizás, solo desde el silencio, podremos oír una Palabra que nos dé vida, una Palabra verdadera y sanadora.

 

Quizás, solo desde el silencio, nuestro mundo tan ruidoso y conflictivo encontrará caminos de reconciliación.

 

Quizás, solo desde el silencio, podremos aprender a transformar el sufrimiento en paz.

 

Quizás, solo desde el silencio, la oscuridad del sepulcro implosiona en el gozo de la luz.

 

 

 

 


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