sábado, 23 de febrero de 2019

Lucas 6, 27-38



Nos encontramos frente a una página de excepcional envergadura y profundidad.
Lucas sigue presentando el discurso de Jesús sobre las bienaventuranzas el cual hoy se centra en dos grandes ejes: el amor a los enemigos y el no juzgar.

El amor a los enemigos es tal vez uno de los rasgos más característicos del evangelio y del cristiano, aunque no exclusivo. Siglos antes de Jesús, Buda ya había enseñado el amor a los enemigos y así otros maestros espirituales.

En el evangelio y en la praxis de Jesús este amor universal e inclusivo toma una fuerza toda particular y se reviste de dimensiones de entrega, ternura, radicalidad. El evangelio es el anuncio de un Amor compasivo, radical y universal.

Obviamente en nuestro contexto hablar de enemigos es medio anacrónico. La palabra “enemigo” la reservamos para los grandes conflictos, las guerras, las luchas de poder o de clase, la divisiones políticas. No es común que tengamos “enemigos”.
Tal vez no tengamos “enemigos” de esta especie – ojalá así sea – pero sin duda vivimos la experiencia del conflicto cotidiano, de la incomprensión, de las pequeñas injusticias, del rechazo del saludo, de un pleito, una rabieta, violencia verbal, discriminación, marginación, calumnia, juicio.  

En todas estas facetas “cotidianas” podemos también reconocer al “enemigo”. En este sentido enemigo es todo lo que no nos hace vivir la plenitud de la paz y del amor. Tenemos “enemigos” interiores y exteriores. Los exteriores ya los hemos mencionado: toda persona o situación que nos molesta y afecta nuestra paz.
A menudo los interiores – miedos, heridas, pasiones descontroladas, emotividad acumulada – son más complicados y tenaces que los externos.
Hay que trabajar las dos dimensiones.
En general una vez que nos hemos reconciliado con los enemigos interiores es mucho más fácil reconciliarnos – perdonar – con los exteriores.

El camino de reconciliación y de perdón – hacia uno mismo y hacia los demás – pasa siempre por la sabiduría de la comprensión.
Comprensión que empieza con aceptar y asumir lo que somos y sentimos.
Este paciente trabajo interior nos llevará a descubrirnos en profundidad. Descubriremos y experimentaremos la belleza de la unidad: nuestro fondo es el fondo común de toda la realidad.
Ahí surge – y solo desde ahí – la profunda verdad del dicho: “el otro soy yo”.
Es la raíz de la compasión. Por eso que Jesús mismo nos invita:  “Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso” (6, 36). En otras palabras: “sean compasivos, porque el Padre es Compasión.”

El Papa Francisco está centrando su ministerio en esta maravillosa verdad: Dios es Compasión, Dios es misericordia.

Cuando tocamos esta verdad todo se transforma.
Lo que ocurre es que esta verdad no es intelectual, ni doctrinal, ni catequética. Esta verdad se hace carne en nosotros a través de la experiencia personal y directa.
Una vez que nos hemos descubierto en nuestra identidad común, la compasión, se abre por sí sola la comprensión: el otro soy yo.
Entonces, el “otro soy yo” pasa de ser una simple frase poética para convertirse en la verdad más profunda del Universo: somos uno. Nuestra identidad es compartida, aunque se expresa de maneras distintas. El Amor es Uno, la Vida es Una.

En la compasión las diferencias no son anuladas, sino ordenadas y armonizadas para la belleza total y plena.
Desde esta compasión y comprensión ya no existe “enemigo” ni existe “juicio”.
En el fondo, también lo que percibo como “enemigo” – y que en un plan superficial puede serlo – soy yo.
El perdón entonces surge y se abre camino no como un esfuerzo de la voluntad o una obligación moral.
Surge de la visión de nuestro auténtico ser. Surge de la compasión de Dios que nos configura y sostiene.

La experiencia del perdón es sin duda la experiencia central del Misterio de Dios.
El perdón cristiano brota de una experiencia religiosa. El cristiano perdona porque se siente perdonado por Dios. Toda otra motivación es secundaria. Perdona quien sabe que vive del perdón de Dios. Esa es la fuente última. «Perdónense mutuamente como Dios los ha perdonado en Cristo» (Ef 4, 32).Olvida esto es hablar de otra cosa muy diferente del perdón evangélico. Por eso el perdón cristiano no es un acto de justicia. No se le puede exigir a nadie como un deber social. Jurídicamente el perdón no existe. El código penal ignora el verbo «perdonar» (Pagola).

Oler el aroma del perdón es prueba cierta de la autenticidad de una experiencia de Dios. Hasta que descubriremos que desde siempre hubo perdón, solo perdón, nada más que perdón. Es decir: compasión, solo compasión y misericordia.

Veremos entonces que la culpa en realidad no existe y fue una invención religiosa para controlar las conciencias. Nos mintieron y nos mentimos. La culpa que generó tantos estragos, es pura ilusión.

Descubriremos que lo que llamamos “pecado” solo tuvo lugar adentro de esta misma Compasión. “Afuera” de la Compasión nada existe ni subsiste. Es el misterio del mal, del dolor y del pecado ya resuelto desde lo eterno. Ya perdonados en el Océano silencioso del Ser.

Es lo que vieron todos los místicos.
Es lo que vieron los amantes del silencio.
Es lo que podemos ver, es lo que estamos llamados a ver y a ser.
Entonces el vivir se convierte en pura poesía.
Y con un poema quiero cantarlo:

Viento de otoño que te llevaste riendo
la mano negra de la culpa,
hojas muertas y de nuevo fecundas;
muéstrame el camino ágil y silencioso.

Llévame al pozo profundo e infinito,
y llámalo “Dios” si se te ocurre,
porque así es.

Pozo dónde el agua viva del perdón,
alimenta desde siempre los ríos humanos
y el trinar universal.

Que yo beba siempre y solo de este
Pozo silencioso y materno
y que fluya desde mis manos
tu tierna sonrisa del perdón eterno
en el cual, enamorado,
vivo y vivimos.







sábado, 16 de febrero de 2019

Lucas 6, 12-13. 17. 20-26




Jesús se retiró a una montaña para orar, y pasó toda la noche en oración con Dios” (6, 12): arranca así el texto evangélico de este domingo.
Sin duda Lucas nos comparte una actitud normal de Jesús. No estamos acostumbrados a ver a Jesús de esta manera: un maestro de contemplación. Toda la noche en soledad y silencio.
Tendríamos que rever y reconsiderar la imagen de Jesús que nos han enseñado y nos hemos construido.
Jesús vive de la contemplación y se nutre del silencio: ahí se encuentra y ahí encuentra a Dios. Ahí descubre el Amor y la fuerza de su anuncio, su palabra, su misión. Ahí el secreto de su vida, la fuente de su existencia.

¿Cuánto espacio damos a la contemplación y al silencio en nuestra cotidianidad?

De la calidad de este tiempo depende la calidad de nuestro existir, nuestra entrega, nuestro amor.
Lucas también relaciona el llamado de los apóstoles a este momento de oración y de calma. Qué importante es calmarnos y conectarnos con Dios especialmente antes de decisiones importantes.
Sin duda es un criterio que puede transformar nuestras vidas.
Entramos en las bienaventuranzas (6, 20-26).
Encontramos el texto paralelo – más conocido y más usado – en Mateo 5, 1-2.
Hay unas diferencias que muestran el sentir y la originalidad de cada evangelista.
En Mateo las bienaventuranzas son actitudes, en Lucas situaciones concretas. En Mateo, Jesús se dirige a la multitud, en Lucas a los discípulos. Por último en Mateo hay solo “bienaventuranzas”, mientras Lucas termina con “malaventuranzas”: los “ay de ustedes” (6, 24-26).

Las bienaventuranzas nos recuerdan y nos conectan con el anhelo esencial del corazón humano: la felicidad. Deseamos ser felices, cada ser humano desea ser feliz. Es el anhelo de plenitud de vida escrito a fuego en cada latido de cada corazón.

Los cristianos olvidamos a menudo que el Evangelio es un llamado a ser felices. El evangelio es, antes que nada y por sobre todas las cosas, “buena noticia”.
Lo que ocurre en general y lo que nos ocurre a los cristianos también es que confundimos este anhelo de plenitud y lo disfrazamos, acomodándonos a las modas y las tendencias generales. Confundimos “felicidad” con “bienestar”.
Esto ocurre especialmente en los países ricos: se corre atrás de la gran mentira que confunde la felicidad con el tener, el dinero, el éxito, la aprobación social.
Por eso hay poca gente verdaderamente feliz.
Como afirma José Antonio Pagola: “Hay poca gente feliz. Hemos aprendido muchas cosas, pero no sabemos ser felices. Necesitamos de tantas cosas que somos unos pobres necesitados. Para lograr nuestro bienestar somos capaces de mentir, defraudar, traicionarnos a nosotros mismos y destruirnos unos a otros. Y así no se puede ser feliz.

Jesús con sus bienaventuranzas y sus malaventuranzas nos dice y nos hace la verdad. Lo puede hacer porque vio la verdad, tuvo experiencia del Amor, fue a lo profundo de su ser. Lo que necesitamos hacer nosotros también.
Con las bienaventuranzas nos recuerda algo que sabemos bien cuando somos honestos con nosotros mismos y reconocemos el anhelo del corazón: la felicidad pasa por el amor concreto, por el dar y recibir, por el compartir fraterno, por la amistad y la solidaridad, por la preocupación por el hermano que sufre.
En los momentos de intimidad y lucidez lo sabemos: solo el amor es real, solo en el amor somos felices.
Porque el amor es lo que somos y la esencia de todo lo que es.
Por eso es tan importante – diría que es lo único verdaderamente esencial – darse el tiempo y las herramientas para conectar con nuestro ser auténtico.
Nos es fácil y lo sabemos. Lo superficial y el bienestar nos atrapan. Por eso Jesús nos advierte con fuerza con los cuatro “ay” de nuestro texto.
Los cuatro “ay de ustedes” no son una condena de los bienes y las posesiones en cuanto tales. Los bienes no son malos: malo es el uso que hacemos con ellos.
Jesús advierte que las posesiones son negativas en cuanto nos impiden conectar con el amor que somos y con las necesidades de los demás. Las posesiones son negativas cuando se convierten en un fin en si mismas y nos dan una sensación falsa de satisfacción.
Los bienes, el éxito, el dinero se convierten en malditos cuando destruyen el anhelo infinito de nuestro corazón.
Son benditos cuando nos ayudan a descubrir nuestra esencia y, por obvia consecuencias, los compartimos.
No necesitamos mucho para ser felices. Recordamos las palabras de Francisco de Asís: “Yo necesito pocas cosas, y las pocas que necesito, la necesito poco.

Entonces todo se vuelve brillante y la felicidad se asoma solita. Como la mariposa que, perseguida, se nos escapa y en la quietud se posa serena.

Disfrutaremos así de esa misma plenitud en lo cotidiano y pequeño: una charla compartida, una cena entre amigos, una mano tendida, una escucha atenta, el jugar con los niños, le belleza de una flor, el canto de los pájaros, una sonrisa recibida, una ambiente armonioso y ordenado, el dolor acompañado, la fraternidad vivida, una caricia regalada, la entrega cotidiana y sencilla.







domingo, 10 de febrero de 2019

Lucas 5, 1-11


El evangelista Lucas nos regala hoy una hermosa catequesis sobre la misión y la escucha de la palabra.
Una lectura en el Espíritu – desde la unidad – sugiere que esta catequesis es para nosotros hoy.

Somos nosotros que hemos echado las redes y no hemos sacado nada, somos nosotros que hemos vivido y vivimos a menudo esta dura experiencia de frustración, inutilidad, fracaso.
Y también somos nosotros que – si estamos abiertos y atentos – nos asombramos de la abundancia de Vida que siempre toca nuestras existencias.
Desde esta lectura contemplativa del texto – es decir desde el silencio mental y la percepción de la unidad – podemos vislumbrar el centro de la cuestión.
El centro es la interioridad, el “desde dónde” actuamos.

¿Cuál es la diferencia entre la primera e infructuosa pesca de Simón Pedro y compañeros y la segunda, tan abundante?

Las hermosa invitación de Jesús: “Navega mar adentro, y echen las redes” (5, 4) la podemos leer no solo en un sentido externo – hacia afuera – sino también interno: hacia las profundidades de uno mismo y de la realidad.
La escucha de la Palabra de Jesús - que tantos frutos produce – no es algo exterior o ajeno a nosotros: es nuestra verdadera identidad, es nuestro auténtico ser. Jesús no nos aliena de nosotros mismos y de lo mejor de nosotros sino que nos conecta con lo que somos.
Su Palabra no viene “desde afuera” sino que brota desde adentro. Es la Palabra que nos engendró, que vive en nosotros y que nos sostiene.
Lo que ocurre es que vivimos alienados de nosotros mismos, de nuestro centro, de la Palabra creadora. Vivimos desde el ego y por eso el fracaso está asegurado. El ego vive de los deseos y las necesidades y por eso su satisfacción es siempre superficial, parcial, temporal.
Cuando vivimos y actuamos desde “dentro”, desde lo que somos – en nuestro texto la Palabra de Jesús – los frutos vienen solos. Es la gratuidad en acción.
En realidad no importa tanto lo que hacemos, sino el “desde dónde”.
Muchas veces lo que hacemos está afuera de nuestro control o depende de las circunstancias de la vida. En cambio el “desde dónde” – la interioridad y la conexión con nuestro centro – depende de nuestra atención y nuestro silencio.
Dicho en otras y evangélicas palabras: “Porque al que tiene, se le dará, pero al que no tiene, se le quitará aun lo que tiene” (Mc 4, 25).
Cuando actuamos desde la gratuidad que somos todo es Presencia, todo es regalo, todo es sobreabundancia de Vida. Percibimos que la raíz de lo real es también gratuidad. La reacción normal entonces es la de Simón Pedro: asombro y sensación de pequeñez.
Cuando actuamos desde el ego – queriendo satisfacer nuestros deseos y lo que supuestamente nos falta – todo se transforma en esfuerzo, decepción, amargura y tristeza.

Podemos entrenarnos a mirarnos a nosotros mismos y a la realidad que nos rodea con los ojos de la gratuidad. La gratuidad destierra también los miedos.
No temas”, le dice Jesús a Pedro. Sin miedo. Amor y miedo son incompatibles: o vivimos desde el amor o vivimos desde el miedo.

¡Qué hermoso es mirar el mundo sin miedo y con los ojos de la gratuidad!






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