sábado, 20 de abril de 2024

Juan 10, 11-18


 


El capítulo 10 del evangelio de Juan nos presenta la famosa metáfora del pastor. Jesús, según la visión y la experiencia del evangelista, se presenta como el “Buen Pastor”.

 

En nuestro tiempo y en nuestras sociedades tecnológicas, industrializadas y apuradas, se nos hace difícil comprender esta metáfora y desentrañar su sentido más profundo y perenne.

 

Al tiempo de Jesús era muy común encontrarse con un pastor y la gente conocía la vivencia de los pastores.

 

Además, a lo largo de los siglos, la figura/metáfora del pastor se fue distorsionando y, en muchos casos, se usó para justificar – consciente o inconscientemente – actitudes autoritarias, infantiles o sobreprotectoras.

La autoridad civil y eclesiástica se fue desviando, tomando un rol central que fue afectando la dignidad y la libertad personal.

 

A la luz de la consciencia actual, de los avances de la psicología y de la espiritualidad y a la luz de nuestra visión mística y no-dual, intentemos penetrar en el significado perenne de la metáfora del pastor.

 

Jesús, justamente en nuestro texto, nos da, tal vez, la clave fundamental: “el buen pastor da su vida” (10, 11) … “Nadie me la quita, sino que la doy por mí mismo” (10, 18).

 

La autoridad del pastor le viene de su entrega, del vivir la vida como un don y, por eso, de su capacidad de donarla. En otras palabras: su autoridad le deriva de la capacidad de vivir un amor auténtico.

 

Por eso, la verdadera autoridad no se impone, sino que se reconoce.

 

La autoridad es reconocida y aceptada, cuando las personas ven coherencia, fidelidad, entrega. Una autoridad solo impuesta dura poco o dura a través de la violencia, la represión y la corrupción: creo que no sea necesario hacer un listado de las dictaduras o de los gobiernos que cayeron y caen en esta autoridad impuesta.

Lo mismo ocurre a nivel de la iglesia: los pastores que cambiaron y cambian la historia son los que siguieron y siguen el ejemplo de autoridad de Jesús y del evangelio, es decir, la entrega coherente y la sencillez.

 

La iglesia, la política y la sociedad civil necesitan urgentemente volver a esta autoridad del amor. En este cambio de época nos faltan líderes y “pastores”, que nos orienten con su sabiduría, lucidez y coherencia. Faltan líderes carismáticos: “carisma” significa justamente “don”, “regalo”, “lleno de gracia”. La persona carismática se vive como un don, sabe que todo lo recibe y es fiel a este don original: desde ahí su poder de atracción y su fecunda y serena autoridad.

 

Como siempre el cambio empieza por uno mismo, de mí y de ti. Empieza por la coherencia de nuestra propia vida y empieza por ser “pastor de uno mismo”: ¿Cómo se puede ser pastor de otro si no puedo conmigo mismo?

 

Buda lo había visto muy bien: “Más grande en la batalla que el hombre que conquista a miles y miles de hombres, es el que domina a sólo uno: el mismo. Es mejor dominarse a uno mismo que a otros”.

 

El gran Leonardo da Vinci lo expresó así: “Nunca tendrá un gobierno mayor o menor que el gobierno de sí mismo ... la altura del éxito de un hombre se mide por su dominio de sí mismo; la profundidad de su fracaso por su propio abandono… y esta ley es la expresión de la justicia eterna. El que no puede establecer el dominio sobre sí mismo, no tendrá dominio sobre los demás.

 

Un padre de la iglesia, Juan Crisóstomo también lo afirma: “Un verdadero rey es quien verdaderamente gobierna sobre la ira, la envidia y el placer.

 

Y Jesús, obviamente no se queda atrás y usa la metáfora del ver: “¿Puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en un pozo?” (Lc 6, 39).

 

Cuando uno empieza a ver, puede ayudar a otros a ver.

Cuando uno empieza a dominar sus pasiones, puede acompañar a los demás en este difícil camino.

Cuando me conozco y asumo mis sombras, puedo, tal vez, iluminar a otro.

 

Otra dimensión esencial de la autoridad es el servicio.

 

El pastor, el líder, cualquiera que tenga algún tipo de autoridad, está al servicio del crecimiento y de la dignidad del otro: ¡es una bellísima y enorme responsabilidad!

Jesús se percibió a sí mismo de esta manera: “Yo no he venido para ser servido, sino para servir” (Mc 10, 45).

 

El pastor acompaña, ayuda a crecer y libera: nos libera de la dependencia y nos libera para el amor. Nos hace autónomos.

El verdadero pastor y maestro nunca ata a las personas: las ama, les devuelve su plena dignidad cuando sea necesario, las pone de pie y las hace autónomas: “yo te lo mando, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa” (Mc 2, 11).

 

Seamos todos maestros y discípulos, seamos pastores los unos de los otros: acompañándonos, liberándonos, sirviéndonos.

 

 

 

 


sábado, 13 de abril de 2024

Lucas 24, 35-48

 


 

En este tercer domingo de Pascua se nos presenta el final del relato de los discípulos de Emaús. Es una narración maravillosa, repleta de insinuaciones simbólicas que nos pueden ayudar en nuestro caminar.

 

Quisiera reflexionar hoy con ustedes sobre el versículo 45: “les abrió la inteligencia para que pudieran comprender las Escrituras.

 

Desde la experiencia del Resucitado, los discípulos y los evangelistas entienden la importancia del comprender y que la comprensión va de la mano de la apertura. Una mente cerrada no puede comprender. Tenemos así dos claves fundamentales para nuestro camino y crecimiento espiritual: comprensión y apertura.

 

El camino del silencio y de la oración contemplativa que tanto amo e invito a experimentar, no es una negación de la mente; nuestra racionalidad es también un don, un don extraordinario que, si bien usada, nos permite conocer, crear, descubrir, ayudar, sanar.

Como afirma la doctora y psicóloga clínica estadounidense, Joan Borysenko: “la mente es un siervo maravilloso, pero un amo terrible.

 

El silencio es esencial para dar el primer paso en la comprensión a la cual nos invita el Espíritu, a través del evangelista Lucas.

El silencio abre.

El silencio nos abre porque nos pone en un lugar de humildad y de escucha. Nos pone en el lugar donde se puso el filósofo griego Sócrates: “solo sé que no se nada”. Solo desde esta apertura se nos puede regalar un verdadero conocimiento.

 

Por eso que el primer mandamiento en la misma Escritura es “escuchar”: “Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Dt 6, 4-5).

 

Cuando la mente racional se aferra a un contenido mental – las creencias – es imposible la apertura a la novedad del Espíritu y se vuelve también imposible una verdadera comprensión; nos quedamos en un marco de prejuicios, esclavos del inconsciente y con un contenido mental estancado.

 

Por eso es también importante, diría esencial, tener el coraje de cuestionarnos todas nuestras creencias y, especialmente las religiosas. Las creencias religiosas tienen una fuerza peculiar porque las asociamos directamente con Dios y la mente nos hará creer que cuestionarnos dichas creencias, nos hace caer en la infidelidad.

 

Cuestionarnos las creencias es una tierna y fuerte invitación a la emuná, la confianza radical. Es aprender a vivir sin certezas, en la incertidumbre. Es aprender a dejarse sorprender por el Espíritu y es entrar en la misma experiencia del maestro de Nazaret y de todos los místicos: “El viento sopla donde quiere: tú oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Lo mismo sucede con todo el que ha nacido del Espíritu” (Jn 3, 8).

 

¿Se puede vivir desde las creencias y en las creencias?

 

Se puede, por supuesto, y de hecho la mayoría vive así.

Las creencias también, son muletas que nos pueden servir en algún tramo del camino, porque nos dan la seguridad psíquica que necesitamos.

Pero a quién se atreve a dejar las creencias, se les abre un universo espiritual radicalmente nuevo, más profundo, más real… ¡y se respira aire fresco!

El silencio nos abre y nos ayuda a transitar el desapego de las creencias.

Surge la comprensión, se nos abre la inteligencia; es este el testimonio de muchos contemplativos.

 

Sobre tu silencio, el Espíritu abre la comprensión.

Sobre tu silencio, el Espíritu habla.

Hasta que tu mente habla, el Espíritu calla.

 

Nos dice la filósofa española Consuelo Martín, fallecida hace poco (1940 – 2023): “La comprensión surge cuando el pensamiento está callado.”

 

La comprensión que el Espíritu revela desde el silencio es integral y profunda. Se nos regala la certeza de estar rozando la verdad y lo verdadero.

 

Esta comprensión interna es fundamental para el amor.

Porque, como nos explica muy bien el monje budista Thich Nath Hanh, no hay amor sin comprensión:

 

Se necesita entrenamiento para amar correctamente; y para ser capaz de dar felicidad y alegría, debes practicar la mirada profunda dirigida hacia la persona que amas. Porque si no comprendes a esta persona, no puedes amar correctamente. La comprensión es la esencia del amor. Si no puedes comprender, no puedes amar.

 

En el evangelio, Jesús hace una invitación constante a la comprensión y critica la cerrazón de los discípulos: ¿Ni siquiera ustedes son capaces de comprender?” (Mt 15, 16) y “¿Todavía no comprenden ni entienden? Ustedes tienen la mente enceguecida.” (Mc 8, 17).

 

Regalémonos espacios de silencio para que el Espíritu nos abra la inteligencia y surja la comprensión y, desde ahí, un amor sereno, profundo, auténtico.

 

 

 

sábado, 6 de abril de 2024

Juan 20, 19-31


 


Los relatos de las apariciones de Jesús que leeremos en este tiempo pascual, son relatos catequéticos y simbólicos que nos quieren transmitir una experiencia; solo leídos desde ahí, se disuelven las evidentes e irreconciliables contradicciones entre los evangelistas.

 

Los evangelistas no quieren narrarnos un acontecimiento histórico, sino una experiencia espiritual: si leemos los relatos desde esta perspectiva la riqueza es extraordinaria.

 

Dos dimensiones están presentes en los discípulos huérfanos del maestro: el anochecer y el miedo.

 

Noche y miedo van de la mano.

 

Anochece en nuestra vida cuando el miedo nos atrapa y vale también al revés: si el miedo nos atrapa, anochece.

 

Anochece y no logramos ver.

Anochece y nos encerramos en nosotros mismos, como los discípulos.

Anochece y nos olvidamos de todas las maravillas que Dios hizo en nuestras vidas, como los discípulos se olvidaron de los momentos luminosos pasados en compañía del maestro.

 

Cuando el miedo penetra en nuestra alma, la vida se vuelve oscura y vemos fantasmas por todos lados.

Cuando el miedo nos invade, no logramos ver la luz que nos habita y que viste el mundo.

 

Jesús aparece y disuelve el anochecer y el miedo: cuando nos abrimos a la experiencia, todo se transforma, todo encuentra su cauce de liberación y de éxtasis.

 

Jesús “sopló sobre ellos y añadió: reciban al Espíritu Santo” (19, 22), nos sugiere el texto.

 

En otras traducciones se dice: “exhaló su aliento sobre ellos”.

 

Esta expresión empalma con el último aliento de Jesús en la cruz, que el mismo evangelista subraya: “inclinando la cabeza, entregó su espíritu/aliento” (19, 30).

 

El aliento de Jesús, une muerte y resurrección; este Aliento que es el Espíritu eterno, que se revela y manifiesta en nuestros alientos, en nuestro espíritu.

Por eso una de las “definiciones” más extraordinarias que la mística nos regala de lo divino es esta: “El Aliento de todos los alientos”.

 

Hay un Solo Aliento, que está presente en el nuestro.

Nuestra respiración es un símbolo y una metáfora corporal de lo que ocurre espiritualmente… somos respirados y en el ritmo natural de la respiración se nos regala la vida y el existir.  

 

Hay una Vida Sola de la cual estamos participando y cada uno participa a su manera, aprendiendo a dejar que la Vida se revele de manera única, creativa y original en cada cual.

 

Hay un Solo Espíritu que nos sostiene desde adentro, que nos engendra a cada instante y que da vida a todo.

 

Jesús sigue soplando el Espíritu y el Espíritu sigue soplando a Jesús.

 

Vivir la Resurrección es vivir en esta consciencia y en esta Presencia.

 

En esta consciencia y Presencia se disuelven nuestras noches y nuestros miedos, como nieve al sol.

 

 

 

 

 

 

sábado, 30 de marzo de 2024

Marcos 16, 1-8

 


¡Feliz Pascua de Resurrección!

 

Esta Pascua 2024 acontece en medio de un mundo especialmente convulsionado: las dos terribles y absurdas guerras, los estallidos sociales, la corrupción y la ineficiencia de la política, la crisis económica, el problema ecológico y climático. Hay también voces que insinúan una posible tercera guerra mundial; no creo que la estupidez humana llegue a tanto, aunque no debemos olvidar el simpático aforismo de Albert Einstein: “Hay dos cosas que son infinitas: el universo y la estupidez humana…y del universo no estoy muy seguro.

 

Estamos en una etapa bastante oscura y hay que reconocerlo.

 

¿Qué nos aporta esta Pascua?

 

La Pascua no es y no puede ser solamente un analgésico que nos haga olvidar el dolor y los problemas, como tampoco solo puede ser una esperanza futura. La Pascua o transforma la vida o no es Pascua, sino que queda inhabilitada en un rito o una tradición. Queda infecunda.

 

Sugiero tres dimensiones de la Pascua que pueden avivar el fuego del amor y apuntan a una real transformación.

 

1)  La dimensión del sentido.

 

El ser humano es el ser del sentido. No podemos vivir sin sentido y cuando falla el sentido, entramos en profundas crisis.

 

¿Qué sentido tiene la vida?

¿Qué sentido tiene el dolor?

 

Podemos seguir preguntándonos:

 

¿Tienen sentido estas guerras?

¿Tiene un sentido que todavía haya personas que pasan hambre?

¿Qué sentido tiene la muerte de un niño?

 

Como podemos ver, el tema del sentido es esencial.

Ya el filósofo Nietzsche lo había entendido muy bien: Aquél que tiene un porqué para vivir, puede soportar casi cualquier cómo.”

El sentido nos permite vivir y trascender el dolor y las dificultades.

En el tiempo de Cuaresma me acompañó un hermoso librito del experto italiano en judaísmo, Paolo de Benedetti (1927-2016). El librito se titula: “Lo que tarda, ocurrirá”.

De Benedetti nos regala una de las claves del judaísmo y de la espiritualidad en general. Lo podemos resumir así: “la historia a menudo parece no tener sentido. Pero lo tendrá.”

 

¿Por qué nos cuesta mucho encontrar o descubrir el sentido?

 

Por dos motivos esenciales.

Nuestra capacidad de descubrir el sentido de las cosas es muy limitada. Vemos en perspectiva, desde un punto. No tenemos la visión total. Por eso humildad y apertura. El hecho de que no puedo vislumbrar un sentido a esta dolorosa etapa de la humanidad y a mis dolores o problemas, no significa que no lo tenga.

Por otro lado, aunque la historia actualmente no tenga un sentido, podemos tener la confiada certeza – la emuná – que Dios le otorgará un sentido. 

 

2)  La dimensión de la vida

 

La vida es siempre más fuerte. La vida siempre triunfa. La Pascua nos enseña que, aunque el mal y la oscuridad hacen más ruido y tienen más visibilidad, el bien y la luz actúan desde lo humilde y acaban triunfando. De los miles de personas que conozco, creo que no hay ninguna que quiera la guerra, ninguna que ame la corrupción, ninguna que apueste al odio. La Pascua nos permite ver la luz oculta y mucho más presente que la oscuridad: es la semilla de mostaza y la levadura en la masa.

 

3)  La dimensión de la luz

 

Es el punto tal vez más difícil, pero más transformador. Es justamente el eje pascual, el centro del misterio de la Pascua. La Pascua es la fuerza que nos permite extraer luz de la oscuridad, extraer vida de la muerte, extraer esperanza del sin sentido.

La oscuridad esconde una luz: ¿Puedo verla? ¿Puedo extraerla?

 

¿Qué luz se oculta en las guerras?

¿Qué luz se oculta en mis dolores o dificultades?

 

Vivir la Pascua es ejercitarse en asumir el mal y el dolor y usarlos como combustible para el bien y la luz.

Acá radica la enseñanza fundamental del maestro de Nazaret. Jesús no huyó del dolor, no huyó del mal, del odio, del sin sentido, sino que los asumió. Los asumió y los transformó en entrega, en amor, en salvación.

 

¿Podemos vivir la Pascua así?

 

Creo que sería el aporte más luminoso que los cristianos podemos regalar a nuestro convulsionado mundo.

 


sábado, 23 de marzo de 2024

Marcos 15, 1-39

 



En el domingo de ramos se nos ofrece la lectura completa de la pasión de Jesús: se nos abre una ventana sobre lo que celebraremos durante toda la semana.

Los invito a vivir esta importante semana, con una actitud abierta y confiada y a dejar que el Espíritu nos haga entrar en la misma experiencia del maestro.

 

Quisiera concentrarme hoy en un dato que me llamó mucho la atención y que encontramos al comienzo de nuestro texto: “después de atar a Jesús, lo llevaron y lo entregaron a Pilato” (15, 1).

 

El proceso a Jesús – en realidad una farsa, como lo son muchos procesos – comienza con atarlo. Atan a Jesús. Un poco nos sorprende, ya que Jesús no era un hombre peligroso y violento; tal vez a las autoridades les había quedado la imagen de Jesús echando a latigazos a los vendedores del templo… o simplemente refleja la costumbre humana de atar a quienes vamos a procesar. Es raro y triste, pero nos encanta atar a la gente. Y no solo con cuerdas o esposas, sino de muchas y variadas maneras. Tener alguien atado, nos hace caer en la ilusión de tenerlo bajo control y de evitar posibles peligros.

 

Jesús se deja atar y conquista su libertad… y nos abre la nuestra.

Empieza la magia y lo paradójico.

 

Recuerdo la historia de un sacerdote del Laos que estuvo preso por el régimen comunista de su país: lo dejaron en un pozo del ancho de su cuerpo a cuarenta metros bajo tierra. El sacerdote decía que nunca se había sentido más libre.

Sin duda puede parecernos absurdo y extraño.

 

¿Qué Misterio se encierra?

 

Lo podemos vislumbrar en las mismas y extraordinarias palabras de Jesús:

El Padre me ama porque yo doy mi vida para recobrarla. Nadie me la quita, sino que la doy por mí mismo” (Jn 10, 17-18).

 

¿Dónde está el secreto de la libertad?

 

En un plano histórico y concreto, la vida a Jesús se la quitan, sin duda. Pero Jesús – y con él, el sacerdote del Laos y muchos otros, Gandhi, Nelson Mandela, Martin Luther King solo por citar algunos – logra dar vuelta al asunto: aprovecha las condiciones exteriores inevitables para la entrega en la suma libertad.

 

¡Maravilloso! No hay otra cosa que hacer… ¡si lo comprendiéramos!

¿Cómo se logra esta alquimia espiritual?

 

Con la aceptación y la alineación con la vida.

 

En nuestra experiencia humana, los condicionamientos son enormes e inevitables, a comenzar por el espacio y el tiempo. Las cosas fundamentales de la vida no las elegimos: no elegimos nuestros padres, el país donde nacemos, la cultura, las creencias, la genética. También todas las demás elecciones – religión, trabajo, pareja, amigos –, aunque tengan una apariencia de libertad, muchas veces surgen de componentes inconscientes.

 

Desde la dimensión espiritual de nuestra esencia podemos dar el salto: asumo los condicionamientos y los elijo. Aparece la libertad.

A Jesús lo atan: en un plano físico no puede hacer nada. ¿Qué hace? Elije ser atado. Asume tan en profundidad lo que la vida le proporciona, que lo transforma radicalmente.

 

“Ya que no puedo hacer nada con lo que me ocurre, lo vivo como si lo hubiera elegido”: esta es la suma libertad.

 

El alma es pura libertad, nuestra esencia es pura libertad y por eso podemos vivir esta alquimia de amor. Todos lo podemos hacer. Es el camino hacia la plenitud de la existencia y del amor.

El alma puede convertir las ataduras de la existencia, en un acto pleno de entrega.

Podemos pensar en todas las realidades que nos atan, física, mental y espiritualmente: en el momento que las acepto y las vivo como si las hubiera elegido, surge la libertad y se abren caminos de crecimientos extraordinarios.

Todo esto no podemos comprenderlo racionalmente, porque la racionalidad está sujeta justamente a los condicionamientos y a las ataduras: tenemos que hacer el salto al Espíritu y comprender desde ahí.

 

San Juan de la Cruz dice: “¡Qué importa que el pájaro esté atado a un hilo o a una soga! Por muy sutil que sea el hilo, el pájaro quedará atado como a la soga, hasta que no logre cortarlo para volar. Lo mismo vale para el alma apegada a algo: no obstante todas sus virtudes no alcanzará nunca la libertad de la unión con Dios.”

 

Las ataduras que experimentamos en nuestra vida, pueden ser el más terrible impedimento para nuestra evolución o pueden ser la bendición más extraordinaria.

La clave espiritual consiste en esto: vivo lo que la vida me ofrece como si lo hubiera elegido. Esta es la auténtica libertad. Esto es el amor.

 

 

sábado, 16 de marzo de 2024

Juan 12, 20-33


 


Nos estamos acercando a grandes pasos a la celebración de la Pascua del maestro y la liturgia nos va preparando de a poco.

 

Aparece la angustia y la agitación en la vida de Jesús: “Mi alma ahora está turbada, ¿Y qué diré: «Padre, líbrame de esta hora? ¡Sí, para eso he llegado a esta hora!” (12, 27).

 

Es esa misma angustia que volverá más fuerte en el huerto del Getsemaní: “Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz. Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya. Entonces se le apareció un ángel del cielo que lo reconfortaba. En medio de la angustia, él oraba más intensamente, y su sudor era como gotas de sangre que corrían hasta el suelo” (Lc 22, 42-44).

 

Jesús, como todo ser humano, tuvo que enfrentar la angustia; esa angustia que a veces nos aprieta la garganta, nos cierra el pecho y puede convertirse en una ansiedad constante y en depresión.

 

Es la angustia de la puerta estrecha – “angustia” deriva justamente de “angosto” –, la angustia del mirar de frente a la muerte y al dolor, la angustia de sentirnos finitos y frágiles.

 

¡Qué fuerza y paz nos da, saber que Jesús mismo pasó por la angustia, la asumió y la convirtió en una puerta para el amor!

 

Enfrentar la angustia se convierte en un mojón esencial en nuestro camino hacia la libertad, hacia la Pascua.

La angustia surge del ego, porque es solamente el ego que tiene miedo, ese miedo que nace de la ilusión de la separación. El camino para trascender completamente la angustia no puede reducirse a un trabajo psicológico – a veces importante o hasta esencial – , sino que tiene que ir a la raíz, al alma, a la esencia, al Espíritu.

Sentarse con nuestro miedo al lado, sentarse con la muerte de frente; sentarse y mirar hasta que el miedo y la muerte se disuelvan, como fantasmas: un ejercicio de paciencia que puede durar años.

 

Tal vez en esto, se concentra el camino.

 

Cuando enfrentamos y trascendemos, aparece la luz. Esa luz que nos hace tomar real contacto con nuestra esencia: ¡somos uno con la Vida! ¡No hay separación!

El Padre y yo somos uno”, dirá el maestro.

Nuestra verdadera identidad no se reduce al cuerpo/mente. Hasta que nos quedemos ahí, la angustia nos acompañará fielmente, como el miedo.

 

Nuestra verdadera identidad está más acá y más allá de nuestro cuerpo/mente y desde siempre ese fue y es, el único mensaje de todos los místicos de todas las tradiciones espirituales de la humanidad.

Somos uno con la Vida Una y esta unidad se está revelando, manifestando y expresando en esta forma humana que conocemos y que llamamos “yo” o “personalidad”.

 

Por eso que alinearse con la Vida nos abre el “tercer ojo”, otra manera de percibir lo real.

Alinearse con la Vida es aceptación, agradecimiento, entrega.

Por eso Jesús puede decir: “que no se haga mi voluntad, sino la tuya” y “para eso he llegado a esta hora”.

No es una negación superficial y masoquista de la voluntad: es el descubrimiento de la Vida Una detrás de todo.

Ahora podemos entender mejor el famoso versículo: “si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto” (12, 24).

 

La muerte es metáfora, como todo.

Lo que tiene que “morir”, es el ego.

Lo que tiene que “morir”, es nuestra percepción superficial de la realidad.

Lo que tienen que “morir”, son nuestros miedos y nuestros apegos.

Cuando todo eso “muere”, o sea, lo asumimos y trascendemos, estamos resucitando; aparece la Vida, se muestra lo que somos.

 

Rumi lo expresa bellamente:

Si pudieses liberarte, por una vez, de ti mismo, el secreto de los secretos se abriría a ti. El rostro de lo desconocido, oculto más allá del universo, aparecería en el espejo de tu percepción.

 


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